José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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Allí le llevaba su corazón, hacia la calle de la Barca, Pedret. Aquella aglomeración de edificios húmedos, de balcones con ropa blanca y negra puesta a secar, con gitanos, seres amontonados, mujeres de mala nota.
Empezó por el barrio moderno. No le satisfizo en absoluto. Le decía a su padre: «Pero esto ¿qué es?» Matías le contestaba: «Cubista. ¿Te parece poco?» A Ignacio se le antojaba que la alegría era allí artificial, aunque las tiendas estaban llenas de cosas dignas de ser compradas, no se podía negar.
Luego remontó el río y llegó hasta un pequeño montículo que llamaban Montilivi -monte del Olivo-. Desde la cima descubrió un panorama menos grandioso que el que se divisaba desde Montjuich o el Calvario, pero entrañable. Un pequeño valle, la Crehueta, verde, cuadriculado, por cuyo centro pasaba el tren chillando y despertando la vida. Luego empezaba el bosque, los árboles trepando hasta la ermita de los Ángeles, lugar de peregrinación.
¡Cuántas cosas se veían, cuántos árboles, trenes, personas! ¡Qué dilatado horizonte! Siguiendo la carretera, llegaría al mar. Todo era un poco suyo. Grabó su nombre en una piedra.
Se tendía boca arriba para mirar. Pero luego volvía a mirar el valle porque le parecía más a su medida. «¿Por qué la gente de Gerona no subía a Montilivi a respirar?»
Sin darse cuenta retardaba el momento de irse al barrio pobre. Le atraía, pero le inspiraba temor. Le parecía que descubriría allí algo importantísimo, que tal vez fuera definitivo para él. Cuando su padre decía: «Chico, no sé cómo vamos a hacer para llegar a fin de mes», su expresión era sombría, y, sin embargo, en su casa había un mínimo asegurado; en cambio, bajo el puente del ferrocarril…
Un día tomó la decisión. Y entró en la calle de la Barca. Y la impresión que recibió fue profunda. No le impresionaron ni la basura ni el color de las fachadas ni los perros famélicos: le impresionaron los ojos. Éste fue su gran descubrimiento: que en el fondo de una mirada humana pudiera concentrarse todo el rencor, toda la tristeza y todos los colores sombríos de su mundo circundante.
Aquello no era cubista ni el horizonte era dilatado. Era una calle estrecha y otra y otra de empedrado desigual. Con tabernas llenas de peones ferroviarios, de traperos, de vagabundos. Con escaleras oscuras, con mujeres sentadas en la acera comiendo tomates y sandías y bebiendo en porrón.
Ignacio se exaltó lo indecible. Atardecía. «¡Eh, cuidado, chaval!» Y echaban un cubo de agua.
Se paraba en las esquinas. Afectando indiferencia, estudiaba los rostros. Hombres de boina torcida, hembras de moño loco. Los viejos tenían cierto aire de paralíticos, y eran como espejos del futuro. Los niños jugaban… ¡con pelotas de trapo!
Los nombres de los bares y tabernas eran significativos. Bar «El Cocodrilo», taberna del Gordo, del Tinto. Ningún parangón con los nombres de la parte céntrica: café Neutral, La Alianza, La Concordia. Para no hablar del Casino de los señores…
Vio que se armaba un altercado. Hizo como si se abrochara los zapatos para oír el diálogo.
– Tú lo que eres, un hijo de p…
– Y tú, ídem.
– Me dan ganas de preguntarte si eres hombre.
– Pregúntaselo al obispo.
– Eso tú, que te tuteas con él.
– Anda y que te emplumen.
Ignacio se irguió y echó a andar. Aquel léxico le reveló la ira de los corazones. Corazones como los de la gente que mondaba naranjas en el tren. Ignacio sabía que muchos de aquellos hombres habían llegado de provincias misérrimas, casi todas del Sur, y de Albacete, de Murcia, en busca del pan cotidiano. Ahora vivían allí, poniendo a secar ropa blanca y negra y comiendo sardinas en la acera. Ignacio fue a la calle de la Barca y pasó bajo el puente del ferrocarril muchas tardes. Y poco a poco le parecía que iba conociendo nuevos detalles de aquella humanidad. Le pareció que muchos de ellos, a pesar de su miseria y de la exaltación que les producían los periódicos, no podían sustraerse a una innata y racial alegría. Con frecuencia bastaba que apareciera un organillo para que se formara un corro y sonasen las palmas. Nunca faltaba el profesional de la ira, el más letrado, más hablador o más chulo, que permanecía recostado en un farol, con bufanda de seda, fulminando con la mirada a los que se reían.
Las mujeres eran más vulgares que los hombres, porque utilizaban menos que éstos los ojos para increparse, armar jolgorios u odiar. En seguida chillaban. Gritos, gritos y arañazos y moño loco. Tal vez porque las faenas más tristes y puercas les tocaban más de cerca. Los hombres tenían, algunos de ellos, una misteriosa serenidad. Como si meditaran algo muy hondo, muy hondo. Entre eructos y blasfemias intercalaban refranes muy ajustados e imágenes sorprendentemente poéticas. Las mujeres de mala nota utilizaban los ojos para atraer clientes.
Ignacio regresaba a su casa con vértigo, víctima de sentimientos opuestos. Con frecuencia quería engañarse a sí mismo y adoptaba aires de venir de quién sabe de dónde y de estar estudiando los más delicados problemas sociales. En estos casos se sentaba a la mesa con cara reflexiva, silencioso, o mirando afuera distraídamente. Matías Alvear, que conocía sus correrías, le espiaba divertido y Pilar le señalaba a la atención de César por medio de codazos.
Las reacciones de César eran muy distintas. Desde que su ingreso en el Seminario había quedado decidido, había renunciado voluntariamente a la libertad de mirar y recorrer calles. César tenía trece años y en los Hermanos de la Doctrina Cristiana había recibido una excelente educación. Nunca le interesaron ni las matemáticas, ni jugar al fútbol, ni estudiar francés. A pesar de sus esfuerzos, estaba lejos de ser el primero de la clase. Sin embargo, el Hermano Director había dicho a Matías: «Es el chico más educado del colegio».
Matías suponía que a los eclesiásticos les bastaba que alguien fuera piadoso para considerarle educado. No obstante, tal vez en el caso de César fuera cierto. Ahora, desde que su lucha interior, iniciada el mismo día en que Ignacio había entrado en el Seminario, había cedido, no hacía otra cosa que medir sus gestos, que pensar en su vocación. Comprendía que sus antiguos deseos de entrar en un templo y permanecer en él, que su alegría inexpresable al ver que el campanero de la Catedral era izado triunfalmente por las cuerdas al tocar a gloria, no fueron sino un preludio. Así, pues, el milagro era ya suyo y se detendría en él toda la vida. Por de pronto, no iba más que al Museo Diocesano o a la iglesia, y regresaba a leer o a hablar con su madre. De vez en cuando hacía una visita al Hermano Director, a sus profesores o al Hermano Alfredo, sacristán, que siempre le daba regaliz, que él traspasaba luego a Pilar.
Sólo se olvidaba de sí mismo y de su vocación para pensar en los demás, especialmente en Ignacio. Porque le parecía que éste, con quererle mucho, sentía cierto resquemor hacia él. No siempre, claro está. Lo que ocurría era que el humor de Ignacio era muy variable. Debía de sentirse aún un poco desplazado.
También le parecía que su padre tenía a Ignacio en mayor estima. Entonces pensó: «Yo debo de ser terriblemente antipático». Se preguntaba si sería por las orejas. Sus enormes orejas y sus grandes pies, que le daban al andar un aire un tanto desmazalado. Ello le planteó varios problemas. Su deseo hubiera sido pelarse al rape en seguida, pues le hubiera parecido que, en cierto modo, «recibía las primeras órdenes». Pero comprendía que, con la cabeza al rape, sus orejas aumentarían aún de tamaño. El segundo problema era que su padre le intimidaba. ¿Cómo hablar con él de lo que sentía, de las cosas que le ocurrían?
Por ejemplo, no sabía si confesarle o no que todos los días hacía una visita al cementerio. Temía que su padre considerara aquello enfermizo, pero tampoco quería engañarle. Así que se lo dijo. Matías Alvear se quitó los auriculares de la radio y miró a su hijo como se mira a un loco. «Pero…», y no acertó a continuar. Luego se pasó la mano por la cabeza y gritó: «¡Carmen!» Carmen Elgazu acudió y sonriendo se puso de parte de César. Entonces el padre perdió los estribos y, dirigiéndose al rincón del comedor, cogió la caña de pescar.
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