José Mendiola - Muerte Por Fusilamiento
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El Presidente despedía a la comisión con palabras huecas. Prometía vagas ayudas, futuros y detenidos estudios del problema. Los hombres vestidos de oscuro salieron con menos apelotonamiento que al entrar.
Cuando Angulo penetró en el despacho, vio que el Presidente tenía un gesto indefinido, entre cansado y aburrido. Sin desearlo, descubrió en aquellos ojos azules, entonces sin máscara, una vaga expresión de inocencia. Eran unos ojos sumamente azules.
– ¿Noticias?-preguntó el Presidente.
– Dos nuevos informes -explicó Angulo, escuetamente. Había descubierto que el Presidente odiaba las palabras-. La situación permanece igual. Los delegados no desean parlamentar.
– ¿No quieren hacerlo?
– Creo que no me he expresado bien -y, a su pesar, Angulo se sonrojó-. Lo que quise decir es que no han iniciado ninguna negociación. Comprendo que es muy distinto, Excelencia.
– No. -El Presidente se sentó-. En el fondo, es lo mismo.
En la antesala, los miembros del comité recibían sus abrigos y se los iban poniendo, ayudándose unos a otros. Guardaban un silencio hosco. Solamente el Consejero preguntó, por décima vez:
– ¿De verdad he estado bien?
– Sí, sí. Muy bien -le dijo alguien.
– No sé… Me parece que mi voz no era muy firme.
– Lo de siempre -dijo el Tesorero General, en voz baja, al Vicesecretario-. Palabras.
– Luego hablaremos.-Y el Vicesecretario miró, con desconfianza, a un hombre macizo, casi enterrado en un sillón, que miraba divertidamente cómo los del comité se colocaban los abrigos-. Todo el mundo sabe que el Presidente…
– Es una lástima que no le hayan dejado terminar de leer.
– Sin duda -asintió el Consejero, convencido-. La palabra escrita es siempre más eficaz que…
– ¿Qué me decía del Presidente? -preguntó al Vicesecretario su compañero, interesado.
– Todo el mundo dice que ya no tiene poder. Yo lo vengo sospechando hace tiempo… No es el mismo hombre que derrocó a Salvano.
– ¿Cree usted eso, de verdad?
– Oh, sí. Le falta vigor.
El hombre que aguardaba en el sillón bostezó ahogadamente. Tal vez, si tenía un oído muy fino, hubiera podido oír algunas palabras. Pero no parecía interesado. Consultaba su reloj de pulsera, y algo que debió ver en la esfera pareció llamarle grandemente la atención.
– Me parece que el Tesorero General -confió el Consejero, con voz de conspirador-, no ha sido muy diplomático.
– ¿Le parece a usted?
– Demasiado franco. Demasiado brusco. Hay que tener más cuidado: se trata del Presidente de la República.
– Creo que tiene usted razón…
– Vigor… -meditó el Tesorero General-. No sé.
El Presidente preguntó:
– ¿Y el policía herido por la explosión? ¿Se ha vuelto a saber algo?
– Sigue muy grave. Le han intervenido ya dos veces…
– ¿Y el chico?
Angulo arrugó la frente.
– Perdón -dijo-. No le comprendo, Excelencia.
– El estudiante que arrojó la bomba… No recuerdo cómo se llama.
– Carvajo, me parece.
– Sí, Carvajo. -El Presidente quedó pensativo, como si no supiera muy bien lo que deseaba preguntar, o como si hacerlo le resultara engorroso-. ¿Qué edad tiene?
– Dieciséis o diecisiete años… No lo sé, con seguridad.
– ¡Dieciséis años!
Quedó en silencio. Angulo observó su rostro, sus manos, su frente. Por la ventana entraba ahora un rayo tibio de sol, y caía directamente sobre la mano izquierda del Presidente. Era una mano noble, cruzada por venas sobresalientes y de color vino.
– Averigüe su edad exacta -dijo el Presidente, como si aquélla fuera para él una cuestión fundamental-. Y, cuando lo sepa, venga a decírmelo.
DIEZ
Ya no aguanto más -dijo Antoine-. Me marcho. Durante tres largos días, había permanecido encerrado en su piso. Cuando su aislamiento le empezaba a resultar inaguantable, había tratado de pensar que con ello iba logrando algo positivo. Deseaba convencerse de que cada día que transcurría sin que fuera detenido era un día que ganaba. Era como si el porcentaje de peligrosidad disminuyera cada veinticuatro horas. Como si él, permaneciendo escondido, acelerara aquel proceso cuya meta era la impunidad.
– ¿Por qué? -preguntó Sabatina. No preguntó a dónde iba. Era la noche del tercer día-. No has comido nada.
– He adelgazado -dijo él, con aprensión. Miró en el espejo su rostro amarillento-. Me doy cuenta de que estoy adelgazando a cada día que pasa.
– Tiene que ser así. No comes.
– No, no es eso. Es la enfermedad. Tú sabes que es la enfermedad. Yo debía estar ahora en un hospital.
– Y el alcohol.
– Sí, tienes razón. También es el alcohol.
– Mírate los labios. Los tienes morados y secos.
– Sí. -Antoine se pasó una mano por ellos. Luego se mojó, con la lengua, las costras que se le estaban formando-. Completamente secos. Todo me está pasando muy de prisa…
Abrió la puerta. Ella le vio marchar con una mirada que no significaba nada. En lo alto de la escalera, Antoine se detuvo a contemplar la oscuridad. Sentía vértigo, inexplicablemente. Pensó: "Debía estar ya en el hospital". La oscuridad parecía llena de manos. Él se iba aproximando a aquellas manos, a medida que descendía los escalones. Una claridad azulada le hizo ver los últimos peldaños. Una bombilla pequeña, infinitamente triste, iluminaba el portalón de suelo de piedra. Como siempre, aquellas piedras estaban húmedas, con la maldita humedad de aquel país.
El reloj de la Catedral dio una hora, no sabía cuál. Se acercó a "La Papaya" y estudió, desde la calle, el interior del pequeño local. A través de las cortinas escapaba un resplandor rojizo. Deseaba beber, aquella noche, pero no quería hacerlo con ella, con Sabatina. Empujó la puerta. Él bar tenía una fuerte luz roja, que ya casi no recordaba. Eran solamente tres días, pero le parecía que hacía mucho tiempo que no pisaba aquel lugar. Los cristales estaban muy sucios, o tal vez fueran opacos. En una de las mesas se sentaba un hombre viejo, acompañado de una niña. Antoine pidió una copa de aguardiente y ocupó la mesa contigua. Tal vez, se dijo, aquella niña fuera su nieta. Era muy delgada, y tenía una expresión de intensa insatisfacción.
No había más gente en el bar. Recordó lo aburrido que resultaba beber en compañía de Sabatina. Ella era silenciosa. Si hablaba, decía siempre las mismas cosas, cosas que Antoine había oído millares de veces, cosas que quizás él mismo le había enseñado. Bebió, y le pareció que las costras de sus labios se reblandecían, al tomar contacto con el aguardiente. La niña le miraba con una mirada profunda, como si estuviera absorta en su contemplación. Empezó a sentirse a gusto. Vio que la puerta del bar iba a abrirse, y decidió no tener miedo. No tuvo miedo. Entró un hombre, apoyándose en un bastón. El bastón era blanco, y con sus secos golpes sobre el suelo parecía explicar la desgracia del hombre. Era ciego. Buscó una mesa, y por su manera de buscarla y dejarse caer sobre el asiento, Antoine supo que ya había estado allí otras veces. Bebió, de nuevo, terminando la copa. El aguardiente le quemaba gratamente las entrañas, cuando se levantó y fue hasta el dueño del bar.
– Póngame más -pidió.
– ¿Otra copa?
– No, no. Sería demasiado pesado. Déme la botella entera.
¡Qué distinto era hacerlo solo! Sabatina era triste. ¿Cómo no se había fijado antes? Era inmensamente triste. Y, naturalmente, él terminaba de la misma manera por mucho que bebiera. La clase de tristeza que aportaba Sabatina al ambiente era impenetrable y sólida. Era inútil pretender ablandarla con alcohol, inútil e ineficaz. Por mucho que bebiera, no podía destruir aquella odiosa sensación que se le iba metiendo dentro a medida que contemplaba los ojos inexpresivos de la muchacha, su falta de alegría, su monótona inocencia.
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