José Mendiola - Muerte Por Fusilamiento
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– ¿Quién te lo ha dicho?
– El médico.
– ¿Está completamente seguro?
– Sí. A la cabeza. Y es cuestión de meses…
Sabatina se había quedado en silencio. Pensaba: "Tal vez haya empezado ya a… Tal vez me haga daño por eso".
Y, ahora, parecía como si lo del plástico fuera el comienzo de un final más rápido, más violento.
– No te lo he contado antes -dijo Antoine, aquella noche-, porque tenía miedo de que me abandonaras.
Ella no dijo nada.
– Pero tú no puedes dejarme -añadió él-. Tú me has contagiado.
– Quizá no haya sido yo -dijo Sabatina, suavemente-. Tú has estado antes con otras mujeres. Y con indias. Casi todas las indias están enfermas. Todo el mundo lo sabe.
El deseo había muerto en él. No importaba la causa,
Porque podía haber habido varias: la bebida, la enfermedad, la bomba. Seguramente era la bomba. El atentado le había destrozado totalmente.
Antoine sabía que existían días en que la muchacha estaba realmente excitada. Entonces, él tenía miedo de quedarse solo. No podía hacer nada para aplacar la excitación de ella. Pero también sabía que, en otros momentos, ella se quedaba quieta, ausente de sensaciones físicas, como una niña pequeña. Entonces, todo transcurría suavemente, sin temores ni luchas, sin nada fuerte o desagradable. Antoine hablaba de volver a Europa. Ella preguntaba:
– ¿Cómo es Europa?
– Distinta -decía Antoine.
– Distinta ¿de qué?
– Distinta de todo. De América, especialmente.
– Pero ¿dónde está la diferencia?
– Oh, allí hay otras estrellas.
– Las estrellas… Eso no importa mucho. Las estrellas no tienen ninguna importancia.
– Sí, sí que la tienen. Yo miro aquí al cielo y no conozco estas estrellas. Importan una barbaridad. Luego, está lo del atardecer. Allí, en Bruselas, el sol se pone con mucha lentitud. "Crepúsculo". ¿Tú has oído alguna vez la palabra "crepúsculo"?
– No, nunca.
– Los olores. En marzo, las cosas empiezan a oler.
– ¿Qué cosas?
– Oh, todas las cosas. Las personas, las calles… Hasta las tintas de los periódicos tienen un olor diferente al de otras veces. Y aquí no huele nada. Esta tierra no huele jamás a nada.
Aquella noche en que Antoine le reveló lo del Ministro, ella empezó a pensar y a preocuparse.
– ¿Estás seguro de que no vendrán? -preguntó.
Antoine estaba ya casi dormido.
– ¿Quiénes no vendrán?
– Ellos, los del B. A. S. Llegan de noche, casi siempre.
– ¿Cómo lo sabes?
– Les oí, una noche, hace mucho tiempo. Entonces, no vivíamos juntos. Les gusta hacerlo todo callando y por la noche.
Desde aquel mismo instante, empezó para ellos un torturante examen de cada ruido que la casa producía. La escalera era vieja y crujía con facilidad, por cualquier cosa. Otras veces, eran los mismos vecinos, que subían a sus casas de madrugada, los que rompían el silencio. Era penoso escuchar. La casa producía muchos ruidos.
A las tres de la madrugada, Antoine despertó bruscamente.
– ¿Qué ha sido eso? -preguntó.
– No he oído nada -dijo ella, con cansancio. Le fastidiaba que la hubieran despertado. A veces le costaba una barbaridad recuperar el sueño.
– Sí, sí, han sido unos pasos.
– Será el vecino del tercero. Suele regresar de madrugada.
– Pero eran unos pasos sigilosos…
– Bien, tal vez regrese sigilosamente.
– ¿Estás segura de que es él?
Ella no respondió. Los temores de Antoine la fatigaban, y además tenía sueño. Luego se oyó el sonido de una puerta que se cerraba, sin sigilo alguno, y todos los ruidos de la casa volvieron a apagarse.
Antoine sintió pronto en su cuello la respiración acompasada de Sabatina. Se encontró pensando en Avelino Angulo, de pronto, y en la expresión tan indefinida que tenía cuando entró en "La Papaya". Era bien claro que la muchacha estaba dormida. Se levantó de la cama. Pensó que le hubiera gustado suponer que pronto volvería a Europa. Le resultaba extraño el orden que pueden adquirir los valores cuando se reside en un país hostil. Su enfermedad apenas le preocupaba, a pesar de todo lo que sabía sobre ella. Y, sin embargo, era posible que aquellas sensaciones que empezaba a experimentar en la cabeza fueran ya el comienzo de todo lo que el médico le anunciara. La calle estaba desierta. Se dijo que, en Bruselas, a aquella misma hora, era muy posible que un gato hubiera maullado, o que un perro recorriera la calzada, con pasos rápidos y decididos. Pero tampoco allí había perros ni gatos. Ni estrellas, que era aún peor. Se negaba a familiarizarse con aquellas constelaciones frías que tenía sobre su cabeza.
Luego, sintió frío y volvió a la cama. Deseó dormirse pronto para no tener la necesidad de seguir pensando.
SEIS
Avelino Angulo esperaba encontrarse ante un hombre fuerte y sanguíneo. Pero el Subsecretario era todo lo contrario. Asténico, casi flaco, caminaba sobre la alfombra de su despacho como si temiera dañarla. Era curioso que los periódicos no hubieran publicado jamás su fotografía.
– ¿Recibió mi aviso? -preguntó, casi con ansiedad. Era una voz de persona poco importante. Y su sonrisa no era afectada en absoluto. Era una sonrisa cordial, cuando le rogó sentarse-. ¿Ayer, tal vez?
– Ayer, Excelencia. Al anochecer…
– No, no, nada de Excelencia -murmuró, como si el título le pesara o estorbara, como si le obligara a actitudes distintas a las habituales. Señaló la puerta contigua-. Al señor Presidente, sí. A mí, llámeme simplemente Subsecretario. Tampoco "señor Subsecretario". Los nombres largos hacen enojosas las conversaciones, las extienden… ¿Conoce las condiciones de su cargo?
– Muy someramente. Hasta ayer no supe que mi solicitud había sido aceptada. Creo que han sido muchos los que han…
– Es cierto, han concurrido muchos. Pero es claro que usted está ya admitido. No voy a ocultarle… ¿Usted fuma?
– No, muchas gracias.
– No le voy a ocultar que su amistad con el comandante Torres ha influido mucho. Usted mismo lo imaginará… Yo aprecio mucho a Torres. ¿Qué hace ahora, por cierto?
– Oh, Torres. Siempre está tan ocupado…
– Cierto, tan ocupado… ¿Continúa con su afición a la fotografía?
Aquélla era la primera noticia que Angulo tenía sobre…
– Sí, creo que sí.
– Es un fotógrafo estupendo. ¡Estupendo! Recuerdo que, una vez… Pero no le voy a aburrir. Lo que cuenta es que usted ha sido designado. El puesto es difícil ¿se lo han dicho?
– Sí.
– ¿Quién?
La pregunta le cogió desprevenido.
– El mismo Torres.
– Pero Torres no se hace cargo, no tiene idea de… El cargo es sumamente delicado. Verá: de la Presidencia nos remiten diariamente las distintas ponencias de las personas o entidades que han solicitado audiencia. Como no ignora, toda visita va precedida de una exposición de motivos, de un escrito razonado… ¿Cómo lo llamaría? De una justificación.
– Sí, lo sabía.
– Es la manera que tenemos -bromeó el Subsecretario-, de que no nos atrapen desprevenidos.
Angulo sonrió cortésmente. Estaba intranquilo.
– Aun así, a veces, es difícil… -El Subsecretario se sumió, durante algunos segundos, en una breve meditación. Parecía considerar antiguas y espinosas entrevistas-. Pues bien: su tarea es sintetizar y estudiar esos motivos y darme cuenta, brevísimamente, de ello. Como usted puede imaginar, mi tiempo no me permite un estudio exhaustivo de…
– Me hago cargo
– El estudio -sonrió el Subsecretario, como si se hallara satisfecho de alguna picardía imaginada y a punto de poner en práctica-, lo hará usted. No se preocupe con exceso: le asesorarán cuanto sea preciso. Más tarde le presentaré al personal de mi Secretaría: gente competente. Puede descansar en ellos. ¿No le asustará la responsabilidad de…?
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