José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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Esta necesidad que a veces sentían de justificarse ante él indicaba otra cosa: que no tomaban al muchacho del todo en broma. Algunos de los empleados no admitían esta situación y, con más amor propio que expresa voluntad de escándalo, parecían decididos a humillarle y, sobre todo, a resquebrajar las defensas de su espíritu. La experiencia les aconsejó atacar por un flanco inesperado: el chiste subido. Iniciaron conversaciones escalofriantes sobre mujeres, en tono francamente escandaloso. El oído de Ignacio, al principio, las rechazó; pero, sin darse cuenta, el tono le fue penetrando, hasta el punto que muchas imágenes que a su entrada en el Banco hubiera repelido de su mente con decisión, pronto las admitió como si fueran habituales, sin contar con los detalles de tipo técnico que brincaban alegremente por los escritorios. Esto constituía un evidente peligro, del que su madre se dio cuenta en seguida, pues algunos de aquellos chistes de repente brotaron en la mesa del comedor, ante la sonrisa de Matías Alvear, quien pensó para sus adentros: «Tienen hule esas historietas. En Telégrafos caerán bien».
Mosén Alberto estaba alarmado con Ignacio. Esperaba que el día menos pensado se levantaría de la mesa, tenedor en alto, afirmando que Dios no existe. Por otra parte, el sacerdote conocía al personal del Banco, pues en tiempos tuvo en él una pequeña cuenta corriente, y los consideraba nefastos, especialmente al Director.
A veces Ignacio se cansaba de aquellos escarceos psicológicos, en el centro de los cuales el recuerdo de César actuaba siempre de censor. Y entonces le entraba de nuevo aquella especie de alegría luminosa que se contagiaba. En el Banco había conseguido arrancar grandes carcajadas, carcajadas nuevas de aquella comunidad, contándoles anécdotas del Seminario, de la academia nocturna y detalles soberbios de la juventud de su padre. Estas estaciones de alegría y su intensidad de vida y trabajo le impulsaron a buscarse también un saber extra, que resultó ser el billar. De pronto se aficionó al billar de una manera loca. Comía de prisa para poder estar en el café Cataluña, donde había dos tapetes viejos, antes de que otros le tomaran la delantera, y los domingos por la mañana los pasaba prácticamente con un taco en la mano. Encontró un compañero ideal para el juego, un muchacho de su edad, que no podía ni estudiar ni trabajar porque estaba enfermo, Oriol de apellido.
Por otra parte, el juego era muy adecuado para aquellos meses de invierno, que invitaban a permanecer en locales cerrados. Era un invierno crudo, sobre todo enero y febrero. Un invierno que tenía dos maneras precisas de manifestarse: la lluvia, monótona, que transformaba a Gerona en pantano de humedad, con los muros y la bóveda de todas las arcadas chorreando y el río de color rojizo a causa de la arena que arrastraba, y luego de repente la tramontana, viento glacial que, viniendo de Francia, cruzaba los Pirineos y la llanura del Ampurdán como un caballo desbocado, inclinando pajares, postes y árboles, y entraba en Gerona levantando en vilo la ciudad. Cuando la tramontana llegaba, ocurrían extraños sucesos: la gente se disponía a doblar una esquina y no podía, o se encontraba con que una persiana le caía en la cabeza. Las barracas en el mercado se desplazaban solas con sorprendente facilidad. Flamantes sombreros, rozando las barandillas de los puentes, se caían al río, y a veces eran pescados entre gran jolgorio por algún atento Matías Alvear; pero, sobre todo, el cielo alcanzaba su apoteosis de azul. La tramontana era un viento seco, limpio, que se llevaba las nubes por el horizonte. El cielo aparecía claro, sereno, lejanísimo y contra él se recortaban las murallas de la ciudad, las Pedreras y Montjuich y, más cerca, los altos campanarios de la Catedral y San Félix. Todo ello desembocaba en una nitidez nocturna difícil de imaginar. En las noches de tramontana aparecían millones de estrellas rodeando una luna grande, tan hermosa que asustaba. Estrellas como los reflejos que surgían de los tejados. Gerona se convertía en una ciudad sonámbula, comprendiéndose que los antepasados eligieran la piedra sólida. Eran noches frías en que Pilar se ocultaba bajo las mantas, porque le parecía que de un momento a otro se iba a encontrar en medio del río.
CAPÍTULO IV
Entretanto, Pilar iba creciendo. Trece años. Todavía llevaba trenzas, que encuadraban con mucha gracia sus pómulos alegres y sonrosados. De la familia era la que mejor hablaba catalán. Matías, a quien en Telégrafos habían obligado a estudiar la gramática de aquel idioma nuevo para él, decía siempre: «La pequeña es la que me toma la lección. Y más de una vez me saca de apuros».
Pilar contaba de las monjas del Corazón de María cosas que a Cosme Vila le hubieran puesto la carne de gallina. A las alumnas internas les prohibían totalmente pintarse los labios y depilarse las cejas. «Hay que respetar lo que Dios ha hecho.» Les censuraban la correspondencia y si una de ellas pasaba ocho días seguidos sin comulgar, la Superiora la llamaba y con discreción le preguntaba «si había incurrido en falta grave».
Sin embargo, el clima era más que alegre, pues algunas de las monjas eran, de corazón, unas chiquillas. Pilar quería especialmente, entre las amigas, a Nuri, María y Asunción, que vivían también en la Rambla y que la llamaban todos los días a la misma hora pegando un aldabonazo escalofriante en la puerta de abajo; entre las monjas prefería a la Madre Caridad. Esta monja era sorda y se paseaba por el convento con una trompetilla en la oreja. Por la trompetilla y porque tocaba el armonio, una de las internas empezó a llamarla Sor Beethoven. Este apode tuvo poco éxito entre las pequeñas. Pero, a medida que crecían comprendían el significado y entonces la llamaban también Sor Beethoven. Dejar de llamarle Madre Caridad a la monja sorda era un poco el diploma de mayoría de edad.
En cuanto Matías Alvear se enteró de que su hija había conseguido este diploma, advirtió a Carmen Elgazu: «Prepara a la chica, que de un momento a otro va a ser mujer y no quiero que se lleve un susto». Carmen Elgazu le contestó: «Tú no te metas en cosas de mujeres. Tiene mejor vista que tú».
Matías era un hombre liberal, equilibrado, que huía de los fanáticos en la medida de lo posible. Por ello, antes de elegir el café al que iría todos los días, tarde y noche, y la barbería en la que haría tertulia tres veces a la semana, lo pensó mucho. No era cosa de pasarse media vida rodeado de cerebros unilaterales, cuya fuerza motriz fuera el odio al adversario.
Por eso, en cuanto al café, eligió, después de múltiples tanteos, el Neutral. Porque, salvo excepciones, los habituales del establecimiento hacían honor a su nombre. Pesaban el pro y el contra, y cuando alguien se encabritaba le rociaban con humor de buena ley. Los grandes espejos del Neutral multiplicaban a diario corros sonrientes, puros enormes y palmadas en la espalda. La atmósfera era de benignidad y al poner a secar el alma del prójimo contaba lo humano de las gentes, no su filiación.
Por idénticas razones eligió Matías la barbería «Raimundo», porque Raimundo el barbero sentenciaba siempre: «Aquí lo mismo afeitamos a Alfonso XIII que a Largo Caballero». Era una barbería en que sólo era mal visto quien hablara en contra de los toros. Las paredes estaban empapeladas con carteles de toros, cuyos cuernos apuntaban al techo o a los ojos de los clientes. Raimundo, el patrono, dirigía, navaja en ristre, las conversaciones. Su bigote se le sostenía increíblemente horizontal, y aquella línea era el símbolo del sosiego que reinaba en el establecimiento.
Matías se sentía bien allí, hojeando revistas y escuchando, o metiendo baza si se terciaba, si se le pedían, por ejemplo, datos de Madrid. Raimundo no dejaba nunca de advertirle si veía pasar por la calle a Pilar, cuando salía de las monjas, o a Ignacio. El barbero captaba sin olvido todo el rumor del barrio. Los clientes tenían la seguridad de que serían avisados si algo ocurría que les afectara de algún modo.
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