José Mendiola - Muerte Por Fusilamiento
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– No, no. Espero que todo vaya bien…
– Irá admirablemente. A la perfección. No se preocupe demasiado. Pronto irá tomando usted el ritmo de las cosas… Tengo las mejores referencias de usted.
El Subsecretario sonrió.
– No me lo censure -dijo-, pero, en estos momentos, dos policías están conversando con su mujer.
Angulo se sintió inquieto. No dijo nada. Pensó que su papel era no decir absolutamente nada.
– Prefiero que lo sepa por mí mismo -continuó el Subsecretario-. Es una formalidad imprescindible, en estos tiempos. Por otra parte, no es ningún secreto que la policía de nuestro país obra con cierta independencia… Nos cuida a todos. No podemos ni debemos tratar de impedir que realice gestiones que considera imprescindibles.
El Subsecretario suspiró y se recostó en su asiento. Puso un gesto de no saber qué más añadir, de buscar por las paredes algún tema que le permitiera prolongar la conversación. Pero pronto continuó, con voz confidencial.
– Estos momentos que estamos viviendo son difíciles. Delicados. Los estudiantes… ¿Ha leído la prensa de hoy?
– Muy superficialmente.
– Los estudiantes están nuevamente en huelga. Eso no puede desdeñarse. A los estudiantes se les podrá o no hacer caso, pero nunca deben ser desdeñados, nunca puede olvidarse uno de que existen… Jamás, por otra parte, ha sido fácil contentar a la Universidad. Ahora se trata de la subvención que el Gobierno les ha suprimido, antes fue lo del precio del café, la cuestión de los refugiados cubanos… Siempre habrá problemas, pero es posible que nunca, como ahora, los problemas hayan tenido tal magnitud. Claro que jamás descuidamos el orden. Era preciso reforzar la policía, y el B. A. S. se ha reforzado. Aunque suele suceder, en ocasiones, que a uno se le va la mano reforzando algo y luego se encuentra ante un resultado que no era, exactamente, el que apetecía. No digo que eso suceda en nuestro país, desde luego, pero lo hemos visto en algunos vecinos… Es preciso, siempre, obrar con un tacto tal que… Pero usted mismo se irá haciendo cargo de las cosas, irá identificándose con ojos y oídos bien abiertos. Eso, aquí y en estos momentos, es una necesidad. Los oídos, sobre todo. Los ojos apenas sirven ya para nada. Uno no ve más que lo que los demás quieren que vea.
Se interrumpió, y señaló la puerta contigua, que permanecía cerrada.
– Es el despacho del Presidente -explicó, con naturalidad-. Tiene usted acceso libre a él. ¿Lo sabía?
– No lo había pensado.
– Pues bien, tiene acceso. Pero procure no molestarle demasiado. Últimamente, Su Excelencia está fatigado. El exceso de trabajo trastorna a cualquiera.
El Subsecretario se levantó, con cierta brusquedad.
– Eso es todo -dijo, inopinadamente-. ¿Tiene usted que hacerme alguna pregunta?
– Quisiera saber -dijo Angulo, levantándose a su vez-, cuando he de empezar a trabajar.
– Mañana -dijo el Subsecretario, tan rápidamente como si tuviera preparada la respuesta desde hacía mucho tiempo-. Mañana, a las nueve en punto.
Y le tendió la mano, sonriendo con afabilidad.
SIETE
Leonardo -llamó el Presidente, asomando la cabeza por la puerta de su despacho. Sus ojos se encontraron con los de Avelino Angulo, que escribía sobre su mesa. Angulo bajó la mirada, sin inmutarse. Era la primera vez que se veían.
El Subsecretario preguntó:
– ¿Sí, Excelencia?
– Ven un momento, por favor.
El Presidente cerró la puerta y entró otra vez en su despacho. Marta, su secretaria, le miraba con ojos de censura.
– ¿Por qué hace eso, Excelencia? -reprendió-. ¿Para qué estoy yo?
– Es una tontería -dijo el Presidente-. Anda, déjanos solos.
Marta recogió sus cosas. "Lo que pasa es que quería ver lo que ocurría ahí fuera", pensó.
En la antesala, el Subsecretario dijo a Angulo:
– Luego continuaremos.
Entró en el despacho presidencial, después de rascar la puerta con las uñas.
– Leonardo -dijo el Presidente-. Vamos, cierra la puerta. Me han dicho que has tomado un nuevo oficial.
– Así es, Excelencia.
Los ojos del Presidente se volvieron hostiles.
– ¿Para qué?
– Hacía verdadera falta. -El Subsecretario cruzó las manos sobre su exiguo abdomen-. Tuve que prescindir de Antúnez.
– Pero… yo designé a Antúnez -dijo el Presidente. Tenía los ojos azules y limpios, como los de un niño rubio, pero en su mirada faltaba determinación. Su cabello era completamente blanco-. Era de absoluta confianza.
– También lo es éste. Puedo enseñarle la ficha…
– ¡No me interesa la ficha! -gritó el Presidente. Estaba desasosegado. Se rascó el pecho, sin quitar los ojos de la alfombra. Hablaba mucho mejor con Leonardo cuando contemplaba la alfombra o el suelo-. Tú puedes enseñar la ficha de todo el mundo… Estás demasiado bien organizado. Y tienes demasiadas fichas. Quiero que se respeten mis cosas, que no me las toque nadie. Ni tú, Leonardo. ¿Qué hizo Antúnez de malo?
El Subsecretario separó las manos y abrió los brazos, en un gesto premeditadamente elocuente.
– Nada -dijo-. Eso es lo malo. Era incompetente.
– ¿En qué?
– En casi todo… Tuvo poco tacto en la cuestión de los tabaqueros. Les estimuló. Se atrevió a…
– ¿A qué?
– A decir que usted no veía con malos ojos la huelga.
El Presidente le miró ahora abiertamente.
– ¿Y no era cierto?
– Pienso que, aunque lo fuera, debía haberse callado. Era una huelga injusta. Hemos hablado de ello en otras ocasiones. Una huelga de brazos parados en la mejor cosecha que jamás…
– ¡No es verdad! -El Presidente buscó en sus cajones, revolvió papeles, pero no encontró lo que buscaba-. Bien, es igual. No se trataba de una huelga de paro, Leonardo, y tú lo sabes. Los obreros se quedaban en las fábricas, después de finalizado el trabajo. Eso era todo. ¿Repercute eso en la producción del tabaco?
– Era un desorden…
– Desorden… ¿Dónde está ahora Antúnez?
– Creo que fuera de la capital.
– Pero, ¿dónde?
El Subsecretario abrió de nuevo los brazos.
– No lo sé, Excelencia.
El Presidente apretó fuertemente los labios.
– Mándalo llamar -ordenó.
Se produjo un silencio embarazoso. El Presidente fue el primero en romperlo. Leonardo aguantaba endemoniadamente bien aquellas cosas.
– Ya me has oído -dijo.
– No creo que sea fácil. Lo intentaré, de todas formas. Su dirección actual…
– La policía. La policía te la dará.
– Sí, Excelencia.
El Presidente hizo un signo de que la conversación había terminado. Pero tal vez el Subsecretario tardaba demasiado en marcharse, o a él se le antojaban muy largos aquellos instantes; lo cierto es que cambió la posición de los ojos varias veces. Volvió a sentir en el costado derecho aquel extraño hormigueo que le atacaba en las sesiones del Gabinete cuando las cosas se le torcían o algo le contrariaba.
Dos horas después, el Subsecretario volvía a entrar en su despacho, inmediatamente más tarde de haber rascado la puerta con las uñas.
– Bueno, Leonardo -dijo el Presidente-. Perdona que te haya vuelto a llamar. Me molesta tener que disgustarme contigo, lo sabes muy bien.
– Eso no importa -dijo el Subsecretario-. Siempre nos hemos llevado muy bien.
– Sí, es cierto. Pero, en lo de Antúnez…
– Reconozco que me he precipitado.
– No digo yo tanto. Precipitado… Pero me hubiera gustado que contaras antes conmigo. Siempre hemos obrado de la misma manera. ¿En alguna cuestión te he desautorizado?
– Nunca. No comprendo cómo no se me ocurrió…
– Déjalo. Tú eres joven, Leonardo, y puedes tener tus ideas propias que…
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