La ventaja de vivir allí era que estando fuera a la vez estaba cerca de Manhattan, a donde seguía yendo a menudo. No era fácil conseguir que Raúl se aviniera a salir de su isla; parecía que el río le protegiera del mundo exterior. Una de las cosas que más me complacían, cuando salía por la noche con Raúl y los demás, era hacer el camino de regreso. Gus y yo siempre le pedíamos al taxista que nos llevara por Broadway y que se desviara hacia el puente un poco antes del Ayuntamiento. No había nada como bajar por aquella avenida llena de luces, bajo la fría noche neoyorquina.
Al llegar a Brooklyn, después de cruzar el puente, la ciudad se volvía más tenebrosa, pero no intimidaba. Una noche que volvía solo, el taxista que me llevaba, un árabe llamado Said, según rezaba su licencia, me preguntó si vivía allí. Cuando le dije que sí, juzgó:
– Hace bien. Esta es zona de judíos. Me gusta tener judíos alrededor. Sus barrios siempre son agradables y pacíficos.
En marzo y abril, cuando llovía, me iba a menudo a Brooklyn Heights Promenade a mirar el perfil de Manhattan, desvaído entre la bruma. Los helicópteros aterrizaban y despegaban del helipuerto que hay cerca de Wall Street y del río subía un acre olor a pescado, insinuando la cercanía del mar. Otros días, sin lluvia, me acercaba a sentarme ante la puesta del sol, entre todos los que iban con sus cámaras a fotografiarla desde allí. Pero quizá nada fuera comparable a caminar por Brooklyn Heights Promenade de noche, cuando los edificios rompen la negrura con sus siluetas salpicadas de luces. Debajo del paseo discurre la autopista Brooklyn-Queens, y su ruido sirve a todas horas de fondo sonoro a la estampa. Mientras contemplaba Manhattan, escuchando los motores de los coches y los camiones que rugían sin cesar debajo de mí, presentía que no había ido allí sólo para abandonarme a un misticismo errabundo; que estaba por suceder algo que le daría otro significado a mi viaje. Y justo entonces, apareció Dalmau.
Noticia de Dalmau
Encontré el libro de Dalmau en la biblioteca pública de Brooklyn, por pura casualidad. Andaba recorriendo las fichas en busca de otra cosa cuando me tropecé con una que comenzaba: DALMAU, Manuel. Creo que habría dejado pasar la obra a la que se refería aquella ficha, atribuyéndola sin más a cualquier escritor hispanoamericano desconocido para mí, de no haber sido por el título: Lejanos. Así, en español. Sin embargo la ficha informaba que el texto estaba en inglés y no ofrecía reseña de ninguna traducción.
Cuando tuve el ejemplar en mis manos, vi que el texto inglés y el título castellano eran, paradójicamente ambos, los originales. Se trataba de la reedición reciente, datada apenas un par de años antes, de un libro que había sido publicado por primera vez en 1936 en Nueva York. Quien había decidido reeditar aquello no era una editorial de segunda fila, sino una de las más prestigiosas, dentro de una colección que trataba de recuperar títulos antiguos y raros de autores no estadounidenses. La novela, que tal era, venía acompañada de un postfacio bastante elogioso a cargo de una anciana profesora de Princeton que confesaba haberse sentido impresionada por el libro en su juventud, aunque apenas ofrecía información sobre el escritor. Todo lo que se decía de los orígenes de éste en una breve página titulada About the Author era que había nacido en Madrid en 1901, que había venido de España a principios de los años 20 y que había publicado en Estados Unidos y en inglés su corta obra (aquella novela y algunos relatos sueltos) ante la convicción de que en su país no iba a ser entendida. Aparte de esto la nota biográfica sólo suministraba otros dos datos: que había trabajado de traductor para un banco y que en la actualidad, es decir, dos años atrás, vivía jubilado en Nueva York.
Leí el libro con avidez. Era una historia acusadamente surrealista, muy del gusto del tiempo en que había sido escrita. A pesar de su título y de la biografía del autor, y contra lo que yo había intuido, no versaba sobre nadie que estuviera lejos de su tierra, al menos en el sentido físico de la palabra. En realidad, era más bien al revés. La acción del primer capítulo transcurría en Toledo, de cuyas calles, plazas y puentes, en atrevido desafío a la presumible ignorancia y aun indiferencia del lector americano, se consignaban algunos nombres propios. Cuando, a partir del segundo capítulo, la acción se trasladaba a Madrid, este afán se desbordaba. Como si el autor actuara guiado por una obsesión de exactitud, las páginas de la novela recorrían itinerarios urbanos madrileños cuidadosamente identificados. En medio de la irónica prosa inglesa de Dalmau, más que loable para ser extranjero, brotaban aquí y allá, extrañamente mezclados con ella, nombres que me eran familiares: la Puerta del Sol, Sevilla Street, Alcalá Street, la Gran Vía, la Castellana, el Retiro. Por estos lugares bien determinados se movían sus enajenados personajes, que componían un disparatado mosaico de lo español: inventores que no habían sido reconocidos, comerciantes enriquecidos en el tráfico con las Indias, héroes frustrados, monjas incestuosas, comisarios de policía ofendidos, prostitutas amnésicas, aventureros que corrían en las noches de lluvia detrás de muchachas que tenían citas misteriosas y también estas muchachas, que no los rehuían. En seguida advertí que las mejores escenas eran las que estaban más íntimamente asociadas a aquellos lugares concretos, las que sólo podía apreciar en toda su belleza quien conociera tales lugares y por tanto muy pocos, si alguno, de los americanos que hubieran leído el libro.
Y es que cuando se llegaba a alguno de aquellos pasajes, como el episodio bajo la lluvia entre el aventurero y la muchacha, que pasaba en la esquina de Alcalá con Velázquez, era preciso saber que enfrente estaría el Retiro, y que bajo la noche, seguramente una de esas noches de cielo gris azulado que suele haber en Madrid, las copas negras de los árboles se agitarían con el viento. Ninguno de los lectores americanos podía hacerse una idea precisa del escenario, y con ello se les hurtaba el motivo principal que tenía el aventurero, por ejemplo, para considerar adorable que en ese instante la muchacha le llamara estúpido. Y viceversa: entre quienes hubieran podido descifrar todas las claves, los habituados a pasear una noche de lluvia junto al Retiro, era poco probable que hubiera uno solo que tuviera ocasión de leer el fragmento. Esa doble falta, que yo estaba inopinadamente remediando, me apremiaba a proseguir la lectura. Mientras sentía reunirse en mí al lector con el trasfondo oculto de lo leído, salvando una rotura que quizá nunca antes había sido salvada, tuve la intuición, hasta entonces inédita para mí, de estar realizando el destino de aquella extravagante novela. Cualquiera que tal destino fuese.
A medida que fui avanzando empecé a entender la razón del título y simultáneamente, porque eran la misma cosa, el auténtico propósito del libro. Bajo el pretexto de una narración esperpéntica, Dalmau había compuesto, en su procurada lejanía, una apasionada evocación de la ciudad y del país que había abandonado. Las continuas alusiones sarcásticas a la sociedad española, al temperamento español o al atraso de sus compatriotas eran, a la postre, una de las mejores pruebas de aquella devoción, porque el narrador nunca acertaba a sonar frío o desentendido. Como uno de sus personajes, que insultaba a España y daba puñetazos en las mesas de los cafés por la ingratitud y la ceguera de aquélla con sus hijos más preclaros, manifestaba con su actitud un afecto inconsciente. Desnudo de proclamas y banderas, este patriotismo subrepticio de Dalmau se vinculaba a los rasgos esenciales del paisaje y el espíritu españoles, tal y como los guardaba su memoria. Por eso sus criaturas de ficción eran excesivas y simbólicas, adictas al gesto y a lo tremendo.
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