José Mendiola - Muerte Por Fusilamiento
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– Sí. -Angulo bebió un trago de aguardiente-. Muchas veces. Pero considera que Carvajo no ha muerto aún, que tal vez no muera. Y lo de "El Infierno"… No sé. Quisiera saber si él no hace todas las cosas obligado.
– Obligado, ¿por quién?
– Por ellos… Por el Subsecretario, sobre todo. Leonardo… Ése sí es un hombre fuerte, de cabeza fría.
La prostituta empezó a cantar, con voz de falsete:
– Yo volveré a mi vieja y amada Europa… ¡Oh, Europa, querida Europa!
– Por favor -dijo el viejo indio-, no grite tanto. Todos la oímos perfectamente sin que levante la voz.
– Europa -murmuró vagamente Antoine, mirando a la mujer-. Quisiera no estar aquí cuando sucediera todo eso, cuando vuelva Salvano… Tu me escribirás, y me dirás que Salvano es un hombre bueno. Tú sabes que Salvano marchó del país para evitar una matanza, y también sabes que lo que tú vas a hacer evitará otra. Todo terminará bien, ya lo verás. Tengo confianza en Salvano, y en ti, y en todos los que vengan cuando muera este cerdo…
Angulo terminó su copa de aguardiente, en silencio.
DIECISIETE
En la oscuridad, Sabatina rozó el brazo de Antoine, y éste despertó.
– ¿Qué quieres? -preguntó.
– Me duele -dijo ella-. Me duele mucho.
Antoine miró por la ventana, bostezando. Podrían ser las cinco, las seis de la madrugada…
– ¿Dónde? -indagó.
– En la cadera.
– ¿En la cadera?
– Me pegaste hace tres noches, cuando viniste… ¿No lo recuerdas?
– Sí, ya lo recuerdo.
– Desde que lo hiciste -suspiró ella-, ni un solo día, ni un sólo minuto ha dejado de dolerme.
– Demonios, te debí de pegar muy fuerte -dijo Antoine-. Tendrás que ir pensando en que te vea un médico.
– ¿Qué médico, Antoine?
En la oscuridad, él se encogió de hombros. No era aquél un asunto que le interesara de una manera particular.
– Oh, cualquier médico -respondió-. Todos son buenos… Vete y dile que te vaya mirando eso.
Sabatina estuvo largo rato sin decir nada, con los ojos abiertos. Luego preguntó:
– Tú me acompañarás, ¿verdad?
– Verás, no… Te preguntará con qué te hiciste eso, y tú debes decirle la verdad. A los médicos no se les puede engañar. ¿Con qué fue? ¿Lo recuerdas?
– Con una madera. Con la pata de aquella silla que…
– Sí, sí, ya me acuerdo. Comprenderás que yo no puedo estar delante. Sería muy violento, para mí…
Sabatina asintió, con los ojos muy abiertos, como si fuera casi inaudito que no hubiera reparado en aquello.
– Es verdad… No me había dado cuenta. Iré sola.
– Sí, es mejor que vayas sola.
– Tengo que dormir apoyada en la otra cadera, para que no me haga daño…
– Sobre la cadera izquierda, ¿verdad? Sí, me había fijado.
Hubo un silencio. Antoine trató de bromear.
– Así que siempre me dabas la espalda, como si estuvieras enfadada conmigo, ¿verdad?
– Sí, sí -rió ella-. Pero yo no estaba enfadada contigo.
– No, ya lo sé.
– ¿Puedo ir mañana al médico?
– Sí, mañana. Cuando tú quieras…
– Tengo que llevar dinero -meditó ella, preocupada. Empezó a considerar la posibilidad de no ir al médico-. Ya nos queda poco otra vez.
– Vete al Hospital. Allí no te cobrarán, creo yo.
– Sí -dijo Sabatina, contenta-. Iré al Hospital. ¿Crees que allí habrá buenos médicos?
– Oh -dijo Antoine, medio dormido-. Los mejores, sin duda.
DIECIOCHO
Las cosas habían cambiado en muy pocos días, y el doctor Carvajo lo sabía. Antes, en la primera ocasión en que pisó los Ministerios, él era un intruso, un advenedizo. Los ordenanzas le maltrataron. Nadie sabía leer tan bien en una cara como un ordenanza, y la suya reflejaba entonces miedo e indecisión. Pero, ahora, la Subsecretaría le había citado. Se requería su presencia. Margarita, su mujer, escogió para él un traje oscuro a rayas verticales y una espantosa corbata floreada. Ella cuidaba los detalles, confiaba en que, siendo cuidadosa con ellos, el asunto principal terminaría necesariamente bien. Por otra parte, Margarita no podía hacer nada más. Salvo recomendaciones, por supuesto. Le había dicho:
– No des muestras de estar asustado. Tal vez sea el mismo Presidente de la República quien te…
– ¿Por qué había de estar asustado?
– ¡Exactamente! ¿Por qué habías de estar asustado? Un hombre asustado jamás obtiene nada.
Entonces, el doctor Carvajo se había mirado en el espejo. Sí, no cabía duda: ya asomaba a sus ojos, con sólo pensar en la entrevista, aquella luz que le definía como un hombre acobardado. Y aquel hombre acobardado tenía que obtener lo imposible: el perdón de su hermano Alijo, el perdón del estúpido que arrojara una bomba y matara a un policía…
– Tú eres doctor -le estimuló Margarita, tratando de fortalecerle-. Te encontrarás, en los Ministerios, con hombres que tienen infinitamente menos importancia que tú. Tenlo en cuenta. Haz ver que tu categoría es…
– ¡Tonterías! -se irritó Carvajo-. ¿A qué viene todo eso?
Pero él sabía muy bien a qué venía. Pensó en ello mientras recorría los desolados pasillos de la Subsecretaría. Le fastidiaba que Margarita advirtiera, siempre, lo que pasaba por su interior. A veces, ella le miraba y suspiraba. Nada más. Pero Carvajo ya sabía entonces lo que estaba ocurriendo en el pensamiento de su mujer. Y también sabía otras cosas: Margarita comparaba a los dos hermanos, no podía por menos de hacerlo. Él era viejo, grueso, y bajo sus ojos colgaban bolsas fláccidas, residuos de un tiempo en que aún fue más grueso. Alijo era un chiquillo flaco y de mirada firme. La seguridad que tenía en sí mismo resultaba casi insultante. Jamás preguntaba nada. Sabía lo que tenía que hacer. No se consideraba inferior a nadie, y era un muchacho de dieciséis años.
Eran las once de la mañana cuando Carvajo se situó ante el ordenanza que le maltratara en la última ocasión. Respiró hondo, antes de mostrarle la citación. Se permitió el lujo de dirigirle la palabra sin darle los buenos días.
– Tengo una cita -dijo. Su intención no fue del todo secundada por su voz, que tembló un poco-. Una cita.
El ordenanza levantó la cabeza. Miró el papel, sin interés, y dio una larga chupada a su cigarrillo antes de tomarlo. Aquello fue fatal, fatal. No estaba previsto que Carvajo mantuviera en el aire su mano gordinflona, en un tácito ruego de que le cogieran la citación. Empezó a ponerse nervioso.
– Bien -dijo el ordenanza. No cabía duda de que dominaba la situación. Le miró de frente, y sus ojos se detuvieron particularmente en las bolsas fláccidas del visitante. Añadió, con voz helada-: Siéntese.
Carvajo se volvió en torno, desolado. No había sillas, ni…
– Ah -dijo-. ¿Dónde debo…?
Fue horrible. El ordenanza no se dignó responderle. Se levantó de su silla y, con un aire de profundo fastidio, entró en un despacho. Carvajo se sintió acorralado. Miró precipitadamente a su alrededor y vio, casi a lo lejos, un modesto banco de madera adosado a la pared. Profundamente humillado, llegó hasta el banco y se sentó.
La suerte le era definitivamente adversa. No hacía un minuto que se había sentado cuando el ordenanza surgía de nuevo. Se miraron, con evidente menosprecio, y el ordenanza le hizo un signo de que se acercara. Carvajo volvió a levantarse, llegó a la puerta, y estuvo a punto de tropezar con el otro, en un pueril intento de adelantarle para pasar en primer lugar.
Ahora se encontraba en una antesala grande. Un hombre relativamente joven estaba sentado ante una mesa examinando unos papeles. Tenía un vago aire de seminarista, o tal vez de doctor en alguna asignatura teórica. No debió oírle entrar, porque no se movió. El ordenanza les había dejado solos, y Carvajo se sentía incómodamente quieto en el centro de la antesala. Carraspeó suavemente, tratando de no estorbar, y el otro levantó la cabeza.
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