José Mendiola - Muerte Por Fusilamiento

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Premio Eugenio Nadal 1962

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– La policía de este país utiliza hasta niños. ¿No lo sabías? ¿Y si ese hombre fuera uno de ellos?

– No, no -dijo Antoine-. Los hombres del B. A. S. ¿sabes?, no son tan peligrosos. Se exagera, se dicen tonterías… Perros amaestrados, y todo eso. Son unos principiantes. Si se tratara de Europa… Allí todo es distinto. Seguro que allí no duras una semana, si pones una bomba. Y yo llevo ya una semana en libertad. ¿Sabes cómo funciona la policía europea? Por confidentes. Y eso, aquí, no es posible. Aquí todos hablan, todos cuentan cosas… y los informes son siempre contradictorios. ¿Estabas enterado de que las bandas tienen contraconfidentes? Parece disparatado, pero es una gran cosa. Se trata de gentes ínfimas, atemorizadas por las cuadrillas, que dan informes falsos a la policía. Y, si eso no sirve, las bandas utilizan a los propios confidentes, a los de verdad. Les amenazan, y dan los informes que ellos quieren. Algo grandioso… Una anarquía bien organizada.

Angulo empezó a alarmarse.

– ¿Quién te ha contado esos disparates?

– Eso importa poco -dijo Antoine, poniéndose a la defensiva-. Lo cierto es que me lo han contado, y basta. He dicho basta; no más preguntas. Una vez, un confidente "auténtico" se negó a seguir las instrucciones de una banda. Tenía madre, aquel condenado, y se la mandaron en una caja de cartón. La cabeza, quiero decir. Y tenía unas grapas en los labios, unas de esas grapas que se utilizan para coser papeles. Sólo que se las pusieron antes de cortarle la cabeza, antes de que muriera…

– Pero yo he sabido cosas -dijo Angulo. Y Sabatina le miró con indiferencia, sin interés, con un gesto que parecía tallado-. Han pasado algunos documentos por mis manos, y he visto por ellos que volverán a llamarte al Registro de Extranjeros. Y eso pasará mañana, mañana mismo. Te harán nuevas preguntas; ahora están tratando de averiguar cómo diablos vives, de dónde te sale el dinero. Piensan que un partido político te mantiene, puesto que no trabajas.

Antoine le miró con ojos vidriosos, como si no hubiera comprendido nada. No tenía miedo alguno.

– ¿Qué cosas quieren preguntarme? -quiso saber.

– De dónde sale el dinero con el que vives.

– Les diré que lo gana ella -y señaló a Sabatina-. Eso es frecuente, en este país. Y hasta cierto, a veces, en mi caso. Sabatina tiene lujos, y los lujos son caros.

La muchacha no comprendía.

– ¿Lujos? -preguntó.

– Faldas y perfumes. A veces, te compras esas cosas ¿no es cierto?

– Sí -asintió ella, sonriendo-. Es verdad.

– Y todo eso cuesta dinero.

Angulo sintió asco.

– No es posible que vivas así -dijo-, ni que pienses así. Tú antes eras digno, cuando te apuntaste al Partido. No es posible que se caiga tan bajo y se desee seguir viviendo.

– Yo no deseo seguir viviendo.

– Pero tienes miedo de la muerte…

– No, de la muerte no -negó rápidamente Antoine-. Tengo miedo del suplicio físico, de eso mismo tengo miedo. He oído cosas horribles de "El Infierno", de esa cochina tumba. Nadie es enterrado completo. Los desarman, los desarticulan… ¿Sabes que han traído chinos?

– ¿Chinos?

– Sí, especialistas… Es su oficio. No quiero hablar de esas cosas. Hombres preparados para sacar al dolor físico su máximo rendimiento, para producirlo, para alargarlo y mantener la vida… Un oficio de enfermos mentales. Hasta vienen con su instrumental, los cerdos. Y en esta tierra no hay garantías. Un hombre, desde que pasa de la Prevención a "El Infierno", ya no es nada. Un cuerpo para trabajar. Y han traído los chinos porque los verdugos del país eran incompetentes y se les morían…

Antoine se pasó una mano por la frente.

– No quiero hablar de eso -repitió-. ¿Cómo te va a ti?

Angulo se encogió de hombros.

– Trabajo en la Subsecretaría General, ya lo sabes.

– ¿Y ella, tu mujer? ¿Qué le has dicho?

– Nada… Poca cosa. Apenas hace preguntas. Le conté, primero, que me habían despedido de una clase particular. No era agradable, pero la verdad era más desagradable todavía. Pero luego vinieron dos policías a mi casa y la enteraron de mi puesto en los Ministerios. Aquello fue un error, pudo costarme caro. No estaba previsto por mí ni por nadie. Pero se arregló todo. Le dije que no confiaba en obtener el cargo, y que no quería que se hiciera ilusiones en vano. Eso le pareció razonable.

Antoine le preguntó:

– ¿Por qué has venido a mi casa, exactamente?

– Para prevenirte. Ahora "sí" estás en peligro.

– Y ¿qué puedo hacer? -preguntó Antoine. Pero no estaba asustado-. ¿Qué me aconsejas?

– No sé, es difícil. Tal vez puedas tratar de obtener el pasaporte.

Sabatina volvió rápidamente la cara, pero sin cambiar de expresión. En los ojos de Antoine apareció una luz rara, algo así como un alfilerazo de ilusión, doloroso por lo inesperado. Pero se apagó en seguida. Y a sus ojos volvió el fastidio de antes, el embotamiento, una especie de indiferencia ante todas las cosas.

– ¿Volver a Europa? -preguntó-. ¿Quieres decir eso?

– Tratar de volver.

Antoine cerró los ojos. Estaba cansado. El sudor de su frente le daba un aspecto grasiento.

– Volver a Bruselas -dijo, como si se moviera entre sueños-. Yo no vivo en la misma ciudad, sino en un barrio lejano, en un suburbio. Desde mi casa hasta la primera parada del tranvía hay unos diez minutos de camino… Solía ser desagradable andar tanto, en los días de lluvia. Tú debes saber que allí llueve mucho. Todos los domingos iba a Bruselas. Tenía una amiga que se llamaba Chantal.

Miró a Sabatina, con naturalidad, sin ironía.

– Chantal no estaba enamorada de mí, desde luego -siguió-, pero me dedicaba los domingos. A otro, le dedicaba el lunes, y a otro el jueves. Tenía tres hombres y vivía bien, estaba organizada. Cuando yo vine a América, ella estaba pensando comprarse un aparato de televisión. No sé si se lo habrá comprado ya o no… Era muy indecisa. Recuerdo que, cuando yo estaba haciendo mis maletas, me llamó por teléfono para preguntarme cuál era la mejor marca de televisores…

Sabatina arregló algunas cosas que adornaban la mesa. Angulo recordó que las había estado arreglando varios minutos antes, mientras los dos esperaban a Antoine.

– Yo le dije: "Mira, pequeña: cómprate cualquier cacharro. Todos son malos. -Antoine rió, pero su risa no aportó optimismo alguno al ambiente-. Supongo que ahora tendrá algún otro hombre para los domingos. No era de esas mujeres que les guste acortar el presupuesto.

– ¿Lo intentarás? -preguntó Angulo.

– ¿Qué?

– Volver a Europa.

– ¿Crees que podría conseguirlo?

– No lo sé. Te quedarás con esa duda para siempre, si no lo intentas.

– No sería fácil -suspiró Antoine. Miró sin prisas a Sabatina-. He oído decir que en Europa exigen un certificado de buena salud. Algo que acredite que uno no tiene enfermedades infecciosas…

– ¿Y qué?

– Yo no podría conseguir nunca ese certificado. Estoy enfermo.

– Enfermo ¿de qué?

– De ella -dijo Antoine, señalando a Sabatina-. Me contagió, hace tiempo, una enfermedad venérea.

Sabatina miró la punta de sus pies. Había oído infinidad de veces aquellas mismas palabras.

– ¿Estás seguro? -preguntó Angulo.

– Oh, sí, estoy seguro. ¿Quieres que te cuente la historia? Es una historia lo suficientemente sucia como para que…

– No deseo saber nada -interrumpió Angulo. Fue hacia la puerta. Sentía asco y decepción. Al fin y al cabo, había hecho por su amigo todo lo que podía hacer-. Yo te he avisado.

– Sí, me has avisado -contestó Antoine.

No levantó la cabeza, cuando la puerta se cerró. Se quedó solo con Sabatina, y ella empezó silenciosamente a recoger las cosas, a abrir la cama, a dar entrada en sus vidas a la noche.

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