José Mendiola - Muerte Por Fusilamiento
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– ¿Quiere decir que se sospecha algo?
– No creo que la cosa llegue a… Pero existe ese dichoso Registro de Extranjeros. Antoine ha tenido que hacer tres declaraciones, le han llamado tres veces, después de lo del plástico. No digo que no sea una casualidad, de todas formas. Pero, además, hay una razón que le impediría trabajar nuevamente… Usted sabe lo del "descanso".
Sí, Angulo lo sabía. Después de una acción, descanso. Resultara o no resultara bien, descanso. Los hombres se gastan pronto. ¿Quién había aportado la experiencia de que nadie es capaz de acertar en un segundo atentado? Antoine solía decir que los nervios quedaban destrozados. Tal vez para siempre.
– Quisiera que todo terminara pronto, por lo menos -suspiró Angulo. Sabía muy bien que aquella noche le iba a costar enfrentarse con Julia. Ella olfateaba las contrariedades, era demasiado parecida al resto de las mujeres. Habría de inventar algo que resultara perfectamente convincente-. Quisiera llegar cuanto antes al descanso.
Jaramillo sonrió de una manera afable. Era un hombrecillo nervioso, pero ahora no pensaba en lo del Dictador. Pensaba en Percinald y en su repentina muerte.
– Yo también -dijo. Y fue, sin prisas, hacia la ventana. Aun cuando estaban en un cuarto piso, llegaban claramente hasta ellos los ruidos de una calle que todavía no conocía casi-. ¿Le gusta este piso?
– El anterior era demasiado viejo, éste es mejor. Entonces, mañana mismo debo presentarme en los Ministerios.
Pensó que nunca debía de haber presentado una solicitud para cubrir aquel cargo. Era ello lo que había hecho que le designaran a él y no a otro. Pero antes de designarle, debieron apoyar su solicitud, sin duda, hasta que el cargo le fue concedido. El comandante Torres debía ser un hombre influyente.
– Sí -asintió Jaramillo-. Tal vez le reciba el mismo Subsecretario, pero no creo que desde mañana mismo haya de empezar a trabajar. Deberán dejarle algunos días libres, para deshacerse de sus lecciones. ¿Tiene muchas clases?
– Seis. Es un mal momento: comienzos de curso, clases recién iniciadas… He contraído bastantes compromisos.
– Conserve las clases que más le interesen. El cargo le ocupará solamente las mañanas, no lo olvide. Tal vez luego, cuando todo termine, pueda quedarse en la Subsecretaría…
Angulo le miró fijamente.
– No debía decir eso – dijo, secamente.
– ¡Tiene razón! -Jaramillo hizo un gesto vago-. Es difícil hablar de estas cosas sin equivocarse.
– Sí, es muy difícil -.Y Angulo empezó a andar, con pasos inseguros, hacia la puerta. Pero antes de llegar a ella se le ocurrió algo. Añadió-: Sin embargo, sí que habré de mantenerme allí "después", durante algún tiempo. Si no me pescan, claro.
– No puede pensar eso… Lo de cogerle, quiero decir. Usted tendrá mil oportunidades diarias, y un centenar, entre ellas, que le aseguren la impunidad. -Jaramillo suspiró. Los dos volvían a darse cuenta de que era muy difícil hablar de todo aquello. La palabra impunidad también sonaba mal, irremediablemente mal-. Tómese tiempo… No se precipite. Sobre todo, que no suceda demasiado pronto. Se relacionaría con su entrada en los Ministerios.
– Pero tampoco debe ser muy tarde. Los nervios…
– Los nervios, es cierto. Si en algún momento pierde el control de ellos, no haga nada. ¿Tiene esas inyecciones? Son estupendas. Durante una hora, ataraxia, estado perfecto. Pero luego habrá de acostarse, o renegará de la vida. La depresión que sobreviene es muy fuerte. Usted es templado, de todas formas. Sereno.
– Sí, creo que sí. ¿Volveré a verle?
– Puede venir aquí cuando quiera, si necesita algo, si surge algo…
Miró pensativamente a Percinald. Preguntó a media voz:
– ¿Qué le habrá podido ocurrir?
Angulo estrujó el sobre azul dentro del bolsillo del pantalón. Dijo, distraídamente:
– Los ratones se mueren por cualquier cosa…
– No, no lo crea. Son fuertes, a veces más fuertes que las personas. ¿Ha oído hablar de Luciaj Wiecert?
– No.
– Era un sabio húngaro, una mala bestia. Les amputaba a los ratones todas las extremidades, y vivían aún varios días, solamente con un poco de sebo en las heridas… Una mala bestia. Pero no creo que ella se haya atrevido, no me parece… Sería ir demasiado lejos.
– No se me ocurre nada que preguntarle, ahora -dijo Angulo. También marcharse de aquella casa le resultaba difícil-. Tal vez uno de estos días vuelva a verle.
– Sí. Lea despacio las instrucciones.
Angulo abrió la puerta del despacho. Sabía que, para engañar a Julia, tenía que tomarse cierto tiempo. No podía volver en seguida a su lado. Necesitaba pensar y adquirir lentamente la clase de convencimiento que le hiciera mostrarse normal ante ella. Los ojos de Jaramillo cobraron una vida inusitada, mientras el hombrecillo espiaba el primer tramo del corredor.
– ¡Espere! -dijo Jaramillo-. ¿No le importaría…?
– ¿Qué?
– Cuando salga de aquí, si se la encuentra en el corredor o en la escalera… A mi cuñada, quiero decir. Si no le importa, haga una señal con el timbre del portal, si ella no está en la casa…
– Tal vez esté y no salga a acompañarme.
– No, no. Jamás haría eso. Se ve que usted no la conoce. Si no se la encuentra, toque fuertemente el timbre. Ésa será la señal. Piso cuarto, recuérdelo.
Al quedarse solo, Jaramillo se sentó. Los tirantes le hacían un poco de daño en sus delgados hombros. Fue a tomar una segunda copa de oporto, pero antes quedó en suspenso, prestando una agotadora atención al silencio. Luego, un timbrazo largo y estridente recorrió el piso.
– ¡Estúpida! -murmuró Jaramillo, a media voz.
Y se inclinó sobre la caja de cristal, para examinar con detenimiento el cadáver de Percinald.
DOS
No fue exactamente una casualidad. Avelino Angulo sabía que podría encontrar allí a su amigo, de modo que entró en "La Papaya". El bar, en aquella hora, estaba casi desierto. Eran las siete de la tarde, tal vez algo más. En todo caso, él sabía que no podía regresar aún junto a Julia.
– Siéntate -dijo Antoine-. No me parece que te convenga que te vean conmigo.
Angulo acercó una silla a la mesa del otro. Había poca luz, pero le pareció que su amigo había desmejorado. O tal vez se equivocaba. Hacía dos meses casi que no se veían, precisamente desde la última reunión.
– ¿Por qué no? -preguntó Angulo.
– No es imposible que yo esté ahora vigilado. He declarado tres veces en el Registro de Extranjeros.
– Sí, me lo ha dicho Jaramillo. Un simple trámite.
Antoine negó con la cabeza. Estaba cansado. Le hubiera gustado poder convencer a su amigo sin necesidad de tener que emplear palabras y razones.
– Esta vez no ha sido ningún trámite -dijo-. Un comisario al que jamás había visto entró en la habitación donde yo aguardaba y me preguntó, de la manera más desenvuelta y cordial: "¿Es usted el del asunto del plástico, verdad?". Te juro que me hizo esa misma pregunta. "No sé de qué me está hablando", le contesté. Y él se rió. "¡Perdone! He debido equivocarme…" Pero luego, durante el interrogatorio, no me quitaba los ojos de encima. Aquel hombre tenía… no sé. Una especie de ironía en la mirada. Durante el interrogatorio, estuvo presente, pero él no era de los que preguntaban. Estaba sentado, con un bloc sobre las rodillas, sin levantar la cabeza. Hacía dibujos con un bolígrafo… Se pasó el interrogatorio entero dibujando caballos…
Angulo pidió una copa. Al tocarse la frente, de una manera perfectamente casual, se dio cuenta de que estaba sudando. Pero era demasiado pronto para imaginar cosas y para empezar a tener miedo. De una manera completamente idiota, le vino a la memoria el escueto cadáver del ratón. ¿Cómo le llamaba Jaramillo?
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