José Mendiola - Muerte Por Fusilamiento

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Premio Eugenio Nadal 1962

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– ¿El doctor Carvajo? -interrogó. Tenía en la mirada algo que resultaba vagamente afectuoso. Se levantó y fue a su encuentro-. Yo soy Avelino Angulo, oficial de…

– He redactado una instancia -dijo Carvajo, con rapidez. Y tampoco pudo evitar que su voz fuera exculpatoria. Parecía querer indicar que estaba profundamente avergonzado por el asunto de la instancia-. Me sugirieron que expusiera…

– Sí, sí. Ya he leído su instancia. Me di cuenta de que usted deseaba realmente ser recibido por el señor Presidente.

Carvajo tragó saliva.

– Ah, el Presidente, dice -murmuró. En verdad, no aspiraba a tanto. Tal vez tampoco lo deseara-. Yo no sé hasta qué punto…

– ¿Quiere usted decir que tal vez no sea posible?

– Sí, eso quiero decir.

– El Presidente le recibirá -prometió Angulo. No advirtió en el visitante alegría alguna, sino evidentes signos de inquietud. Y de zozobra-. Le recibirá esta misma mañana.

– ¿Ahora? -Carvajo tenía dentro de sí una mezcla de susto e inquietud. No tenía palabras para calificar la estúpida conducta de su hermano.

– Bien, digamos en esta misma mañana. Tal vez sea muy pronto, sí. No creo que los asuntos de Presidencia sean hoy… Supongo que se alegrará.

– Oh, sí. Por supuesto.

– Me lo imaginaba. Tan sólo debo advertirle que evite usted, en la audiencia, tocar otro punto que no se refiera al asunto de su hermano. Es la costumbre.

Carvajo asintió, sin fuerzas. Era horrible que… Nunca se debió mezclar Alijo en asuntos de política. Se lo había advertido mil veces.

– Solamente -dijo, con humildad-, deseo pedir su indulto. Es horrible condenar a muerte a un chiquillo… Él es demasiado joven, no es un hombre aún. Usted sabe que…

– Dieciséis años, ¿verdad? No debe pensar en una condena a muerte. La legislación de este país…

Angulo calló.

– ¿Qué? -interrogó Carvajo.

– No se puede ejecutar a nadie que no haya cumplido los dieciocho años -terminó Angulo, sin convicción. Pero no hacía una hora que había visto la sentencia de muerte y la orden de ejecución. Sólo que faltaba, al pie del documento, la firma del Presidente y dos o tres trámites sin importancia. Era horrible ver los poquísimos trámites que se requerían en aquel país para ejecutar a alguien-. Usted conoce la legislación, sin duda.

– ¿Está usted seguro de que no…?

– Bien… Es la ley.

– Yo he oído un rumor -meditó Carvajo-. Dicen que muy pronto será ejecutado… Tal vez sea solamente un rumor sin fundamento.

Angulo se sintió desasosegado. Era increíble la cantidad de humildad que se advertía en los ojos mansos de aquel hombre. Era muy probable que el Presidente se ensañara con él. Trató de que sus labios formaran una sonrisa de circunstancias y dijo:

– Siéntese, por favor. Tal vez tenga que esperar un poco…

Pero no hubo necesidad de que Carvajo esperara apenas. Como si sus ojos contemplaran la escena a través de un velo de niebla, observó de pronto un movimiento inusitado a su alrededor. Angulo entró en el despacho contiguo, y a través de la puerta llegó un murmullo continuo de palabras a media voz. Al mismo tiempo, se produjo un ruido a sus espaldas. Carvajo, al volverse, se encontró ante la cara vigilante y burlona del ordenanza, que le miraba desde la entrada. ¿Por qué demonios…? Pero ahora llegaba de nuevo Angulo, le sonreía desde la entrada del despacho presidencial, le hacía una seña discreta…

– Ahora -murmuró Angulo.

Carvajo se puso de pie de una manera mecánica. Estaba tan acobardado como si al otro lado de la puerta, guardando un increíble silencio, esperara un pelotón de fusilamiento. Echó a andar de una manera casi brusca, pero no tenía sensibilidad ninguna en sus pies. ¿Por qué demonios había el ordenanza…? Angulo dijo:

– Ya puede usted pasar.

Suspiro profundamente. Ahora estaba ya en el despacho, caminando hacia el centro, considerando que el Presidente estaba situado excesivamente lejos… Le miró, profundamente consternado: era un hombre anciano, de rasgos cansados. En el despacho entraba ahora una luz metálica, casi azulada, una luz de media mañana. Observó que los ojos del Presidente eran profundamente azules.

DIECINUEVE

El Presidente contempló, con cierta curiosidad, los andares breves y temblorosos del doctor Carvajo. Le resultó imposible no imaginarse que se encontraba ante un buey o una vaca. El parecido era casi afrentoso. Y luego estaban aquellas bolsas fláccidas, bajo unos ojos llenos de mansedumbre… El doctor se situó en el centro del despacho, hizo una reverencia innecesariamente grande, y rompió a hablar. El Presidente le miraba fijamente, casi absorbentemente. A un lado, muy cerca de la puerta, Avelino Angulo era una sombra quieta y expectante. Una luz azulada entraba por los amplios ventanales, caía sobre la mullida alfombra, se esparcía por todos los rincones. La voz de Carvajo, por supuesto, no era firme. Su parlamento estaba lleno de tópicos, de lugares comunes, de vulgaridades… Era, posiblemente, un discurso ensayado infinidad de veces ante un espejo de lavabo.

– ¡Un momento! -dijo el Presidente, repentinamente. Tuvo la satisfacción de ver cómo el otro frenaba en seco-. ¿Ha dicho usted "sentencia de muerte"?

Carvajo, sobrecogido, asintió.

– Sí, Excelencia.

– ¿Y quién le ha hablado a usted de una sentencia de muerte, vamos a ver?

Hubo una pausa. Los labios de Carvajo se agitaron un poco y fueron inmediatamente humedecidos. Era evidente que se percataba de lo mal que todo empezaba para él, y que no se hacía ya ilusiones de que aquélla resultara una entrevista como la que Margarita había imaginado.

– Realmente, carezco de seguridades sobre ese rumor -murmuró-. Un rumor, Excelencia: esa es la palabra.

El Presidente movió la cabeza, con una desaprobación ostensible.

– Hace usted mal en escuchar rumores.

– Sí, Excelencia.

– ¿Conoce usted la legislación de este país?

– Ah, la legislación. Un poco, Excelencia.

– ¿Autoriza la ley la ejecución de un menor de edad?

– No, señor. Es decir, creo que no.

– No la autoriza. Entonces ¿a qué viene todo esto?

Carvajo abrió los brazos, como si él mismo pidiera ayuda, como si él mismo deseara saber ardientemente a qué venía todo aquello. Sabía que el asma le empezaría pronto a molestar, y que entonces su respiración sería sibilante…

– Sí, señor -fue todo lo que pudo decir.

– Es obvio -anunció el Presidente-, que se cumplen las leyes. Existe una legislación especial de Tribunales de Menores…

Ahora, el Presidente hablaba con tonos monocordes y breves pausas. Carvajo estaba próximo al mareo. Pensaba: "Lo recordaré todo, todo. Por la noche, podré contárselo a Margarita…" Sorprendió, en el monólogo del Presidente, la palabra "anarquismo". Respiraba con dificultad. Sentía que el asma se enseñoreaba de su cuerpo entero. Era una suerte que no se le pidieran contestaciones, que no se le hiciera hablar. Empezó a adquirir la vaga sensación de que el Presidente había empleado muchas veces las palabras que ahora estaba pronunciando, y que aquel uso constante les había privado totalmente de sentido. Carvajo abrió la boca, aprovechando una pausa.

– Sin embargo -se sorprendió diciendo-, mi hermano Alijo no es un anarquista.

Se produjeron unos instantes llenos de violencia. Angulo cambió de postura, Carvajo tosió, espantado de sus propias palabras, y el Presidente tuvo una fuerte tentación de darse a la ira.

– ¿Qué entiende usted por anarquista? -preguntó.

Carvajo se encogió. No trató de responder.

– Los estudiantes -continuó el Presidente-, alteran constantemente, desde hace varios meses, el orden público. No tienen programa ninguno: lo hacen sin razón, sin justificación de ninguna clase… Al principio, se contentaban con interrumpir la circulación, con repartir octavillas…

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