José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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El pelado al rape le había dejado al descubierto una cabeza minúscula que, de serle permitido, a gusto hubiera cubierto con una boina, pues sentía frío. Para las faenas duras se ponía una bata amarilla que había encontrado en el almacén, y que por milagro llevaba siempre impecable, mientras los demás «fámulos» andaban siempre con manchas de cloro. Crecía mucho. Él no se daba cuenta, pero se estiraba. Por ello estaba delgado y sus ojos, heredados de Carmen Elgazu, le ocupaban la mitad de la cara, rodeados de un cutis muy fino. Ahora andaba de prisa, como dando grandes saltos. Varias de las monjas sentían adoración por él.

En Gerona sólo se enteraban del aspecto positivo de su vida en el Collell. Acaso Matías Alvear hubiera olido entre líneas que el trabajo no era tan escaso como se les dijera. Pero Carmen Elgazu asistía alborozada a aquel despliegue de entusiasmo. Mosén Alberto decía: «César llegará al altar».

Le emocionaban mucho las cartas de la familia, en las que casi siempre firmaban todos. Y le parecía hermoso que su madre rayara previamente a lápiz el pedazo de papel que le correspondía, así como que su letra se pareciera grandemente a la de la abuela. Se preguntaba si podía guardar las cartas. Todo el mundo le decía que podía hacerlo; pero él acababa por quemarlas y esparcir las cenizas al viento.

La marcha de César y la llegada del invierno habían alterado el ritmo de la casa. Le echaban mucho de menos. El chico era un gran elemento de serenidad. Las semanas en que Matías Alvear hacía turno de noche en Telégrafos, había cierto desconcierto en la familia, pues tenía que dormir durante el día. De todos modos, el hombre no faltaba nunca a la mesa, presidiéndola.

Por su parte, Ignacio había empezado a trabajar. Había empezado el primero de octubre, tal como estaba previsto.

El Banco Anís era lo que dijo Julio: poco espectacular, pero sólido.

Un oscuro vestíbulo para el público, frente a una hilera de ventanillas bajas. Al otro lado de las ventanillas, doce mesas de escritorio y doce sillones que crujían; ocupando estos sillones, doce «caracoles humanos».

Ignacio fue recibido con perfecta indiferencia, que le humilló. En realidad, pronto advirtió que le habían empleado en calidad de botones. El director le dio órdenes como si fuese una simple prolongación del botones anterior, que partió alegando que quería aprender un oficio. Los empleados le mandaban a buscar periódicos, sellos y bocadillos.

Cínicamente el cajero, ya entrado en años, demostró acogerle con franca simpatía. Por lo menos le llamó y de un tirón y sonriendo abrió ante sus ojos la gran caja de caudales. Ante aquellas montañas de billetes en cierto modo muertos, Ignacio experimentó vértigo y oscuras tentaciones cruzaron su mente.

Había un empleado que, por lo altísimo y tartamudo, sugería la idea de la Torre de Babel. Había otro tan bajito que nunca se sabía si estaba sentado o de pie. La mayoría llevaban gafas, tenían la tez amarillenta y sumaban a velocidades increíbles. Continuamente se metían clips en la boca. Cambiaban muy a menudo de plumilla y también muy a menudo se levantaban para estirarse o ir al lavabo. Cuando el director se encerraba en su despacho, inmediatamente iniciaban una gran conversación en voz alta. Los temas preferidos parecían ser las nuevas bases de trabajo que estaba redactando el Sindicato -U.G.T.- y el gol que Alcántara metió en Burdeos.

El encargado de los cupones parecía el más rico de la comunidad. Parecía incluso más rico que el cajero. Con sus tijeras en la mano hacía pequeños montoncitos de cupones trimestrales, que luego ataba con una gomilla y que contemplaba con una seguridad de rentista que anonadaba. Parecía decir: «Éstos son mis poderes».

El encargado de la correspondencia trabajaba aparte, en un cuarto-miniatura. Eran él, su lámpara y su máquina de escribir. A Ignacio le mandaron allá a pegar sellos y sobres, siguiendo un sistema en cadena muy ingenioso.

Todos estos empleados sentían por el director una viva repugnancia. No sólo porque representaba al Amo, sino porque, al parecer, adulaba a los clientes, mientras que con los inferiores era un déspota. El encargado de los cupones había advertido que la pipa que le pendía siempre de los labios humeaba en presencia de los empleados en tanto que se le apagaba automáticamente en cuanto se enfrentaba con un cuentacorrentista.

El subdirector era muy católico, muy sensato y muy calvo.

Ignacio hizo cuanto pudo para ganarse las simpatías de aquella sociedad, pero fue inútil Se le imputaba un grave cargo: tener aire de señorito de Madrid. «¿Cómo cambiar mi aire? -pensaba Ignacio-. Imposible: el aire es uno mismo.»

Por añadidura, salía del Seminario. Era una rata de sacristía, un beato. Un día le preguntaron si era virgen: él contestó que sí. Su virginidad corrió de escritorio en escritorio. Todos los sillones crujieron, excepto el del subdirector. El encargado de la correspondencia, muerto de risa, pulsó sin darse cuenta el botón de las mayúsculas.

Él se indignó, y sin pensarlo mucho lanzó un discurso que le salió magistral, diciéndoles que era la primera vez que veía a unos seres humanos reírse de un hombre que lucha y vence. El argumento rebotó en la risa de los empleados; sin embargo, el de los cupones confesó que la postura de Ignacio tenía cierta dignidad.

Ignacio se dio cuenta en seguida de que era muy inexperto. Aquella gente proyectaba sobre muchas cosas un foco de luz muy violenta, que sacaba a flote su ángulo ridículo. En sus diálogos usaban mucho la frase: «¿Os acordáis de…?» Evidentemente, eran personas mayores que él, que tenían un pasado.

Los más parecían ateos. Hablaban de Dios con ironía de caracol resentido. Empleaban los más extraños argumentos: «¡Que venga y compruebe estas sumas con los ojos vendados!», decía uno cuando las cuentas no le salían. «¡Que convierta este tintero en un jamón!», provocaba el empleado bajito, que siempre tenía hambre.

El más consciente de los ateos tal vez fuera el de la correspondencia. Se llamaba Vila, aunque todo el mundo le llamaba por su nombre y apellido, Cosme Vila, no se sabía por qué. Era un hombre de unos treinta y cinco años, cuya cabeza, a la luz de la lámpara de mesa, cobraba un volumen extraordinario. Siempre miraba las paredes del Banco como si todo aquello fuera provisional para él. Cada frase suya tenía tres o cuatro sentidos. Con frecuencia se inhibía por completo de las preocupaciones de los demás y se ponía a leer folletos, que escondía bajo la máquina de escribir.

Hablando de religión, era de una dureza inconcebible, que a Ignacio le sentó mal desde el primer momento.

– A ver, a ver, cuéntame cosas del Seminario. ¿Qué os decían, por ejemplo, de la Virgen? Ya os dirían que tuvo varios hijos, ¿no?

Ignacio en varias ocasiones, le suplicó que le dejara tranquilo. Por último, al ver que el empleado insistía metiéndose incluso en detalles íntimos de su conciencia, le dijo:

– ¿Verdad que yo no te pregunto si crees en el diablo o no? Como vuelvas a molestarme en mis cosas te partiré la máquina de escribir en la cabeza.

Éste era el doble juego del muchacho. Su brusca entrada en el mundo de los seres libres le había producido tal conmoción, que se abrían brechas a su felicidad. La sensibilidad le jugaba malas pasadas. De ahí que mientras en el Banco se dedicaba a defender con valentía y aun fanatismo sus convicciones, precisamente a causa de la hostilidad que encontraba, en su casa procedía a la inversa, sin darse a sí mismo explicación aceptable. En su casa no quería confesar que su contacto con aquella gente constituía de momento una especie de fracaso. Por el contrario quería dar a entender que estaba aprendiendo muchas cosas. Y cuando su madre le advertía que a todo cuanto oyera opusiera su fe, él contestaba que sí, que desde luego, pero que ahora veía claro que muchas cosas en el Seminario se las habían explicado de una manera somera, elemental.

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