José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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– ¿Con qué se vestirán?
– Si tan salvajes son… ¡andarán desnudos!
– Bueno, el mercado extranjero es algo, creo yo. ¡Imagínese que toda España fuera como Cataluña! Tendríamos una potencia mundial.
– ¿Económicamente?
– Y culturalmente.
– Si tanto le interesa la cultura, ¿por qué se hizo telegrafista?
– Lo mismo digo.
– Yo no he pretendido nunca que mi tierra fuera Grecia. Lo que me interesa es no deber nada a nadie, ni en este mundo ni en el otro.
– ¿Frase de los muchachos…?
Llegados aquí, Jaime se dio cuenta de que Matías, personalmente, no se merecía aquello. Se rió y le ofreció un cigarrillo.
Pero Matías quedó preocupado. Nunca le gustó hacer turno de noche; pero ahora mucho menos. Jaime volvería a las andadas. ¡Se había puesto a escribir versos en catalán! Tenía un diccionario al lado. Buscaba palabras nuevas. Cuando el aparato telegráfico se ponía de súbito en marcha, su inspiración quedaba cortada. «¡Perro oficio! -se lamentaba-. Si Maragall hubiese sido telegrafista, no hubiera escrito el Cántico Espiritual. ¿Quiere usted que le recite el Cántico Espiritual, Matías?»
A veces irrumpía en aquella tertulia de a dos el propio Julio García.
El policía era trasnochador de suyo y con frecuencia se acercaba a Correos y Telégrafos, y por la puerta que ponía «Prohibido entrar», entraba.
En este caso la discusión tomaba mayores vuelos, pues el hombre en cuanto había tomado parte en un par de rondas de manzanilla era capaz de recitar no sólo a Maragall, sino a Goethe en alemán. Aunque prefería reclinarse en la ventana que daba a la Plaza, ladearse el sombrero y canturrear flamenco o algún chotis. Matías gozaba de lo lindo oyéndole y diciéndole a Jaime:
– Compare, compare el texto de este chotis con ese soneto pirenaico que está usted pergeñando.
Luego, Julio tomaba asiento y se ponía a hablar del problema social. Ahí el propio Jaime se convertía en su oyente. La manzanilla ponía al alcance de Julio todo el léxico de que disponía. Matías le escuchaba doliéndose de que don Agustín Santillana se hubiera marchado, porque sus discusiones con Julio eran célebres en el Neutral.
Julio, comentando la promulgación de la Ley de Reforma Agraria, imponía el tema del terrateniente español, al que juzgaba odioso:
– Ignacio sabe algo de esos personajes -decía-, pues todas las semanas desfilan por el Banco un par de docenas a cortar el cupón. Es gente fanfarrona… y desde luego despótica. En su piso o en su casa de campo leeréis siempre, a la entrada: «Ave María Purísima»; en el vestíbulo, veréis el árbol genealógico de la familia. Todo allí recuerda a todo el mundo, especialmente a la propia mujer y a los hijos, que en aquella casa hay que permanecer serios, guardar la compostura siempre… Entretanto, a lo largo de la tapia de la finca… terribles trozos de vidrio, capaces de descarnar a un crío. Y muchos de ellos -el notario Noguer, para citar un ejemplo- tienen dada orden a su guarda de disparar contra el primer intruso.
Matías admitía todo eso como cierto. Todo eso y mucho más. Consideraba al terrateniente español más responsable que los de naciones menos pobres y que no se considerasen católicas; pero invitaba a Julio y a Jaime a admitir que muchos de ellos, personalmente, eran unos aristócratas…
¡Cómo no! Julio lo admitía, admitía que la aristocracia era un hecho natural, que a uno podía no gustarle, pero que era un hecho, y que por ello despreciaba más aún a los industriales nuevos ricos, tan despóticos como los primeros y por añadidura chabacanos.
A veces, estas sesiones terminaban en partida de dominó, juego en que los tres eran maestros.
Matías, al día siguiente, repetía en la mesa su conversación con Julio, después de caricaturizar la labor poética de Jaime. Carmen Elgazu, como siempre que se hablaba del policía, ponía mala cara. Más aún, en los últimos tiempos daba a entender que sabía mucho referente al amigo de infancia de Matías Alvear.
– Creéis que es simple policía, ¿eh…? ¿Dónde habéis visto que un policía sepa tantas cosas, sea tan sabio?
Ignacio replicaba:
– Los policías no leen nada y él sí. Eso es todo.
– ¡Ya, ya! -insistía Carmen Elgazu-. ¿Todos los policías reciben, tanta correspondencia como él recibe, inclusive del extranjero…? Matías se reía.
– Y eso ¿qué tiene que ver?
A Carmen Elgazu le parecía que tenía mucho que ver.
– Y además… me obligaréis a desembuchar del todo. En Madrid no mandan a las provincias fronterizas como ésta a un cualquiera… ¡No, no, si no he terminado! ¿Queréis saber una cosa…? -Un día miró a todos en señal de reto y soltó-: Julio es especialista en suicidios.
– ¿Especialista en…? -Varias voces repitieron la palabra.
– ¡Sí, sí! Y también por eso se encuentra aquí. Porque en esta provincia hay muchos suicidios, aunque no lo parezca.
Nadie comprendió. Ignacio se encogió de hombros, aun cuando le costaba suponer que su madre erraba. Sabía que su madre no hablaba nunca porque sí, que sus palabras arrancaban siempre de instintos muy profundos.
Matías acabó diciendo que, de continuar de aquella manera, se abstendría de contar en la mesa sus tertulias nocturnas en Telégrafos. Pilar protestó al igual que los demás, pues si bien la chica no entendía nada de política, nunca faltaba entre dos réplicas alguna agudeza, que luego le valía un éxito entre las amigas.
Carmen Elgazu no dio su brazo a torcer e intensificó su labor informativa. Un día en que Matías llegó celebrando los dichos de Julio más que de ordinario, puso cara de circunstancias, se arregló el moño y soltó la gorda. Dijo que Julio era, ni más ni menos, el capitoste de los comunistas de la provincia.
Todo el mundo se quedó estupefacto. Matías la miró y, cambiando de expresión, repuso:
– ¡No tantos vuelos, mujer, no tantos vuelos…! Anda, basta ya. -Luego añadió-: Julio… es un pobre hombre, como yo…
Y aquella frase desarmó a Carmen Elgazu.
Se acercaba Navidad y el cumpleaños de Ignacio. Con ello los turrones, los belenes y la lotería.
Pilar fue la encargada del belén. Se eligió su habitación porque era la que ofrecía más espacio libre y donde sus amigas Nuri, María y Asunción podrían trabajar sin estorbar. Pilar comenzó el montaje utilizando una mesa espaciosa, plegable, que guardaba en el cuarto de trastos de la azotea. Pintaron un fondo de montañas y cielo azul. Para el portal, se guiaron por un plano que le había hecho César, ex profeso, fiel a la Biblia. Pilar hubiera querido algo magnífico, regio, con figuras de tamaño natural; Ignacio les decía: «No seáis tontas. Los belenes tienen que ser sencillos. Así, con un río de papel de plata».
De los turrones se encargó Carmen Elgazu, y fue mandado un paquete de dos kilos al Collell; de la lotería se cuidó Matías.
Matías Alvear convencía todos los años a la tertulia del Neutral para comprar, entre todos, un billete. Aquel año faltaba don Agustín Santillana, pero le sustituyó el subdirector del Banco de Ignacio.
El director de la Tabacalera, que si tenía un pasar era gracias a la lotería, le preguntó a Matías:
– Así, pues, ¿qué haría usted, Matías, si le tocara el gordo? Además de mandar a freír espárragos a los de Telégrafos se entiende.
Matías colgó el sombrero en el perchero del café y dijo, sentándose y pasándose las manos por los muslos:
– Pues…la verdad, lo primero cumplir una promesa que le tengo hecha a mi mujer: llevarla a Mallorca.
– ¡Vaya! Segunda luna de miel.
– Eso. Luego… -continuó, arrellanándose en el sillón, y llamando al camarero- creo que iría a la barbería de Raimundo y me daría el gustazo de decirle: «Anda, haz lo que te de la gana». Me gustaría comprobar cuánto subiría la cuenta.
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