José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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El otoño pareció reagrupar las fuerzas que con el verano se habían dispersado en playas y montañas. Los obreros en paro del bar Cataluña buscaron en el interior un sitio donde molestaran lo menos posible. En la barbería de Raimundo el agua era puesta a calentar antes de remojar con ella a los clientes.

Entonces los partidos políticos se alinearon. Izquierda Republicana, el mejor local de la ciudad, preparó su colosal estufa y celebró Asamblea General: presidentes, los hermanos Costa, industriales importantes, gemelos e inseparables. La Liga Catalana adquirió unos cuantos volúmenes para la biblioteca y renovó la Junta: presidente honorario, don Jorge de Batlle; vicepresidente, el notario Noguer. En el salón del fondo, la juventud del Partido fue autorizada para organizar bailes los domingos y fiestas de guardar. La CEDA adquirió dos pings-pongs , y don Santiago Estrada, reelegido, propuso que las señoras tuvieran voz y voto en las decisiones internas. El partido socialista quedó prácticamente unificado con la UGT; en el Banco Arús se dijo: «Eso está bien, pero harían falta dirigentes jóvenes. En Barcelona, el Sindicato pita mucho, pero aquí somos unos borregos». La CNT cobraba auge, y los limpiabotas se habían afiliado a ella en bloque. Se reunían en el mayor de los tres gimnasios de la localidad. La FAI estaba compuesta de menores de edad, que no sabían si eran de la FAI o de las Juventudes Libertarias, pero que obedecían ciegamente al jefe de la CNT. El partido comunista era embrionario como agrupación. Un tal Víctor, encuadernador en los talleres del Hospicio, hombre ya mayor, canoso y aficionado a la fotografía, era el jefe, y había conseguido reunir en una barbería unos cuantos admiradores de Rusia. Víctor tenía una cabeza venerable y era muy respetado. Se le escuchaba con fervor. Siempre decía: «Es lástima que seamos tan individualistas. Si todos los comunistas de corazón y de instinto vinieran… La labor en este invierno tiene que consistir en eso: en agruparnos y encontrar un local». Los monárquicos se reunían en la redacción de El Tradicionalista , donde los partidarios de Alfonso XIII hacían buenas migas con los que todavía guardaban la boina roja… Estat Català abrió un local coquetón, con chimenea de ladrillos rojos y arcos decorativos. El arquitecto Ribas era el jefe. Los militares se reunían en un café de la Rambla, muy cerca del Neutral, y quien llevaba la batuta era el comandante Martínez de Soria.

Los partidos políticos se alinearon porque se esperaban acontecimientos. Y, en efecto, llegaron: en Madrid se promulgaron simultáneamente el Estatuto Catalán y la Ley de Reforma Agraria.

La Ley Agraria fue muy bien recibida. Todo el mundo estaba de acuerdo: el problema del campo en España era pavoroso. La Torre de Babel decía: «Todavía se trabaja como en tiempo de los romanos».

Don Agustín Santillana, descendiente de grandes propietarios, discutió acaloradamente los términos de la Ley. «Expropiar es muy bonito, repartir la tierra, etcétera… Pero luego hay que conceder créditos, conseguir maquinaria, abonos. Será un fracaso espantoso. ¡Con las pocas ganas que hay de trabajar…!» Matías Alvear casi se indignó. «Es el primer esfuerzo serio que se hace desde muchos años. Usted, como empleado de Hacienda, tendría que saberlo. No me va usted a decir que sea justo que Romanones posea casi toda la provincia de Guadalajara.»

– Yo no digo eso, Matías. Pero lo que pueda hacer este Gobierno… ¿No se da cuenta de que se dedican a la demagogia? Prometer, prometer… A mí me gusta estar en la mesa con mi mujer, ¿comprende? A la sirvienta, pagarla bien y hasta buscarle un novio soldado, con bigote; pero en la cocina, ¿comprende?

Matías Alvear se encogió de hombros. «¡Tres doble! ¡Paso!» Se encogió de hombros porque sabía que nunca convencería a don Agustín.

Tocante al Estatuto Catalán… la cosa le pareció menos clara. La explosión de entusiasmo fue tal en la región, que Matías le dijo a don Emilio Santos: «¿Qué cree usted que va a pasar?» En Gerona se hubiera dicho que lo que estaba pasando era un huracán. Banderas por todas partes, sardanas lanzando al viento las notas de sus tenoras, Estat Català emitiendo por la radio local parabienes a Barcelona, Lérida y Tarragona; insignias en las solapas, ¡cinturones y calcetines con las cuatro barras de sangre! El notario Noguer hizo un discurso desde el balcón de la Liga Catalana, el propio mosén Alberto dio orden a la imprenta de catecismo de que retiraran los textos castellanos y esperaran el envío inmediato de un Catecismo en catalán. «Hay que rezar en el idioma materno», sentenció. Pilar, al enterarse, repuso: «¡Estaría bueno! Yo tendría que rezar en vascuence». Julia García se dirigió hacia el único establecimiento de música de la localidad, situado en la calle Platería, y compró seis discos de canciones catalanas de Navidad.

Matías Alvear no veía claro… Le daba miedo presentarse en Telégrafos. «¿Qué va a pasar?»

– No te echarán del Cuerpo -le dijeron, apenas entró-. Pero te trasladarán, desde luego. A Madrid, o tal vez a Soria.

Matías perdió la respiración. No es que Soria le asustase, y mucho menos Madrid. Pero estaba ya harto de traslados, además de que en Gerona tenía un buen piso y había encauzado como Dios manda los estudios y la educación de sus hijos.

– ¿No os parece grotesco llevar las cosas a ese extremo? ¿No somos de la misma raza?

Sus compañeros de trabajo se encogieron de hombros… Matías no podía con aquello. A gusto hubiera salido a la escalinata de Correos y gritado a Cataluña entera: «¡No tantos humos!» Pero al pensar en la boina vasca de su mujer se diluyeron los suyos.

Julio García le dio esperanzas. «No tengas miedo. Te quedarás.»

Y así fue. De diversas oficinas partieron hacia otras regiones muchos funcionarios, con sus familias. Extraño éxodo en el interior de una misma nación. ¡El filósofo don Agustín Santillana fue uno de ellos!; pero Matías pudo quedarse, no sin antes haber demostrado que conocía al dedillo la gramática catalana. Julio le dijo: «Agradécelo a los seis discos de canciones navideñas».

Matías continuaba haciendo turno de noche. Su compañero habitual era un hombre pacífico, más joven que él, Jaime, a quien el Estatuto pareció transformar en un ser agresivo. Quería a Matías, pero estaba exaltado. No hacía más que hablarle en tono irónico de lo atrasadas que eran las gentes de Segovia, Badajoz o Cuenca.

– ¿Usted ha viajado por allí? -le preguntó Matías.

– No, jamás.

– Entonces ¿se lo han dicho?

– Quizá.

– Ya… De todos modos, le aconsejo que si un día tiene ocasión, vaya por esos sitios. Tendrá una sorpresa.

– No creo.

– ¡Ya verá! Y en cuanto a atrasados… yo estuve unos días en Canet de Mar, y luego también en la provincia de Lérida… ¡En fin, para qué hablar!

– ¿Es que pretende comparar Cataluña al resto?

– ¿Comparar en qué?

– En nivel social, en producción, en… manera de vivir. En todo.

– En nivel social… no. En cuanto a manera de vivir… ustedes se parecen mucho a Francia, claro.

– A mucha honra.

– Pues un castellano no se lo envidiaría, Jaime, se lo aseguro.

– ¡Claro! Allí, diciendo todo eso del Cid están más que satisfechos.

– Usted lo cree. Lo que pasa es que no admiten que tener unas cuantas fábricas de tejidos signifique ser más hombre.

– ¡Vamos!

– ¡Natural! ¿A qué tanto Cuenca y Badajoz porque allí hay menos cuartos de baño que en Barcelona? ¿Es que creen ustedes que son más felices?

– Ni más felices ni menos felices. Simplemente, somos distintos. Por eso queremos separarnos.

– ¿Y si los de Segovia y el resto les declaran el boicot y no les compran nada?

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