José Mendiola - Muerte Por Fusilamiento
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– ¿Qué cosas? -Angulo trató de reír, en un esfuerzo por mostrarse natural-. He dado clases a mis alumnos. Yo soy profesor. Y he conspirado un poco. Sin darme cuenta casi, me afiliaron. Claro que luego pude haber retrocedido y no lo hice… Vi demasiada fe a mi alrededor para escapar. Sí, ésa es la palabra. Si entonces hubiera retrocedido, hubiera escapado. Sólo que nunca creí que tuviera que matar a un hombre…
– No es así, exactamente. Matar a un hombre. Tú eres un ejecutor. Ese hombre no puede seguir en el Poder, y tú lo sabes. Son demasiadas cosas… ¿Has visto las fotografías?
– ¿Qué fotografías?
– Debían habértelas enseñado. Así, todo te resultaría mucho más fácil. Las fotografías del campo, de las granjas, de los barracones… Las sacó un periodista norteamericano, y un semanario ilustrado las publicó, pero no todas. Yo he visto las que los norteamericanos no quisieron publicar. Eso te ayudaría, te lo juro. Un país no puede vivir así. Esta tierra es rica.
– He oído hablar de ese reportaje… Pero no deseo verlo. Hacerlo sería como si mis ideas no estuvieran muy firmes. Y lo están. Pero me asusta matar.
– Esas fotos son una realidad horrible. Un país no puede vivir así. Te lo aseguro; todos sentiríamos vergüenza si no hiciéramos nada. Vergüenza. Y a ti te ha correspondido… ¿Estás muy preocupado?
– Sí, creo que sí… Pienso en Julia. Me gustaría ser solamente yo quien se arriesgara. Ella no sabe nada, nunca sabrá nada de todo esto… Jamás aprobaría la violencia.
– Todo saldrá perfectamente. "Oficial de la Subsecretaría…" Tendrás infinitas oportunidades. Cuida, sobre todo, de no perder la calma.
– Será mejor que subas ya a casa. Hace frío… Y que te quedes allí arriba de una vez… No salgas. Creo que tienes los nervios alterados.
– Te advertí que no te convenía que te vieran conmigo. Tal vez yo esté ahora en sus listas. Pero yo no hablaría.
– Sin embargo, tienes miedo. No es posible que nadie hable, Antoine. No es tu vida, ni la mía, ni tan siquiera la de nuestra generación, incluso. Luchamos por mucho más.
– Es imposible que hable. Pero me horroriza el daño físico. Acuérdate de los otros, de los que entraron en "El Infierno"… Dicen que es la cárcel más horrible del mundo. Y dicen que ahora han traído especialistas chinos… Yo me mataría, me mataría en cuanto pudiera…
Quedaron en silencio. Las estrellas eran más frías que nunca, y Antoine temblaba. Por su lado pasaban a veces hombres aislados, embozados en sus ruanas para proteger sus bocas de la humedad de la noche. Angulo se preguntaba a dónde iban y qué motivos tenían para caminar en las calles por la noche. Las vidas de su alrededor le parecían inútiles y sin justificación. La Catedral era una sombra inmensa, apenas recortada sobre un cielo que no era azul ni tan siquiera durante la noche. No se sabía de dónde venían aquellas gentes, ni a dónde iban. A veces, un automóvil norteamericano, inmenso, doblaba la esquina, chirriaba, lanzaba por todas partes las luces de sus faros, desaparecía. Antoine pensaba: "¡Qué ciudad! Ni una mujer, ni un niño, desde las ocho de la noche…".
– No me he podido acostumbrar a América -dijo Antoine. Ansiaba regresar. Hacía tres años que abandonó Bruselas, y le parecía que habían transcurrido diez o doce. Sabía que había envejecido-. Y en esta ciudad… Sólo veo enemigos. Tengo la certeza de que me siguen los pasos, de que me espían.
– Son imaginaciones -aseguró Angulo. Pero ¿y si no lo fueran? ¿Y si cualquiera de aquellos mestizos cubiertos con ruanas fuera…? Pero tal vez él mismo empezara ya a padecer de los nervios-. No salgas de casa.
– Eso no es posible -aseguró Antoine-. No sabes lo que es estar echado sobre la cama, aguardando, analizando las pisadas de los que suben la escalera… Conozco todas las pisadas. No he visto casi nunca a mis vecinos, pero sus pisadas me son familiares. Conozco todos los ruidos que hace esta casa durante la noche… ¡Si no temiera tanto el daño físico!
Angulo suspiró. "El Infierno" era una realidad de muros grises. No era difícil entrar. La policía funcionaba con una rapidez prodigiosa. Eran como perros rabiosos que sospecharan de todo…
Se despidió de Antoine. Estaba ya muy lejos del portal en el que vivía su amigo, continuaba alejándose, y seguía escuchando el cuidadoso trabajo de la llave que cerraba lentamente la puerta, en un intento de aislar a Antoine de la noche y del mundo entero.
Decidió que ya no podía dilatar más su regreso a casa. Era demasiado tarde.
TRES
Julia despertó durante la noche con la vaga sensación de que todas las cosas y procesos que le rodeaban se habían detenido y parecían esperar algo, tal vez que ella misma despertara. Hacía frío, y dudó si cerrar o no la ventana. Pensó que, si lo hacía, su marido iba a despertar. Se quedó echada, de espaldas, dándose cuenta de que no se oía ninguna clase de ruidos. Había un silencio parecido al que se produce cuando alguien acecha, en la sombra de una habitación, caminando en derredor de una persona dormida, y se inmoviliza repentinamente, al darse cuenta de que el durmiente ha despertado. Era la hora quieta, la hora que precede al alba. La rotativa de "La Nación", el periódico que se tiraba al otro lado de la calle, había interrumpido el rumor constante con el que se dormían cada noche. También era aquélla una señal de que el nuevo día estaba muy cerca. ¿Tendría que madrugar Avelino, como todos los días? ¿Significaba algún cambio en sus mañanas que tuviera, desde entonces mismo, una clase menos que atender? Era curioso que la ausencia de la rotativa en funcionamiento se notara tanto, y que el silencio que dejaba pareciera casi un ruido.
Era extraño que hubiera despertado. ¿Tal vez lo que sucedió anoche…? Pero la cosa no tenía demasiada importancia. Avelino se lo había dicho: "Mira, esto no tiene importancia ninguna. Buscaré otra cosa. No debemos pensar en ello demasiado". Pero era absurdo lo de incompetente, y también lo de impuntual. Su marido no había sido jamás ni una cosa ni otra. El padre de aquel alumno debía de haber tenido más cuidado con sus palabras. Sin embargo, comprendía el ceño de él, durante la cena, su hosquedad. Sólo que le extrañaba que, más que malhumorado, pareciera triste, preocupado. No es agradable que le digan a uno que se queda sin clase, que se busque otra cosa, que es incompetente e impuntual. ¡Y todo por diez minutos de retraso! Claro que ahora él tenía toda la mañana libre, sin ocupación, pues precisamente aquella clase duraba cerca de tres horas. Era una contrariedad.
Julia le había acariciado, en la cama, sin tener nada que decirle, sin preocuparse tampoco de buscar palabras de consuelo. Los cuatro años de casados que llevaban le habían enseñado que ella era importante para consolarle. Y él había permanecido muy quieto, sin sentir tal vez sus manos, sin que Julia pudiera saber en qué pensaba, o si pensaba tan siquiera. Ahora se daba cuenta de que había olvidado preguntarle si tenía o no que despertarle, como en otras mañanas, a la hora en que se levantaba para dar las lecciones. Suspiró, con los ojos abiertos, pensando que siempre olvidaba algo, y que lo que ella olvidaba se convertía, más tarde, en la cosa más importante del mundo. Y Ave-lino decía que todo aquello no era más que ausencia de imaginación, aunque a Julia le costase comprender qué relación podía existir entre imaginación y memoria.
En una ocasión, cuando él le dijo por vez primera que tenía poca imaginación, ella sintió cierta pena. Se acababan de casar; a lo sumo habría transcurrido una semana de matrimonio. Ella recordaba aquella noche con una vaga amargura, con un soportable malestar. Acababan de "estar juntos", como él decía. Avelino cuidaba mucho las formas, se preocupaba mucho de cambiar el nombre de las cosas si el nombre era desagradable o atacara su propio y sutil sentido de la estética. Él preguntó:
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