José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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El camarero del Neutral se detuvo a escucharle, sonriendo, lo mismo que Julio.

– ¿Y qué más, y qué más?

– Pues… no sé. ¡Podría uno hacer tantas cosas! Quedarse aquí, o estar pescando en el Ter o en el balcón durante años…

El director de la Tabacalera le miró sorprendido.

– ¿Continuaría usted pescando en el balcón?

Matías disolvió con parsimonia el azúcar en el café.

– ¿Por qué no? ¿Qué querría? ¿Que me fuera a pescar ballenas?

Matías aseguraba que a él el dinero no le haría perder la cabeza jamás.

El camarero quedó un poco decepcionado. Era un chico exaltado, Ramón de nombre, que siempre soñaba con aventuras inverosímiles.

– ¿Y usted, Julio…? -preguntó Ramón al policía al ver que se había hecho el silencio.

Julio se pasó también las manos por los muslos.

– Yo…lo primero que haría es ocultarle a mi mujer que me había tocado un céntimo.

El camarero torció la boca y se alejó. A todos les dio pena y, llamándole, le regalaron una participación de cinco pesetas. Pero… de nada sirvió. Rodó la Fortuna y a la tertulia del Neutral no le tocó nada, ni pedrea.

Sin embargo, Navidad llegaba para todos. En el piso de la Rambla estaban el belén, los turrones, una carta de César dirigida especialmente a Pilar, a quien felicitaba por haber estrenado unas medias y a quien censuraba su proyecto de cortarse las trenzas. Carmen Elgazu hizo canelones. Luego hubo pollo y champaña. Matías dijo: «Si queréis, puedo recitaros un soneto de Jaime. Sota el cel blau…»

Todos protestaron enérgicamente.

El 31 de diciembre, cumpleaños de Ignacio -diecisiete años-, se invitó a todas las amistades a tomar café. Pilar estaba muy contenta viendo a tantos hombres en casa. El único que le daba miedo era mosén Alberto. Cuando éste llegó, la chica salió al balcón del río, le hizo una seña a Nuri, que permanecía a la escucha tres balcones más arriba, y a la media hora ésta, María y Asunción se hallaban reunidas en el cuarto de Pilar, parloteando, cambiando de sitio las ovejas del belén y mirando de vez en cuando al comedor por el ojo de la cerradura.

Pilar les leyó la carta de César. Estaba muy orgullosa con ella.

Nuri le dijo: «Yo quiero que tu hermano me case». Asunción, que cada vez que se acercaba a la cerradura, deseaba que el ángulo visual comprendiera a Ignacio, dijo sonriendo: «Yo quiero casarme con tu hermano».

Pilar ocultaba a sus amigas que Ignacio no le hacía caso. En realidad, ella continuaba prefiriéndole. Si Ignacio hubiese querido, la chica le hubiera seguido a todas partes. Aquel día les decía a todas: «Diecisiete años, y ya cobra cien pesetas».

Ignacio sostenía raramente una conversación larga con su hermana. Excepto si le interesaba algo preciso, preguntarle detalles de las monjas o de sus amigas. Se interesaba especialmente por María y Asunción, porque éstas eran hijas de militar. «¿Qué cuentan de sus padres?» Le interesaban porque en el Banco se decía que los militares eran los verdaderos enemigos del progreso y de la República. Se hablaba con particular agresividad del comandante Martínez de Soria, monárquico recalcitrante. Pilar se encogía de hombros, ignoraba todo aquello. Se limitaba a decirle que a María y a Asunción, lo mismo que a otras chicas que conocía, les gustaba mucho ser hijas de militar.

En el comedor se hablaba de lo importante que era aquella fecha, el último día del año. De que la vida pasaba de prisa. ¡Julio recordaba a Matías de pantalón corto -sin medias- correteando por Madrid!, mosén Alberto sus años de Seminario, «cuando lo que ahora era patio en la Sagrada Familia era entonces huerta con coles y nabos y una acequia de agua clara», don Emilio Santos dijo: «Pues hoy hace quince años que murió mi mujer». Todo el mundo guardó silencio un instante. Luego Carmen Elgazu explicó que ella y Matías se conocían desde hacía veinticinco años. «Nos conocimos en Bilbao. En un viaje que él hizo allí, nunca he sabido por qué…»

– ¿Por qué fui a Bilbao…? -Matías soltó una carcajada-. Pues ha quedado claro, me parece…

– ¡Nada, nada! Ni siquiera sabías que yo existiera.

Éste era el gran misterio, según mosén Alberto. Que las personas se cruzaran a mitad de camino…

Luego se habló de lo que cada uno haría aquella noche. Julio y doña Amparo Campo se irían al baile de Izquierda Republicana y se tomarían las doce uvas. Don Emilio Santos a dormir, lo mismo que Matías. Mosén Alberto tenía que terminar la Memoria anual de actividades del Museo. A Carmen Elgazu la horrorizó que alguien, en el momento de empezar el nuevo año, se atreviera a estar en un baile y comer uvas. «Son costumbres de quién sabe dónde», dijo.

– ¿Usted qué hará, pues? -le preguntó el policía.

– ¿Yo…? Pues como todos los años. Me llevaré a Ignacio y Pilar a la Catedral, y empezaremos el año oyendo misa.

Matías intervino.

– Anda, mujer, cuéntalo todo. Haréis algo más, supongo.

– ¿Qué quieres decir?

– No sé. -Matías sonrió-. ¿No haces nada al oír las doce campanadas?

Carmen Elgazu se arregló el moño que se le estaba cayendo.

– ¡Ah, sí, claro! Besaremos el suelo doce veces.

Julio empequeñeció los ojos. Don Emilio Santos miró a la mujer de Matías con admiración.

– ¿Besar el suelo…?

– Claro. En señal de humildad.

Ignacio corrigió:

– No es exactamente eso. Es recordar que el tiempo pasa y que volveremos a ser polvo.

A Ignacio le gustaba demostrar a Julio que él continuaba estando al otro lado.

– ¿Tú también lo harás…? -le preguntó el policía.

– Naturalmente -dijo Ignacio.

Carmen Elgazu rubricó:

– En mi casa, en Bilbao, la familia lleva más de trescientos años besando el suelo a fin de año, cuando dan las campanadas.

Así se hizo. Julio comió las uvas en Izquierda Republicana -su mujer hubiera preferido otro lugar de más postín-; mosén Alberto se paseó solo por las inmensas salas del Museo catalogando objetos y mirando de vez en cuando las estrellas; Carmen Elgazu e Ignacio se fueron a la Catedral.

Ceremonia de fin de año. ¡Ignacio cumplía los diecisiete! Madre e hijo arrodillados; sonó el reloj; ¡ambos se doblaron y pegaron su frente y sus labios a las losas del templo! La sangre le subió a Ignacio a la cabeza. De reojo miraba a su madre y pensaba: «Hace diecisiete años, esta mujer en vez de estar boca abajo, como en este instante, estaba tendida panza arriba, las manos en los barrotes de la cama, abierto el vientre para darme la vida». Cuando las doce campanadas se extinguieron, Ignacio asió del brazo a su madre, ayudándola a reincorporarse. Sintió el tibio contacto de su antebrazo. El perfil de Carmen Elgazu era duro y noble, destacaba sobre los sillares de la Catedral, era un perfil que debía de tener también trescientos años… «¿Yo perfecta…? -protestaba a veces Carmen Elgazu-. Sí, sí. También siento mis antipatías, también. Y mis celos y mi amor propio. Es imposible que una mujer casada sea perfecta.»

Año Nuevo. Ignacio oyó resonar con magnificencia el órgano del templo. Un coro cantaba, que parecía de ángeles. «¿Por qué al señor obispo le rodeaban con tantos almohadones?»

– Señor… que en este año de 1933 apruebe el quinto de Bachillerato, que en casa tengamos salud y continuemos todos tan unidos como ahora. Que Pilar, dentro de un año, pueda construir de nuevo el belén, con un río de papel de plata.

El día 2 de enero, en el Banco, quiso enterarse de lo que habían hecho los empleados en la noche de San Silvestre. Resultó que varios de ellos también habían besado el suelo: el de Impagados y Padrosa.

Se emborracharon de tal forma en el Cataluña, que al salir se cayeron a la acera. «Porque Blasco nos empujó», se disculparon. El subdirector fue al cine con su mujer; la Torre de Babel, a ver un vaudeville que daban en el Teatro Municipal. «Me dolía el estómago de tanto reírme.»

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