José Mendiola - Muerte Por Fusilamiento

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Premio Eugenio Nadal 1962

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Y colgó el aparato.

DOCE

El hombre se había extraviado. Primero le dijeron que lo que buscaba se hallaba en la planta segunda de los Ministerios. Allí, un ordenanza movió la cabeza en sentido negativo y lo envió de nuevo al piso de abajo. Era allí, le dijo, al fondo del corredor, tras una puerta de cristales. Pero estaba ya al fondo del corredor, y allí no había ninguna puerta de cristales. Se detuvo, indeciso, y examinó con aprensión a las personas que pasaban por su lado. Todas caminaban afanosamente. Se encogió de hombros. Él había estado pocas veces en los Ministerios, y aquel ambiente le resultaba desconocido. Pensó en detener a alguien, pero era tímido, y le fastidiaba tener que molestar a los demás. Allí todo el mundo andaba demasiado aprisa. Sin duda, se hubieran vuelto hacia él con cierta irritación para decirle: "No sé, no sé; pregunte a un ordenanza". Pero allí no había ordenanzas.

Es decir, sí que había uno. Le vio pasar con un expediente bajo el brazo y con aire de realizar importantes funciones. Se acercó a él. El ordenanza miró con cierta insolencia su abultado vientre y sus temblorosos carrillos.

– Perdone -dijo él, levantando una mano para ayudarse con el gesto-. Tal vez usted…

– Un momento. -Y el ordenanza empezó a trotar tras un joven delgado, le alcanzó y le entregó el expediente. Luego regresó sin prisa, con aire de quien está sumamente fatigado por el trabajo que recae sobre sus hombros-. ¿Qué desea?

– Soy el doctor Carvajo -explicó el hombre, con muchos ademanes-. Me dijeron que en este corredor… Se trata de la Subsecretaría General.

– Pero, ¿qué quiere, exactamente?

– Verá…-Era torpe de expresión, y mucho más cuando se ponía nervioso-. Busco la Subsecretaría General de los Ministerios.

– Se lo ruego. -El ordenanza, groseramente, consultó su reloj, dando muestras de impaciencia-. ¿A quién desea ver?

– No lo sé… Al Secretario, tal vez.

– ¿Para qué? -El ordenanza no tenía ninguna prisa. Le gustaba tratar mal a los que, como aquel hombre gordinflón y bien cuidado, mostraban tanto azoramiento-. ¿Tiene alguna cita, exactamente?

– Ah, cita… Soy Carvajo, el hermano del estudiante que… Usted habrá oído, habrá leído…

– ¿Del estudiante detenido?

– Sí.

El ordenanza lo examinó con curiosidad. Había visto, en los diarios de aquella misma mañana, varias fotos del chico. No se parecía nada a aquel hombre. El muchacho, en las instantáneas, mostraba un rostro delgado, labios finos, mirada ascética.

– Desearía ver a alguien. No sé… Me imagino que sería difícil ver al Subsecretario.

– Ni lo sueñe -respondió el ordenanza, despreciativo.

– Me lo imaginaba. Pero a su secretario, tal vez…

– Será muy difícil.

El hombre le miró con ojos mansos. Tenía unas bolsas fláccidas, debajo de los ojos, que temblaban cada vez que hablaba. ¿Recordaba, tal vez, a un buey pequeño y grueso?

– Si lo intentara…-sugirió.

El ordenanza se tomó tiempo. Hizo chasquear los labios, como si todo aquel asunto le distrajera enormemente de quehaceres fundamentales.

– Venga conmigo -dijo luego, condescendiente y resignado.

Se dio la satisfacción de caminar aprisa, para sentir tras de sí el trote ridículo, la respiración asmática del hombre. Al llegar junto a otro ordenanza, que leía un periódico sobre una mesita, hizo detenerse a su acompañante y fue solo a parlamentar. Carvajo observó el coloquio. El segundo ordenanza era delgado y tenía en sus labios un gesto permanente de amargura. Parecía profundamente agotado.

– Venga, por favor -llamó de pronto el ordenanza que le había acompañado, sin molestarse en volver la cabeza totalmente-. Este señor le atenderá.

El doctor Carvajo se precipitó a la mesita.

– Perdone -dijo-. Soy el hermano de…

– Sí, me lo han explicado. ¿Qué quiere?

– Tal vez si pudiera ver al secretario…

– El secretario está muy ocupado. ¿Para qué quiere verle?

– Bueno… -El doctor se irguió un poco. Demonios, si no era más que un ordenanza. Aquello era ya demasiado. Él no tenía por qué…-. Eso se lo explicaría a él.

El ordenanza le miró con rabia.

– No podrá verle -se vengó-. Está muy ocupado.

– Si usted le dijera…

– Tengo instrucciones -dijo el ordenanza, disfrutando-, de no molestarle. Haga una instancia.

– ¿Cómo?

– Una instancia. Póngale timbres, y me la entrega.

Los carrillos del doctor temblaron. Sabía, cielos, que todo aquello resultaría endemoniadamente difícil. Se lo había dicho a su mujer. Pero Margarita no había querido escucharle. Y lo peor era que no podía volver así, con las manos vacías.

– ¿No podría pedir al secretario que me recibiera?

– Podría, pero no lo haré. Tengo instrucciones.

El doctor jadeó un poco. Tenía asma. Los malos ratos le sentaban lamentablemente mal.

– ¿Qué digo en esa instancia? -preguntó, derrotado.

– Oh, lo que guste. Y póngale timbres.

Cuando el doctor se dirigía a la salida, unos minutos después, el ruido de sus pasos parecía repetir la palabra que le martilleaba en la cabeza: "Idiota, idiota", pensaba. Y se refería a su hermano. En el fondo tenía miedo del recibimiento que le dispensaría Margarita, su mujer.

TRECE

Esos pasos que se oyen -explicó Sabatina-, son los suyos. Conocemos las pisadas de todo el mundo, estamos todo el día escuchando.

– ¿Estás segura? -preguntó Angulo. Llevaba una hora en el piso de Antoine, esperándole. El reloj de la Catedral había sonado en cuatro ocasiones distintas, y en todas ellas había podido darse cuenta de lo tristes que eran sus campanadas-. Si no es él, me marcharé.

Pero sí era él. Antoine les miró desde la puerta, sin sorpresa. Luego pareció pensar que resultaba gracioso verles juntos, porque sonrió.

– Durante tres días -dijo Antoine, precipitadamente, mientras se quitaba la vieja gabardina-, he estado escondido en esta madriguera. Hasta que se me ha acabado la paciencia y no he podido más. Entonces me he bajado a la calle y me he bebido una botella entera de aguardiente. ¿He hecho bien?

– Muy bien -dijo Angulo-. Te he estado esperando.

– Al mismo tiempo -siguió Antoine, sin perder el hilo de su pensamiento-, me he dado cuenta de que el peligro, para mí, ha desaparecido. Totalmente desaparecido. He pasado miedo, lo reconozco, hasta que me he dado cuenta de que era absurdo temer.

– Estás loco -dijo Sabatina.

– ¿Qué huellas deja un artefacto de plástico? -preguntó Antoine-. Pues ninguna. La explosión fue muy potente, muy sonora, y volaron casi todas las cosas que estaban por allí cerca. ¿De qué tengo miedo yo?

– De la policía -contestó Angulo.

– Pero la policía no puede hacerme nada. ¿No sabes que en esta ciudad funciona una embajada de mi país? Pues bien: si las cosas se ponen muy mal, voy a la embajada, y asunto terminado. Se me concedería asilo político. No comprendo cómo no se me había ocurrido antes. No tenía necesidad de llevarme tantos sustos… ¡Es tan sencillo!

– Yo te estaba esperando -dijo Angulo, con voz llena de persuasión-, para hablar contigo. Las cosas se complican para ti.

– Tú eres amigo mío, no puedes pretender asustarme. Sabes que estoy a salvo.

– A salvo ¿de qué?

– A salvo de todo.

– Has podido hablar y decir cosas -dijo Angulo, cogiéndole por los hombros. Por supuesto que estaba borracho-. ¿Estás seguro de que mientras bebías esa botella no has…?

Antoine hizo un esfuerzo y recordó la luz roja de "La Papaya".

– Solamente había un viejo -dijo, arrugando el ceño-. Y una niña. La niña, por cierto, no tenía ningún parentesco con él. Él mismo me lo dijo. El viejo parecía querer charlar conmigo. Quería alguna cosa, no recuerdo cuál…

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