José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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– Blanca doble.

– ¡Paso!

Un camarero se acercó a la mesa:

– ¿No podrían ustedes hablar en catalán?

Matías se quedó perplejo. Aquel asunto se estaba convirtiendo en un verdadero problema, que a él y a muchos como él les impedía saborear a gusto las órdenes draconianas. Con la proclamación de la República catalana los ánimos se habían exaltado hasta tal punto que ser manchego, andaluz o castellano iba suponiendo en Gerona, incluso para jugar al dominó en el Neutral, un auténtico problema.

El hombre no comprendía aquella situación. Le parecía grotesco que la gente se arrodillara al oír tocar la Santa Espina. ¡Y lo más grave era que su propia mujer acababa de recibir de Bilbao una boina de tamaño cinco veces superior al diámetro de su cráneo! ¡Ella, que nunca había leído el periódico, ahora esperaba los del Norte con impaciencia y nunca llegaba al final de la página sin soltar un «¡ene!» , que le ponía a uno carne de gallina!

Y el problema no era sólo catalán y vasco. Navarra elaboraba también su estatuto. Galicia seguía el ejemplo, Aragón, Valencia, Extremadura, Baleares y Canarias. ¡Incluso Cádiz se disponía a pedir estatus de ciudad libre!

– Dentro de un mes -dijo Matías-, un telegrama dirigido desde el centro de Madrid a la Moncloa o Chamberí pagará tarifa del «Extranjero».

Toda la peña se echó a reír. Julio García, el policía, también madrileño, se pasó la boquilla de un extremo a otro de los labios. El empleado de Hacienda, don Agustín Santillana, se quitó las gafas, las limpió y volvió a ponérselas. El tercer jugador era un desconocido, que hablaba con acento aragonés.

Julio García era amigo de la infancia de Matías Alvear, aunque un poco más joven. Era hombre con cara de pequeño crimen pasional, pero que con aquel gesto de la boquilla inspiraba súbitamente cierto respeto. Moreno, frente ligeramente abombada, daba la impresión de tener gran confianza en sí mismo. Había entrado en la policía al regresar del servicio militar y se decía que en la Dirección General de Seguridad había obtenido éxitos espectaculares. Habitualmente hablaba en tono un tanto irónico, y, en ocasiones, de repente se callaba, evidentemente dispuesto a no añadir una palabra más.

Carmen Elgazu le tenía por hipócrita, pero Matías se ponía siempre de su parte, alegando que la vida a veces obliga a defenderse.

A César nunca le hizo el menor caso; en cambio demostraba un gran interés por Ignacio. Se alegró enormemente de que el muchacho dejara la carrera sacerdotal. Julio había recibido una educación religiosa parecida a la de Matías Alvear, con la diferencia de que se casó con una mujer muy distinta de Carmen Elgazu. Vivían en un piso espléndido, cerca de la Plaza del Ayuntamiento. Don Agustín Santillana no comprendía cómo podía sostener aquel tren y Carmen Elgazu veía en ello algo misterioso; Matías estaba convencido de que Julio había heredado algún dinero, y que no tener hijos permite muchas cosas.

Lo cierto era que el policía resolvía siempre las situaciones con sutil precisión psicológica. El problema de la hostilidad catalana no le afectaba, por madrileño que fuera. Su actitud había sido radical: dárselas de más catalanista que los propios catalanes. En la Rambla bailaba sardanas hasta quedar exhausto y pronunciaba el nombre de Maciá en tono de visible emoción.

Fue con Julio García con quien consultó Matías Alvear el último problema que quedaba pendiente: el porvenir de Ignacio.

– Hay dos cosas -dijo Matías-. El muchacho quiere estudiar una carrera; por lo tanto, tiene que empezar el Bachillerato. Ahora bien -añadió-, yo necesito que trabaje. Hay que buscarle un empleo y que estudie en una academia nocturna.

Julio contestó:

– Casi toda la gente que ha llegado a ser algo lo ha hecho así.

Matías continuó:

– Yo conozco aquí poca gente. Tendrás que echarme una mano. Me refiero a lo del empleo.

Julio se ladeó el sombrero y se echó para atrás en la silla.

– Nada fácil.

– ¿Por qué?

– Nada fácil no siendo catalán.

Matías replicó:

– Ignacio lo habla perfectamente.

Julio dijo:

– Lo habla, pero no perfectamente. Y, además, no lo escribe.

Matías hizo un signo meditativo con la cabeza.

– ¿Por lo tanto…?

– Por lo tanto… no habrá otro remedio que emplearle en un Banco.

Matías le tendió el librillo de papel de fumar.

– ¿Te parece… que hay probabilidad?

– Lo intentaré.

Un Banco. Un Banco no estaba mal. Matías entendía que era un centro de experiencia.

– Tiene un inconveniente -explicó Julio-. Se cobra poco. Sobre todo, al empezar. Pero… ya sabes que se cobra poco en todas partes.

Matías respondió:

– La cuestión es que nos ayude en algo.

Permanecieron un rato callados, fumando.

– Y… ¿por qué crees que hay una probabilidad?

– Pues… porque conozco a varios directores.

Julio añadió:

– Especialmente uno, el del Banco Arús.

– ¿Banco Arús, Banco Arús…?

– Sí. Esa Banca de la calle Ciudadanos. Poco espectacular…pero sólida.

Matías asintió con la cabeza.

– Bien, bien. Lo dejo en tus manos.

Luego el policía le preguntó por el bachillerato.

– ¿No crees que los cuatro cursos del Seminario podrían valerle?

Matías contestó:

– Pues claro. Mosén Alberto ha ido al Instituto. Le examinarán el día quince, de tres cursos a la vez.

Julio preguntó:

– ¿Quién es mosén Alberto?

– El conservador del Museo. Del Museo Diocesano, se entiende. Un cura importante.

Julio sonrió.

La entrevista había sido positiva. Matías sólo tenía una duda: no sabía cómo sería acogido en casa lo del Banco. Carmen Elgazu más bien había pensado en un empleo particular, en el despacho de un notario, de un corredor de fincas…

Tuvo suerte. La noticia fue bien recibida. Su mujer exclamó: «¡Un Banco! Buena cosa. Segura, por lo menos». Luego añadió, sonriendo, y recordando varias quiebras célebres en Bilbao: «Si los directores no son unos granujas, naturalmente». Por su parte, Pilar palmoteo. «¡Ole, ole, un Banco!» Le pareció que Ignacio iba a ser rico, que pronto iban a ser ricos todos.

Matías decía:

– No os hagáis ilusiones. Julio ha dicho que lo intentará.

Ignacio lo daba por hecho, y también se alegraba de ello. Lo daba por hecho porque tenía en Julio tanta confianza como Carmen Elgazu en mosén Alberto; y se alegraba porque… podría ayudar a sus padres. ¡Pues no era poco regresar a fin de mes con un sobre y decir: «Tomad. Ésto lo gané yo»! O simplemente: «Tomad». Por lo menos podría pagarse los estudios, los libros y la academia nocturna. Por lo demás, un Banco le parecía una especie de laboratorio secreto de la Economía, donde se provocaba por medios científicos la felicidad o la bancarrota de muchas familias.

La confianza que Ignacio le tenía a Julio provenía de un hecho simple: del respeto que le inspiraba la profesión de policía. Suponía que los policías con sus ficheros y olfato debían de estar enterados de terribles secretos individuales; para no hablar de los misterios de la ciudad y aun de la nación. Estaba seguro de que el director del Banco Arús no podría negarle nada a Julio, so pena de verse apabullado por un sinnúmero de acusaciones oficiales, que le llevarían a la cárcel.

Por otra parte, Julio, personalmente, le causaba enorme impresión. Ignacio correspondía al afecto que el policía le profesaba. Especialmente desde que colgó los hábitos charlaba mucho con él, cuando Julio subía al piso a hacerles una visita y le decía a Carmen Elgazu: «Doña Carmen, ¿un cafetito de aquellos que usted sabe…?» Incluso un par de veces fue el chico a casa de Julio invitado, a oír discos y a ver la biblioteca. Julio le ofreció, recorriendo los lomos como si fueran las teclas de un piano: «Lo que te interese de aquí, ya lo sabes».

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