José Mendiola - Muerte Por Fusilamiento
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– ¿Te interrogaban solamente a ti? -preguntó.
– No; había también tres italianos.
– A todos os harían las mismas preguntas, me imagino.
Angulo sintió algo frío y húmedo, sobre su mano, y vio que la mano de Antoine se acababa de apoyar sobre ella. ¡Dios, qué frías tenía aquel hombre las manos!
– Eso fue lo peor -dijo Antoine-. Luego hablé con ellos…
– ¿Con quiénes?
– Con los italianos… Les abordé en la calle. Ellos iban en grupo. Se conocían…
– ¿Fuiste capaz de…? -Angulo tuvo intención de levantarse, de marchar cuanto antes de aquel lugar. Empezaba a ponerse nervioso-. Nunca debiste… Es una estupidez inmensa.
– Ya lo sé: un error. Uno de esos errores que califica Torres diciendo que pueden costar una vida. Pero yo tenía miedo, compréndelo. Vivo con miedo, desde entonces. No debía decirte estas cosas a ti, que…
– No importa. ¿Qué te dijeron los extranjeros?
– A ellos nadie les hizo aquella pregunta. Estaban extrañados. Me miraban como…
– Como si tú fueras el autor. Así te miraban ¿verdad?
Antoine hizo un ruido extraño, un ruido parecido al de un sollozo. Estaba agotado. Se dejó caer sobre la mesa, y el dueño del bar le miró brevemente, sin excesivo interés.
– Sí -dijo Antoine-. Me voy a marchar de este país. Quiero volver a Europa.
– Ni lo sueñes, por ahora. Torres no lo consentiría. ¿Qué más ocurrió?
– Nada. Yo vine aquí, a este mismo bar. Sabes que me gusta este lugar y este rincón. Desde aquel día, casi desde aquel mismo día, pienso que me vigilan.
Angulo se dijo que era penoso lo que estaba ocurriendo. Y, sin embargo, tal vez nadie sospechara todavía. Tal vez podía salvarse Antoine. Pero estaba dominado por el pánico. Ambos sabían que un hombre en aquella situación era un peligro para todos ellos.
Salieron del bar y caminaron por una calle que conducía a las afueras. Había comenzado a anochecer, con aquella brusquedad tan propia de la ciudad en que vivían. Una ciudad sin crepúsculos, donde la noche seguía al día casi sin transición.
– Hace tres años que vine aquí, a Sudamérica -dijo Antoine. Se sentía mejor, con aquel aire frío, un poco húmedo, que venía desde las colinas del Norte-. Creí que podría aclimatarme, arreglar las cosas… El Dictador, entonces, había expulsado al Presidente Salvano, había subido al Poder. Fueron malos momentos.
– Sí -asintió Angulo-. Todos estábamos nerviosos. Hubo muchas detenciones.
– Y alguno quería poner bombas en todas partes…
– Todos quisimos poner bombas en todas partes. Estuvimos a punto de perder la cabeza, de acabar de una vez.
– Pero tú eres de aquí, americano. Tu caso es distinto al mío. Es como si tuvieras más derecho que yo a arreglar las cosas de este suelo. Pero América siempre ha tenido algo… No sé. Algo como si uno pudiera escogerla como patria, y el hecho de que la escogiera le diera ciertos derechos. Yo creí que los tenía. Y precisamente por eso tuve fe en Salvano. Y por eso, también, perdí la cabeza cuando fue expulsado.
– Todos teníamos fe en él -convino Angulo. A menudo pensaba que esa fe les redimía de lo que estaban haciendo, de lo que iban a hacer ahora. Si uno es capaz de tener fe, no mata a menos que sea absolutamente necesario-. Pero las cosas fueron muy mal.
Antoine se detuvo en una esquina.
– ¿Recuerdas a nuestros amigos? -preguntó.
– ¿Qué amigos? – dijo Angulo. Pero sí que los recordaba.
– Restrepo, Díaz, Bermejo…
– Tú sabes que eran compañeros míos.
– Por eso mismo es preciso que te los recuerde, que los tengas presentes. A ti te han designado, Angulo. Restrepo sufrió la amputación de los diez dedos, antes de su muerte. Y Bermejo murió sentado sobre una cuña de madera, desnudo…
Parecía febril. Angulo le interrumpió, con sequedad: "Ya basta, me parece". Comprendió que su amigo había bebido demasiado, que bebía asiduamente desde que un comisario sonriente le preguntara si tenía algo que ver con el asunto del plástico. Quiso acompañarle a su casa.
– No, no -dijo Antoine-. Pueden estar esperándome.
– ¿Quiénes?
– Ellos, los del B. A. S. Tú sabes que la policía de todo el mundo actúa de noche. Nunca creí que se pudiera organizar tan bien una brigada de perros… ¿Tú sabes que emplean hasta niños?
– Voy a llevarte a casa. La muchacha ¿sigue contigo?
– Sí, Sabatina vive conmigo, como siempre. Ella sabe que estoy asustado, pero no conoce la razón. No me pareció prudente…
– No, no es prudente.
Antoine miró hacia arriba, hacia las limpias estrellas que se recortaban en el firmamento. Suspiró, con las sienes sudadas.
– ¿Sabes que aún no he podido acostumbrarme a las constelaciones de este hemisferio? Tú sabes que yo deseo volver a Europa. ¿Me ayudarías, si Torres te pidiera tu opinión?
– Torres jamás me pediría una opinión sobre nada.
El reloj de la Catedral dio las ocho. Apenas circulaba gente junto a ellos. De tarde en tarde se cruzaban con algún mestizo, cubierto con una ruana parda, que les miraba sin extrañeza. Angulo temía que su amigo empezara a sospechar, de pronto, de cualquiera de ellos. Sabía que Antoine tenía los nervios deshechos. La humedad y la niebla se hacían casi palpables, cubrían la calle con una película mojada y pegajosa. Antoine dijo, de pronto:
– América.
Y siguió andando. La calle estaba hueca. Las pisadas de ambos resonaban demasiado.
– No he podido acostumbrarme -confesó Antoine, de pronto, como si resumiera una situación largamente experimentada-. Es como una sensación de ahogo, que no me ha abandonado nunca desde… Al principio me decían que lo que yo sentía era efecto de la altura. Vosotros habéis nacido aquí, no sabéis lo que es esto… Esta presión puede matar a un europeo. Pero no es solamente la altura, es algo más…
Calló, bruscamente. Estaba lívido. Una luz eléctrica le dio en la cara, y pareció como si ésta se hallara cubierta de grasa. Sudaba de una manera violenta, a pesar del frío.
– Luego -siguió-, vino lo del plástico. ¿Tú sabes cómo ocurrió?
– Sé que el artefacto falló
– No fue así, exactamente. Fallaron ellos, los que me dieron las instrucciones. El Ministro debía llegar a las once, y el artefacto estalló a las once…
– ¿Entonces? -Angulo se había detenido. Aquel viejo atentado que destrozara los nervios del otro le interesaba ahora mucho más-. ¿Qué ocurrió?
– Se equivocaron, sencillamente. La inauguración era a las once, pero todo el mundo sabía que el Ministro había de recoger antes a su colega norteamericano y que llegaría más tarde… Todo el mundo, menos ellos. El plástico explotó, pero el Ministro no había llegado. Jamás se puede uno fiar de las instrucciones al pie de la letra. Esas órdenes están trazadas por alguien que se enterará del resultado por los periódicos, en su cama, a la hora del desayuno. Tenlo muy en cuenta.
– Pero la explosión -dijo Angulo-, no fue completa.
– Eso dijeron. Pero la puerta fue arrancada de raíz. Yo mismo oí el ruido. Te aseguro que nada falló.
Habían llegado. Antoine se detuvo junto al oscuro portal y miró el rostro del otro, como sí lo tuviera frente a sí por vez primera en su vida.
– Sé que te ha correspondido hacerlo -dijo-. Y lo siento, de verdad. Pero es la última oportunidad para todos nosotros. Jamás regresaría Salvano si no lo intentamos de esta forma…
– Sí. -Angulo también deseaba creerlo. Ahora recordaba: el ratón se llamaba Percinald. Un atentado no es un crimen. En el atentado puede haber fe, y él la tenía-. Hoy me han entregado las instrucciones.
– Tú no fracasarás. Siempre has hecho bien las cosas…
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