José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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En realidad, la jornada empezaba para él muy temprano: diana a las cinco y media, capilla a las seis. Desayuno y ayudar a misa hasta las nueve, mientras otros despachaban el comedor y encendían las estufas. A las nueve, primer piso. Cuarenta celdas a su cargo. Cuarenta camas que hacer, cuarenta veces la escoba. Y puesto que los estudiantes durante la noche quedaban incomunicados sin poder siquiera ir a los waters , César a la mañana siguiente tenía que llevar consigo, además de la escoba, un cubo de asa muy alta. Cubo que a lo largo del pasillo iba pesando cada vez más.
Lo cierto es que César llegó a conocer las cuarenta celdas mucho mejor que la suya propia. Y a través de ellas, a los cuarenta internos. Cada una llevaba un sello personal, sin razón aparente, pues estaba prohibido pegar nada en las paredes. Especialmente las camas revelaban mil tendencias. De algunos internos se hubiera dicho que no la rozaban; de otros que se peleaban con ella. Muchos vaciaban con cómica exactitud su silueta en el centro del colchón, a un lado, en diagonal. Uno muy joven, pelirrojo, retorcía siempre la almohada como un pingajo. Había noches extrañas, en que los sueños dejaban por doquier humanos documentos.
A las once, clase hasta mediodía. A las doce, almuerzo; a las doce y media, lectura en el gran comedor. Le habían elegido… porque su voz era dulce. Después de comer le situaban ante una enorme cuchilla con la que debía cortar doscientas cuarenta raciones de pan -merienda y cena-. Luego, clase, luego ayudar a las monjas, luego ponerse a las órdenes del director, o barrer la capilla, o reparar fusibles. Y así hasta las nueve de la noche.
Uno de los catedráticos dijo de César que era un pájaro; si la metáfora fue angélica, acertó; si se refería a facilidad para volar… Porque lo cierto era que a César le costaba horrores seguir aquel ritmo, a causa del corazón. Debía de tener un corazón muy grande, pues con frecuencia lo sentía latir aterradoramente.
Pero el chico estaba contento. No consideraba que servir fuera ninguna humillación. Llevaba consigo una estampa de San Francisco de Asís, que le proporcionaba gran consuelo, excepto cuando le obligaban a matar ratas. En estas ocasiones sufría horrores. Sus compañeros campesinos mostraban estar en su elemento, y las perseguían por entre las cajas y montones de leña pegándoles punterazos triunfales. César las buscaba y las evitaba a un tiempo, y no concebía que sus alpargatas se tiñeran de sangre. Los campesinos conocían su flaqueza, y le situaban cubriendo la puerta del almacén, y ellos desde el otro lado lanzaban contra él verdaderos ejércitos de animales despavoridos; entonces César mataba, por obediencia.
De San Francisco de Asís, inconscientemente, imitaba muchas cosas, pero sobre todo la cortesía. Era cortés con todo el mundo, empezando por los objetos. Ni que decir tiene que lo era especialmente con el latín. El latín, idioma de los papas. Estuvo mucho tiempo creyendo que Jesucristo hablaba en latín, y por ello daba a las declinaciones un sentido de acercamiento a la divinidad.
A veces se asustaba. Le parecía ser muy poca cosa y que nunca llegaría a un buen sacerdote. Tenía una idea muy vaga de lo que, desde el punto de vista humano, ser sacerdote pudiera significar. En realidad, no pensaba sino en que podría levantar la Sagrada Forma y perdonar muchos pecados. Perdonarlos y convertir. Su idea fija era convertir a mucha gente, empezando por su primo José, el de Madrid, y su tío Santiago.
Un hecho le estaba resultando incomprensible: que Ignacio, teniendo todo aquello a su alcance, hubiese preferido dejarse crecer el pelo y trabajar en un Banco. Banco significaba dinero y él no entendía qué cosas podían comprarse. Y se azoraba lo indecible cuando de tarde en tarde subían camiones con víveres, y oía a los chóferes hablar de que pronto se iba a utilizar aquel Colegio para la formación de una nueva generación de maestros.
César rezaba mucho, sobre todo muchas jaculatorias. No sabía por qué, pero se acordaba especialmente de su hermana Pilar. Había algo en Pilar que le daba miedo. Sobre todo desde un día en que la halló en el balcón riéndose como una boba porque abajo, en la acera, tres chiquillos habían encendido un pitillo con derecho a dos chupadas por barba.
Otra cosa le azoraba: quitar el polvo de las imágenes de la capilla. El problema era insoluble. Comprendía que la cabeza de San José merecía estar limpia y que dejar crecer telarañas entre las siete espadas de la Dolorosa era sacrílego; pero, por otra parte, no hallaba el medio a propósito para impedirlo. Sus compañeros utilizaban simplemente el plumero; a él le parecía un instrumento demasiado frívolo. Tampoco un trapo le satisfacía, pues a fuerza de frotar saltaba la purpurina, especialmente la de las coronas y túnicas. Pasó muchas semanas intranquilo, y generalmente se decidía por soplar. Prefería soplar, con cuidado, aun a riesgo de que el polvo regresara como un alud a sus ojos.
Con el esqueleto de la clase de Historia Natural le sucedió algo extraño. Fiel a su propósito de contrariar continuamente sus pequeños impulsos y deseos, había resistido siempre a la tentación de tirar del cordel que salía, por un agujero redondo, de la vitrina. Una mañana tuvo un momento de flaqueza y tiró de él: y entonces el esqueleto se puso a bailar. Su impresión fue tan grande que retrocedió. Porque aquello modificaba por completo su concepción de la muerte, asimilada en el cementerio, que se basaba en la inmovilidad, y aun la del cielo, que se basaba en la contemplación extática. Cuando se confesó de su falta al profesor de latín, éste le preguntó:
– ¿Te asustaste mucho?
– Sí, padre.
– Pues en penitencia tirarás del cordel una vez por día, durante una semana.
César obedeció. César obedecía siempre, con lo cual su paisaje interior se iba enriqueciendo. Hablaba poco, pero de repente, como les ocurría a los hombres de la calle de la Barca, acertaba con imágenes extrañamente poéticas, que nadie recogía. Hacía pequeños sacrificios, como dar el mejor pan al interno que le tratara peor. Algunos de estos internos le tomaban por loco y le jugaban bromas pesadas. Siempre salía quien le defendía, y varios habían intentado ofrecerle un par de pesetas de propina, que él había rechazado con gesto entre enérgico y asombrado.
Un día rogó a sus superiores que los domingos por la tarde le permitieran recorrer, solo, durante un par de horas, los alrededores del Collell. Nadie halló inconveniente en satisfacer su deseo; César, entonces, en estas excursiones, alcanzó una compenetración muy directa con la naturaleza.
Porque el mundo en los alrededores del Collell era impresionante. Mucha tierra y muchos árboles y muchos pequeños abismos. Árboles duros, de figura gigantesca, presididos por robles y alcornoques. César palpaba los troncos y, al sentirse totalmente incapaz de trepar por ellos, se reía. Con los pies ponía buen cuidado en no hacer crujir con excesivo dolor la hojarasca. La hojarasca era un gran elemento otoñal y día por día iba tomando el color rojizo y arrugado de la tierra. Tierra apretada, residente allí desde miles de años. De trecho en trecho, un barranco, corte hecho por alguna cuchilla mucho mayor que la que él utilizaba para las raciones de pan. Arroyos venidos de Dios sabe dónde se compadecían de vez en cuando de los barrancos, y bajaban dulces o tumultuosos a arrancar de ellos profundas sonoridades; César se sentaba y oía, y algunas veces se quedaba dormido.
En el fondo, todo aquello era una revelación. El saber que era seminarista había revelado en él mil disposiciones latentes, igual que le ocurrió a Ignacio al saber que no lo era. Desde el punto de vista de cualquier estudiante comodón y bromista procedente de Barcelona, el chico cometía muchas excentricidades; pero este punto de vista era discutido por el profesor de latín, quien decía que ponerse cabeza abajo para ver el cielo puede ser un acto muy meritorio.
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