José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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El Neutral, la barbería de Raimundo y, por supuesto, Telégrafos eran los tres observatorios ideales para vivir al día, las tres mejores antenas de Matías. Una hora en el café, otra en la barbería y luego el trabajo bastaban para tomarle el pulso a la ciudad y al mundo.

Gracias a tales observaciones, Matías creía entender que en la ciudad se operaban grandes cambios, que penetraban en ella elementos nuevos, de momento en estado embrionario, pero que acaso un día sentaran plaza. Siempre hablaba de ello con Julio y con don Agustín de Santillana. Minúsculos detalles que demostraban que unas cosas iban muriendo y que, por el contrario, otras nacían a la vida con fuerza biológica.

Según Julio -¡Raimundo estaba inconsolable!-, moría la afición a los toros. Tal vez fuera cierto. Por de pronto se decía que los ingleses consideraban el espectáculo cruel e inhumano. Por su parte, don Agustín Santillana asistía estupefacto a la irrupción del jazz . El jazz surgía en todas partes, llevándose por delante las polcas y similares, y amenazando incluso al vals. Matías no se imaginaba a sí mismo siguiendo aquellos nuevos ritmos con Carmen Elgazu pegada a su cintura. Moría -en ello todos estaban de acuerdo- el silencio en las orillas del Ter, que todas las tardes quedaban abarrotadas de atletas. El deporte, sobre todo el boxeo, el atletismo y la natación, tomando como base la gimnasia. Se decía que dos antiguos almacenes habían sido habilitados para gimnasios obreros y en los escaparates de las librerías había profusión de manuales de cultura física, todos de autores extranjeros. Todo ello era notorio y cada cual lo interpretaba a su manera. Se había fundado un orfeón -moría el canto individual- y un enjambre de bicicletas había penetrado en la ciudad. Orfeón y Peña Ciclista, dos flamantes instituciones, cuyos reglamentos Julio había visto aprobar en Comisaría. Ya el paseo dominguero por la Dehesa, con la esposa del brazo, iba haciéndosele difícil a Matías y a muchos matrimonios como el que éste y Carmen Elgazu formaban. Difícil sentarse en un banco, mirando las ramas de los árboles, o a los jugadores de bochas, que delimitaban el campo con un cordel, no sin que por detrás se les acercaran hombres con visera y les gritaran: «¡Eh, eh, cuidado, apártense! ¡Que llegan los corredores!»

Ignacio, muy ocupado con el trabajo y los estudios, apenas advertía estos cambios, y al oír hablar de ellos les concedía poca importancia. Julio, que consideraba superficial la actitud del muchacho, procuraba abrirle los ojos. Las visitas de Ignacio al piso del policía eran periódicas, y Julio las aprovechaba para iniciarle en lo que él llamaba la sociología.

– Cometerías un grave error suponiendo que se fundan orfeones porque sí, como podrían fundarse clubs de coleccionistas de cosas raras. Son movimientos que tienen su ley.

Julio entendía que aquellos desplazamientos obedecían a una rebelión instintiva de la masa, rebelión que el nuevo clima político facilitaba. Según él, el deporte era una declaración de voluntad de poder que lanzaba la gente modesta -«fíjate en que la mayor parte de los que van al Ter son trabajadores»-; el jazz era el punto de evasión, los cuerpos buscando posturas menos rígidas que las adoptadas en las ceremonias religiosas; la bicicleta era la primera negativa rotunda que daba el pueblo a continuar marchando a pie. Y todo llegaba a través del cine y del prestigio de Norteamérica.

Ignacio acabó por pensar que el policía tenía razón. En el Banco, la Torre de Babel se especializaba en triple salto para impresionar al director, y en vísperas de competición le pedía permiso para salir más temprano. El empleado bajito, Padrosa de apellido, estudiaba el trombón porque decía que el clavicémbalo había pasado de moda. El de Cupones alardeaba de que con su bicicleta siempre dejaba atrás a los coches en el casco urbano.

Todo ello se lo contaba a Julio y éste lo gozaba. Gozaba sintiéndose comprendido por Ignacio. Julio había pedido permiso a Matías para retener a Ignacio incluso dos noches a la semana, y Matías había accedido a ello. El resultado de este contacto era visible: a Ignacio le ocurría lo que a la ciudad: unas cosas morían en él, otras germinaban en su pecho.

Moría definitivamente la posibilidad de juzgar de prisa y a rajatabla. Nunca tuvo esa tendencia, pues presentía que el corazón y las circunstancias son complejos: ahora el sentido crítico del policía le llevaba a pesar y medir, lo cual, dada su edad, no le resultaba cómodo ni añadiría a su cuerpo un gramo de grasa. Ignacio cruzaba las calles, miraba las banderas y leía los anuncios de los periódicos con la convicción de que unas y otros escondían mundos. Porque Julio le decía que todo es síntoma, que nada existe pequeño ni gratuito. ¡Los anuncios de los periódicos! Especialmente los económicos constituían, según el policía -compraventa, peticiones de empleo- una excelente piedra de toque para comprender la sociedad en que se vivía. «Observa que muchas chicas de pueblo se ofrecen para servir en Gerona. Es la desbandada, el triunfo de la curiosidad.» «Observa que los libreros de lance quieren comprar, comprar. Especulan sobre la evolución del pensamiento. Saben que materias ahora corrientes serán muy pronto joyas arqueológicas.»

Nacían en Ignacio dudas y sentimientos, y su piel se llenaba de granos. Julio, de pronto, daba un bajón y le hablaba de cualquier cosa, creando un clima de sencillez y naturalidad. Con frecuencia, para con seguir esto, utilizaba los discos. Una sesión de discos.

– ¿Qué quieres oír? -le preguntaba, acercándose al mueble del rincón.

Ignacio parpadeaba como despertando de un sueño y contestaba:

– Lo de siempre.

Y lo de siempre no era precisamente jazz . Ignacio prefería mala güeñas, seguidillas, coplas, saetas. Guitarra, mucha guitarra y cantejondo . Aquella música le llegaba al alma; por otra parte Julio era un erudito en la materia y tocaba incluso las castañuelas.

A estas reuniones en casa del policía asistía un tercer personaje: la mujer de Julio. Y su presencia era lo único que molestaba a Ignacio. Porque éste la aborrecía. Nunca llegaría a explicarse cómo un hombre como Julio había elegido por compañera aquel ser fatuo -doña Amparo Campo- que se paseaba en bata roja por el piso. Regordeta, le parecía tener derecho, porque su marido era policía, a colgarse media docena de brazaletes y a embadurnarse la cara con harinas de primera calidad.

En cambio, doña Amparo Campo le tenía a él mucha simpatía. Le alababa el pelo negro y encrespado, el bigote que apuntaba, la voz varonil que se le iba definiendo. «Hay que ver lo bien que te sienta el traje azul marino ese que tienes.» Y siempre le advertía a Julio: «¿Ves? Deberías llevar brillantes los zapatos como Ignacio».

Ignacio no le hacía el menor caso. Cortaba sus peroratas y, volviéndose hacia Julio, le interrogaba de nuevo sobre algo que le interesase.

Las sesiones no se prolongaban nunca hasta más allá de medianoche. A las doce, Julio despedía al muchacho, el cual invariablemente se lanzaba escaleras abajo con la sensación de haber aprendido algo.

Muchas veces su excitación era tal que al llegar a su casa le resultaba imposible estudiar. Sentado en la cama, el libro de texto se le caía de las manos y se quedaba pensando en la teoría de la evasión o en la influencia de Norteamérica.

Por suerte, su padre estaba allí. Ignacio quería a su padre cada día más y se sentía incapaz de defraudarle. Además, sabía que en cualquier momento Matías llamaría a su puerta, entreabriéndola, y asomando en pijama y zapatillas, le diría: «Recuerdos a Newton». O: «Los ángulos de un triángulo…» ¿Cómo no tener la luz encendida hasta una hora avanzada de la noche?

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