José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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Ignacio había notado que sus víctimas más fáciles eran los segundos seres motivo de su observación: los obreros en paro. Obreros silenciosos muchos de ellos, que se sentaban en la acera fumando o dejándose caer la gorra sobre los ojos, para protegerse del sol. Los limpiabotas les daban tabaco y aun les pagaban alguna copa de anís, a cambio de que les oyeran lentas y complicadas segregaciones oratorias. «Dile a tu mujer que vaya a ver al obispo para que te de trabajo. Por lo menos, podrá sentarse en un buen sillón mientras espera.» Ignacio, viendo aquellos obreros, sentía por ellos una gran pena. Deseaba que las cosas se arreglaran para sus familias, que la República llevara a cabo, en efecto, la revolución. Los futbolistas se lamentaban: «Los ricos no vienen ni siquiera al fútbol. Si nosotros cobramos alguna prima, es gracias a la clase media y a los obreros».

En cuanto al juego, fue otro descubrimiento del muchacho. En seguida comprendió que, de tener dinero, se aficionaría a él como algunas personas que estaban allí día y noche, con la baraja en las manos. A veces, encontrándose en el salón del billar, se le acercaba un limpiabotas y le decía: «Mira en aquella mesa. A duro y a poner todos». A Ignacio aquello le atraía cuando la apuesta era importante. Sufría tanto como los propios jugadores.

Su padre le había advertido muchas veces: «Lo que quieras, pero las cartas no». Por eso le ocurrió lo que le ocurrió. El día en que el director del Banco le comunicó que iba a proponer a la Central, a Barcelona, que le admitieran como meritorio, con aumento de sueldo, no sólo pensó que las seis pesetas que dio a la vieja le eran devueltas con creces, sino que no pudo resistir la tentación de decirle al limpiabotas: «Ahí van tres pesetas. Juega por mí». Le pareció que, no teniendo él las cartas, no desobedecía tan gravemente a su padre.

Y no obstante, el dinero ganado -once pesetas en menos de diez minutos- le produjo tal emoción, tal desconcierto, que comprendió que aquello no era bueno. Los dos duros y la peseta le tintineaban en el bolsillo como si fuesen campanillas. Llegó un momento en que le pareció que todo el mundo las oía, especialmente los obreros parados. Entonces salió del café incrustándose las monedas en el fondo de la mano cerrada.

Carmen Elgazu, que no cesaba de observar a César, veía que el seminarista estaba contento. Contento primero por el cambio que estaba dando Ignacio; y luego porque había tenido una idea que, expuesta a la familia -fue excluido Matías Alvear- mereció la aprobación más entusiasta, especialmente por parte de Pilar.

Fue un pequeño complot, que Ignacio dirigió con arte consumado. Ocurrió un domingo por la mañana, el último domingo de agosto, próximas a su fin las vacaciones.

A las diez, Matías, en pijama y silbando, según su costumbre, salió de su cuarto y colgó el espejo en la ventana que daba al río, dispuesto a afeitarse. Su rostro expresaba la mayor felicidad.

Apenas dio media vuelta en dirección a la cocina para recoger sus enseres, cuando César salió de ella triunfalmente blandiendo una navaja, jabón y brocha, en tanto que Ignacio retiraba el espejo y la propia Carmen Elgazu preparaba una silla de cara a la luz, y con ademán cortés invitaba a Matías a sentarse en ella. Detrás de César, por encima de su hombro, sonreían Pilar… Nuri, María y Asunción.

– Pero… ¿qué pasa? -barbotó Matías, horrorizado al ver la navaja en manos de su hijo-. ¿Qué complot es éste?

– ¡Nada, nada! ¡Que César va a afeitarte! -explicó Pilar.

– ¿A mí…?

– ¡A ti, sí! -rubricó César-. ¡Tengo que aprender!

Tal jolgorio se armó que Matías, aun sin comprender los verdaderos motivos, entendió que no podía defraudar a aquel pequeño mundo y, levantando los hombros, exclamó:

– ¡Un momento! Me dejaré afeitar con una condición.

– ¿Cuál?

– Que por la tarde salgamos todos juntos a dar un paseo por la Dehesa.

– ¡Hurra…!

Se sentó. César le llenó de jabón la boca, las orejas, los ojos. De vez en cuando Matías estallaba en una carcajada y entonces salpicaba a todo el mundo. Sin embargo, la navaja empezó a deslizarse por la mejilla derecha con sorprendente facilidad. Luego la izquierda, luego el cuello. Nadie osaba respirar.

– ¿Te hago daño?

– ¡Adelante!

– ¡Espera! ¡Ponle un poco de jabón ahí!

¡Una maravilla! Sólo hacia al final, entre el labio inferior y el mentón, el barbero pareció tropezar, a juzgar por las muecas que hizo, con un pequeño bache que se las traía.

– ¡Servidor!

– ¡Hurra!

César ni siquiera se dio cuenta de que todos le felicitaban, de que todo el mundo se reía y de que Carmen Elgazu exclamaba: «¡Y pensar que él siempre se corta un par de veces!» El seminarista no cesaba de contemplar la navaja y luego su mano.

– ¿Qué te ocurre?

Le ocurría algo extraño, que no se atrevió a contar. En el momento de empezar, le había parecido que alguien, invisible, que estaba a su lado, le guiaba la mano.

CAPÍTULO VII

Todos se dieron cuenta de que, prácticamente, César había dejado de pertenecerles. Apenas llevaba dos meses en su compañía y ya el autobús destartalado volvía a esperarle para conducirle al Collell. Apenas la maleta había sido colocada encima del armario, tenían que bajarla de nuevo. Otra vez los calcetines, las camisas, la pasta dentífrica, el Misal Romano entre dos pijamas, misal que Ignacio le había comprado con aquellas once pesetas.

Carmen Elgazu hubiera preferido no leer las historietas del calendario con tal que los días se hubieran detenido. César se llevaba consigo el afecto de todos, una docena de pañuelos con iniciales bordadas por Pilar, la advertencia del médico: «En cuanto notes cansancio, te sientas», y la orden de mosén Alberto: «Si el director del Collell me dice que has terminado con tus escrúpulos, el verano próximo te daremos menos chocolate».

Matías le había acompañado al doctor, un amigo del director de la Tabacalera, para que diagnosticara sobre las ojeras del chico. «No sé, no sé, no le noto nada. Es su complexión. Que coma mucho.» Carmen Elgazu le recomendó: «Ya lo oyes. Diles a las monjas que te den ración doble». Era deseo de Matías que antes de marcharse fuera a despedirse de Julio García y doña Amparo Campo. César le dio satisfacción. Julio, al verle, le puso la mano en la rapada cabeza y le preguntó: «¿Qué, te ha dado buena propina mosén Alberto por tanto recado?» Doña Amparo Campo le contemplaba como si fuera un bicho raro.

Cuando el seminarista subió al autobús y éste arrancó, dirigió una última mirada a los suyos y luego a los dos campanarios de San Félix y la Catedral. Y fue pensando que en el Collell no encontraría otros padres de su sangre, como Matías Alvear y Carmen Elgazu, otros hermanos de su sangre, como Ignacio y Pilar; en cambio, encontraría una capilla hermana de aquella que se cobijaba debajo de los campanarios. Y el mismo Dios.

Partió el 10 de septiembre. El 15, Ignacio se examinó del cuarto curso de Bachillerato. En los últimos días había hecho un notable esfuerzo, y aprobó. Matías le regaló una corbata, Carmen Elgazu puso en la mesa cuatro velas… El 20 se recibió la noticia de que la Central del Banco Arús había aprobado la propuesta del director, en virtud de la cual Ignacio pasaba a meritorio, con un sueldo de cien pesetas mensuales. El día 1 de octubre otro botones le sustituía, y él quedaba adscrito a la sección de Impagados, frente por frente del empleado que no se decidía a llevar su novia al altar.

Luego, el otoño llegó a la ciudad, montado en la tramontana. Y con él la lluvia. Desde el Banco se oía llover fuera, monótonamente. Las murallas, la ermita del Calvario, sin el sol… y sin César, debían de estar desiertas.

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