José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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El cementerio, que había descubierto Ignacio a los pies de Montilivi, en un recodo de la carretera que venía de la costa, ocupaba la vertiente sur de la montaña de las Pedreras, prolongación de la de Montjuich. A César le gustaba porque en aquella montaña estaban las canteras de piedra con la que se habían construido la Catedral, los puentes y todos los monumentos de la población, así como las tumbas y los panteones del cementerio.

Lo cierto es que César entraba en el recinto de los muertos pisando levemente. Su padre hubiera errado creyéndole morboso; era la suya una actitud familiar hacia la muerte; simplemente se sentía rodeado de hermanos. Contemplaba las cruces del suelo sin que le parecieran puñales. De las fotografías de los nichos le impresionaban especialmente los hombres que aparecían con uniforme de la guerra de África, y un niño que había en un rincón con marinera blanca, sosteniendo un pato de celuloide. César iba allá para rezar, y así lo hacía. Al entrar, el cementerio parecía enorme. Visto desde las Pedreras era un rectángulo diminuto, que daba ideas de la raquitiquez de los esqueletos por más que intenten agruparse.

Aquél era el problema. Matías Alvear juzgaba que Ignacio picaba más alto; a su entender, César se entretenía en minucias. Carmen Elgazu lo veía de otro modo: «Déjale, déjale, él obedece a mosén Alberto y bien está que lo haga».

Un detalle había que resolver: lo del Seminario. Cuando Ignacio comprendió que la intención de sus padres era llevar a César a la Sagrada Familia, ocupando su puesto, reaccionó en forma que los dejó perplejos a todos.

– ¿César allí? Se moriría.

Carmen Elgazu le interrogó con abrumadora severidad. Entonces Ignacio, que siempre les había ocultado lo que ocurría en el interior del edificio, les explicó. Habló del régimen alimenticio, de la humedad, del frío. «Yo he aprendido a declinar tiritando.»

– ¿Tan mal estabas?

– La verdad… César no lo soportaría.

Matías se mordió los labios. Algo había barruntado la primera vez que visitó a Ignacio. Ahora comprendía que éste tenía razón. César no era fuerte. Nada concreto, pero no era fuerte. Varias veces le habían sorprendido apoyándose con la mano en la pared. El médico les había dicho: «Sobre todo, cuidado con la humedad». Por eso en el piso le habían destinado la habitación que daba a la Rambla, no la que daba al río.

César había escuchado a Ignacio estupefacto. «¡Hambre, frío!» ¿Era posible sentir hambre y frío en el Seminario?

Carmen Elgazu dijo:

– Todo esto es una locura. Hay que consultar con mosén Alberto Mosén Alberto, por una vez, dio la razón a Ignacio.

– Sí, la Sagrada Familia es algo duro.

Carmen Elgazu exclamó:

– ¿Qué hacer, pues?

Mosén Alberto reflexionó un instante.

– Podría ir al Collell.

¡El Collell! Ignacio puso una objeción.

– En el Collell hay que pagar.

Mosén Alberto dijo:

– Sí, pero está entre montañas, se puede decir que son los Pirineos.

Matías dijo que pagar una pensión crecida le era imposible. Ignacio añadió:

– ¡Pues no es poco! Es un internado de ricos. Casi todos estudian comercio.

Mosén Alberto le dejó hablar. Luego intervino:

– Si he hablado de Collell, por algo será -dijo-. El Collell es un internado de ricos, de acuerdo. Pero… hay quince plazas gratis destinadas a seminaristas. Claro, que los seminaristas son los que se encargan de los trabajos cotidianos: de barrer, cortar el pan, hacer las camas, etcétera…

Matías Alvear cortó:

– Para hablar en plata, los criados.

Mosén Alberto levantó los hombros.

– ¡Bueno! Es un poco teórico. Yo no los iba a engañar. El trabajo es escaso -hay muchas monjas- y están bien tratados. Los profesores son muy competentes; nutrición, la que quieran. ¡Y el aire! En fin, les aconsejo que vayan a ver.

A Carmen Elgazu la palabra criado la había levantado en vilo. Pero tenía confianza ciega en mosén Alberto.

– Matías, no perdemos nada. Vamos a ver.

El viaje de Matías, Carmen Elgazu y César a Nuestra Señora del Collell fue un acontecimiento. Tomaron el autobús de línea, destartalado. La comarca era espléndida y pronto todo aquello adquirió un tono de inefable intimidad. A cada curva de la carretera esperaban mujeres con cestos, un hombre con el correo, o simplemente la novia de un soldado con un paquete.

El conductor frenaba el carromato, se apeaba y no sólo los atendía a todos, sino que se sentaba un rato en la cuneta a platicar con uno y otro, liando un cigarrillo.

Matías, que se había tomado todo el día de vacaciones, no tenía prisa. Por ello gozaba de lo lindo, especialmente al oír en el techo del vehículo el bailoteo de los que se habían instalado arriba y que armaban un jaleo de mil demonios. Cualquier incidente bastaba para que todos los viajeros estallaran en una risotada. Un neumático que hubiera reventado, y la gente habría alcanzado el límite de la felicidad. A Matías todo aquello le recordó ciertos aspectos del espíritu madrileño.

En Bañolas hubo trasbordo. Otro autobús, éste de color azul. A la salida del pueblo apareció el lago, de indescriptible serenidad matinal. A César se le antojaba que entraban en un paraíso.

Luego empezaba la cuesta. El paisaje iba adquiriendo gravedad, entre colinas de un verde profundo y bosquecillos de salvaje aspecto. El Collell surgió inesperadamente, sobre un promontorio, con esa fuerza telúrica de los monasterios erigidos lejos de la civilización.

El Colegio estaba casi deshabitado; el curso tardaría todavía tres semanas en empezar. Todo les gustó. La naturaleza circundante, la dignidad del edificio, la campechanía del Director, el aspecto diligente de las monjas de la enfermería. El trato quedó cerrado, y fueron advertidos de que a los seminaristas allí se los llamaba «fámulos».

César hubiera querido quedarse. Le encantó su celda, en el último piso, con un reclinatorio que parecía hecho a su medida. El Director pareció acogerle con simpatía. Le dio un golpecito en la espalda y dijo:

– Aquí no es como en la Sagrada Familia, muchacho. ¿Ves allá abajo? -señaló un terreno llano, a unos quinientos metros-. Ahora construiremos otra pista de tenis.

Regresaron a Gerona, contentos. Sobre todo, César y Carmen Elgazu. Ésta, mecida por el traqueteo del autobús, por un momento imaginó a su hijo con sotana y una raqueta en la mano, luego rechazó el pensamiento por frívolo y se entretuvo recordando lo amable que había estado el Director con ellos. También pensaba: «A lo mejor Ignacio perdió la vocación por éso, porque no se nos ocurrió traerlo aquí».

Sólo una sombra se cernía sobre los resultados del viaje. Matías no quería hablar de ello con su mujer, porque veía que ésta no mencionaba nunca el tema: el Gobierno de la República había anunciado una serie de proyectos que implicaban el laicismo en la enseñanza, la secularización de los cementerios y la separación de la Iglesia y el Estado. Azaña había dicho: «España ha dejado de ser católica». Matías se preciaba de conocer a sus compatriotas y suponía que el porvenir de los seminaristas, aunque los llamaran «fámulos», no se presentaba demasiado brillante.

Los gobernantes de la República parecían decididos a complicarle la vida a César, pero a mejorarla, en cambio, a millones de españoles.

Por de pronto, orden draconiana para el cultivo de tierras improductivas: ello proporcionaría trabajo a setenta mil obreros en paro, especialmente en Andalucía. Luego reglamentación del Trabajo, que buena falta hacía. Seguro de vejez, reducción del cuadro de oficiales del ejército, que descendería de veinticinco mil a nueve mil, y la creación de siete mil escuelas en el territorio nacional.

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