José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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En realidad, a Ignacio le interesaba la actuación de uno de los empleados, de Cosme Vila. Cosme Vila, con su cabeza mongólica y la nuez del cuello inmóvil, escondió algo bajo la máquina de escribir.
– Yo hice como todos los días: me quedé en casa a leer.
Ignacio le preguntó:
– ¿Se puede saber qué es lo que lees? ¿O si es que estudias algo?
Cosme Vila contestó:
– Leo… libros sociales. Me interesa lo social.
Ignacio preguntó:
– ¿Zola, Tolstoi…?
Cosme Vila se pasó la mano por su prematura calvicie.
– No, no. Prefiero textos precisos.
– ¿Sorel…?
– Sí. ¿Por qué no? Y Marx.
Ignacio se mordió los labios.
– ¿Tú… tienes familia? -le preguntó.
– No. Ahora vivo solo. Pero la tendré. -Luego añadió-: Quiero tener un hijo.
Cosme Vila trataba a Ignacio como a los demás. Siempre guardaba cierta distancia. Ignacio había pensado a veces que estudiar quinto curso y haber redactado aquella protesta contra las horas extraordinarias le granjearían la consideración de Cosme Vila. Pero no era así. El empleado de Correspondencia los miraba a todos un poco como casos perdidos, como si se movieran en una órbita o en un mundo destinado a perecer.
Aquel día le dijo:
– ¿Y tú qué hiciste en la noche de San Silvestre?
Ignacio se rascó con rapidez el negro y encrespado pelo.
– ¡Bah! -sonrió-. Lo mío no te interesa.
Luego, el nuevo año empezó bajo el signo de los mítines. Todos los Partidos organizaron mítines. Preparación de la campaña electoral.
A Matías le gustaban mucho los mítines. Todos, del color que fueran. No se perdía uno. Ignacio, en esta ocasión había de acompañarle, aun a riesgo de faltar a la Academia nocturna, y el espectáculo iba a ser para él un gran descubrimiento.
En los mítines le pareció que empezaba a conocer lo que cada Partido pretendía y en ellos oyó hablar y conoció a los diputados, que tantas veces citaban, para bien o para mal, El Tradicionalista , órgano de las derechas, y El Demócrata , órgano de las izquierdas.
Ignacio se dio cuenta de que era muy sensible a aquel sistema de propaganda. La idea de unas personas elegidas por voto popular, recorriendo los escenarios de la capital y los pueblos, agradeciendo a los ciudadanos la confianza que habían depositado en ellas, rogándoles que expusieran sus necesidades, para tratar de ellas en el seno del Gobierno, le pareció un sistema perfecto de enlace, algo así como una gran conquista de la organización humana. Recordaba lo que a veces había oído sobre la Dictadura; que un hombre solo decidía a rajatabla, sin contacto directo con la gente, con zonas de la nación por las que ni siquiera había pasado nunca, y le parecía algo muy inferior.
Por su parte, salía de los mítines convencido. De tener voto, casi siempre hubiera votado por los últimos que acababa de oír.
Le gustaban las banderas cruzándose con hermandad, las ovaciones. Y sobre todo, la gravedad de los diputados, el calor y la sinceridad con que hablaban.
Y, sin embargo, no todo el mundo estaba de acuerdo con él. El subdirector del Banco, pulsó un poco de rapé como era su costumbre y le dijo:
– ¡Uf, chico! Yo soy de la CEDA, ya lo sabes. Pues mira. En todo eso hay mucho teatro, la verdad. ¡Qué quieres!
Ignacio supuso que el subdirector hablaba en tal forma porque su partido era de derechas.
Pero recogió otra opinión. La del cajero, hombre ya maduro, cuñado del diputado don Joaquín Santaló, de Izquierda Republicana.
Al oír la pregunta de Ignacio, se rascó la cabeza.
– Pues sí… hay mucho camelo… Claro que hay algún diputado que habla de buena fe, pero la mayoría… -Atrajo a Ignacio hacia sí, cerca de la caja de caudales-. Te puedo dar un detalle. En casa hay la gran juerga cuando llega mi cuñado. Mi mujer, que no tiene pelos en la lengua, le pregunta: «Esta vez, ¿qué prometiste?» Mi cuñado le contesta: «Ale, no seas idiota». Pero cuando quedamos solos me dice: «No sé. Depende de lo que prometan los demás. Quizá los muros de contención del Ter, contra las inundaciones».
Ignacio se indignó. «¿Cómo podían ser unos farsantes si exponían el pellejo por su idea? Porque él había presenciado muchos incidentes: interrupciones, insultos, piedras a la salida.»
– Ya, ya -admitió el cajero-. Eso es verdad. Pero forma parte del caldo.
A Ignacio le preocupaba precisamente lo contrario: creer que todos tenían razón. Porque apenas si veía diferencia entre un programa y otro, excepción hecha del aspecto religioso. Todos demostraban preocuparse del bienestar de la gente. Los Costa, los industriales jefes de Izquierda Republicana, daban el ejemplo tratando a sus obreros con verdadera esplendidez. La UGT si no hacía más, era porque no podía. Y las derechas lo mismo, a pesar de lo que le confesó el subdirector.
El cajero le dijo:
– Bien, ¿y no te amosca un poco que, siendo adversarios, todos empleen el mismo lenguaje?
Un hecho inquietaba a Ignacio, le sumía en la mayor confusión: que toda la gente que le rodeaba, perteneciendo a una misma clase social y teniendo, por lo tanto, idénticas o muy parecidas necesidades, militara con tanto fanatismo en partidos distintos, que se hacían la guerra entre sí. Padrosa y la Torre de Babel eran socialistas. Para ellos la UGT acabaría arreglándolo todo. «El día en que cuente con dirigentes jóvenes y preparados.» El de Cupones y el de Impagados, cuando veían entrar en el Banco a los Costa, si no gritaban «¡Viva Izquierda Republicana!» era porque estaban en casa ajena. Adoraban a los dos industriales, muy campechanos desde luego y muy sencillos. El director hablaba siempre de los radicales, el subdirector, de la CEDA. En pro de don Santiago Estrada, y no digamos por Gil Robles, se habría dejado matar. Cosme Vila… no decía nada, pero el nombre de Marx era harto elocuente. Su propio padre, Matías Alvear, creía en Izquierda Republicana, pero no en la de los Costa. «La Izquierda de aquí -decía- sólo piensa en Cataluña.» Don Emilio Santos era más bien monárquico. Julio, no se sabía.
Ignacio estaba sumido en la mayor confusión.
El cajero le dijo que no debía darle demasiada importancia a aquel aspecto de la cuestión, como tampoco a la de los mítines. Que todos los sistemas políticos tenían sus puntos débiles. El democrático fallaba por ahí: no toda la gente era lo bastante responsable para votar, y los diputados, hombres como los demás, a veces prometían muros de contención de un río, sin tener la menor intención de transportar una piedra para ello. Ahora bien, el sistema tenía muchas ventajas. La posibilidad de derribar del poder a los vividores -en cambio a un dictador o a un rey había que aguantarle-, la prensa, la libertad…
– La libertad… recuerda esta palabra -concluyó-. En fin, ya te irás convenciendo. El sistema democrático es el único en que una persona puede considerarse verdaderamente una persona.
CAPÍTULO VIII
Hubo noticias frescas de ambas familia (Alvear-Elgazu), empezando por los hermanos de Matías. El de Burgos, que tenía una hija de la edad de Ignacio y un hijo algo más joven que Pilar, fue nombrado jefe de la UGT. El hombre no hubiera querido aceptar, pero por fin se sacrificó porque entendió que sería útil. Santiago, el de Madrid, hacía vida marital con una joven, mecanógrafa del Parlamento. Matías se rió mucho con aquella noticia y a partir de aquel día las discusiones de los diputados tuvieron doble significado para él. En la carta en que Santiago les anunciaba su nuevo «enlace» había una posdata que ponía: «Mi hijo José, dentro de unas semanas, hará un viaje a Barcelona por motivos políticos. Supongo que no os importará que vaya a Gerona a veros».
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