José Mendiola - Muerte Por Fusilamiento
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– En una ocasión -y el Comisario, para recordar, miraba al techo, haciendo visibles los blancos globos de sus ojos-, interrogamos a un hombre que estaba propasado. Éste no es el caso de usted, por supuesto. Resultó que hizo una serie de afirmaciones realmente sorprendentes, y que las firmó. ¿No fue así, Méndez?
– Las firmó, sí.
– Pues bien: a la mañana siguiente, pretendió retractarse. Imagínese qué trastornos, qué complicaciones…
Antoine levantó la cabeza.
– Yo estoy bien -dijo-. Lo juro.
El Comisario levantó la mano.
– No es preciso tanto… -Se volvió a Méndez-. Los nuevos datos, por favor.
Méndez le entregó un papel con unas pocas palabras escritas en él. El Comisario lo leyó rápidamente.
– Señor Ferrens -dijo luego, con voz distinta, como si bruscamente se le hubiera esfumado todo resto de amabilidad-. ¿A qué partido político pertenece usted?
Antoine vaciló.
– A ninguno -contestó luego.
El Comisario suspiró.
– Por favor -dijo.
– A ninguno -repitió Antoine, con más fuerza.
– ¿De qué trataron, exactamente, en la reunión que tuvieron el día primero de noviembre en…?
– Yo no asisto a reuniones.
– Usted se precipita, señor Ferrens. Ni tan siquiera he podido mencionar el lugar de…
– Es igual, igual. Yo no asisto jamás a reuniones.
Con una apariencia de vago desaliento, el Comisario miró a Méndez.
– Así no haremos nada, Méndez. Vamos, señor Ferrens. Se lo suplico.
– Le estoy diciendo la verdad.
– ¿Trabaja usted en algo?
– Ah… No.
– ¿De qué vive?
– Tengo algunos ahorros.
– ¿Qué clase de ahorros?
– Ah… Ahorros.
– Quiero decir: ¿de dónde ha salido ese dinero?
Antoine tragó saliva,
– ¿Le mantiene alguna mujer?
– Bien… También ella gana algo, a veces.
– ¿Le parece digno?
– No, no me parece digno. Pero es la verdad.
– ¿Quién es ella?
– Tiene diecinueve años… Se llama Sabatina.
– ¿Qué más, aparte de Sabatina?
– Nada más. Sabatina, a secas. No tiene apellido.
– Anótelo, Méndez. Tal vez la llamemos. ¿Y es Sabatina quien le mantiene a usted?
– No, exactamente. Ya le digo que tengo…
– Ahorros, sí. ¿De dónde ha ahorrado, si me hace el favor?
– Antes trabajaba.
– ¿En qué?
– En una casa Consignataria… Richman e Hijos. Puede preguntarlo. Pero me expulsaron.
– Por beber, supongo.
– Sí.
– ¿Hace mucho tiempo de eso?
– No: dos, tres semanas.
– ¿Por qué bebe?
– No creo que eso… Bebo, sencillamente,
– ¿Trata de buscar trabajo?
– Oh, sí.
– "Oh, sí". ¿En qué, si puede saberse?
– Leo los anuncios de los periódicos.
– Vaya, los anuncios…
Hubo un largo silencio. Luego, con una voz completamente distinta, como si hablara a un niño que ocultara alguna inocente fechoría que, de todas formas, se acabaría sabiendo, el Comisario dijo:
– Cuénteme lo de la reunión del primero de noviembre.
Antoine guardó un obstinado silencio. Estaba asustado. Sabía que su frente le sudaba, de aquella manera grasienta y desagradable que sudaba en los últimos tiempos, pero secarse aquella humedad fría le parecía algo así como delatarse.
– Vamos, vamos -repitió el Comisario, sin enojo ni prisa en su voz-. Usted nos lo va a contar todo, y nosotros le vamos a escuchar. Trae unos cafés, Méndez, y di a los demás que ya pueden marcharse…
DIECISÉIS
"La Papaya" tenía una rabiosa luz roja, y sus claridades molestaban a Angulo. No le gustaba aquel lugar. Ignoraba por qué Antoine acudía a él con tanta frecuencia, por qué lo habían escogido aquella noche para hablar sobre algo. "Algo muy importante", había susurrado la voz de Antoine por el teléfono. "Espérame allí, en el bar de otras veces, en el bar de siempre, en "La Papaya". Y eran ya las diez y media, y su amigo no había aparecido. Se impacientó. Observó cuidadosamente cómo se abría la puerta y entraban un viejo indio, de cara momificada, y una chiquilla escuálida. Observó también, desde la ventana, a través de los reflejos rojizos que despedía el vidrio, la calle silenciosa. Era cierto, como Antoine decía, que aquélla era una ciudad distinta. Las pocas personas que transitaban por la noche, no se parecían en casi nada a las otras, a las que recorrían la ciudad durante el día. Las gentes de la noche eran torvas, huidizas. Se comportaban como si acecharan, o tal vez como si supieran que ellos mismos eran acechados por otros seres semejantes. Angulo había observado más de una vez los extraños grupos de indios o mestizos que se formaban, a medianoche, a la sombra de un moderno rascacielos. Se sentaban incómodamente, casi siempre en cuclillas, y no hablaban, o hablaban muy poco. Nadie sabía lo que hacían, nadie sabía de qué vivían ni por qué vivían. Fumaban, en silencio, largos cigarrillos de tabaco nacional negro. Nadie sabía lo que hacían, pero aquellos hombres convertían la ciudad, por la noche, en una ciudad peligrosa. Y las gentes no salían de sus casas. No se veían transeúntes normales. No se veía una sola mujer ni un solo niño. Y si alguien se rezagaba hasta el final de la última sesión de un cine, regresaba a su casa por lugares iluminados, llevando seguramente algún temor en el corazón. La ciudad despedía una sensación de miedo, de desamparo, de anhelo del nuevo día. Y Angulo sabía que su amigo Antoine había asimilado todo aquel miedo, hasta llegar a sentirse prisionero en América, hasta aborrecerla. Miró de nuevo a la niña y se fijó en el hundimiento de su rostro, en su mirada húmeda. Trató de no imaginarse nada, de no pensar. Pero sabía que también aquellos seres, el viejo y la niña, eran productos de la noche, como los mestizos que se sentaban a la sombra de algún gran edificio. Y sabía que en aquella ciudad ocurrían cosas vergonzosas y denigrantes, cosas que seguramente la luz del nuevo día borraría, alejándolas y restándoles horror.
El reloj de la Catedral volvió a sonar. Angulo se fijó, distraídamente, en el dueño del bar, que limpiaba vasos de una manera rítmica, sin expresión ninguna. Era un hombre calvo, de semblante apacible. Angulo vio cómo levantaba los ojos, apenas sin interés, para fijarlos en la puerta. Fue entonces cuando entró Antoine. Se veía, tan sólo con mirarle, que estaba contento. Se acercó presurosamente a su amigo, hizo una seña al dueño pidiéndole algo, y susurró:
– Escucha… Sé que te vas a alegrar. Me han dicho que puedo marcharme de este país.
Angulo se tomó tiempo.
– ¿Quiénes te han dicho eso? -preguntó luego.
– Vengo del Registro de Extranjeros. Me han interrogado durante dos horas, o tal vez más… Al principio, estuvieron amables conmigo. Pero luego se enteraron de nuestra última reunión, la del primero de noviembre… Demonio, lo de la reunión empezó no gustándoles nada. Creí que allí terminaba todo, te lo juro.
– ¿Qué reunión fue ésa?
– Aquélla en la que te propusieron a ti para… Ya lo sabes. Pero ya no hay nada de qué preocuparse, ya lo he arreglado todo. Claro que al principio me asusté, y empecé por negar que nos hubiéramos reunido. Pero era inútil, vi que estaban perfectamente enterados…
– ¿Perfectamente enterados?
– De que nos habíamos reunido, quiero decir. No había nada que hacer, te lo aseguro. Tuve que terminar diciendo que, efectivamente, tuvimos una reunión, pero que no hubo en ella nada de política. Ellos me preguntaron entonces sobre qué hablamos, y tuve que inventar. "Nos proponemos -dije-, montar una organización para los extranjeros que no hayan tenido suerte en este país y no cuenten con medios para regresar a sus tierras…" Eso de la organización no les extrañó nada. Tú sabes qué aficionados son en este país a montar organizaciones para todo.
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