Lorenzo Silva - El Ángel Oculto

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Impulsado por una serie de acontecimientos que él interpreta como señales -la muerte de su perro, la infidelidad de su mujer, un hombre vendiendo pañuelos en un semáforo, un sueño- el protagonista de esta novela decide dejarlo todo e irse a Nueva York, con el vago designio de iniciar algunos estudios o, simplemente, a esperar algo que haga cambiar su vida.
El hallazgo casual de un libro escrito por Manuel Dalmau, un español emigrado a Estados Unidos a principios de los años veinte, le proporciona el primer indicio de cuál era la verdadera finalidad de su viaje. Sus tentativas por localizar al autor le llevarán a conocer a una mujer que le fascina, pero también le involucrarán en una trama de amenazas y misterios. Cuando por fin conozca a Dalmau y las razones que le impulsaron a abandonar España, su destino se verá inexorablemente ligado al del anciano, en un viaje interior que le hará comprender los poderosos vínculos que nos unen a los nuestros y a la tierra que nos vio nacer.

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El Carnicero, como se le apodaba, había dejado a los muertos sentados en los sofás de sus casas o en los bancos de los parques, narraba el locutor. Hacia el final del programa venía lo más emotivo. Le hablaban al criminal de su mujer y su hija, que le habían repudiado y otorgaban entrevistas sobre su vida con el monstruo, cuya macabra actividad juraban no haber sospechado nunca. Antes de eso el hombre proclamaba no estar arrepentido ni creer que hubiera hecho nada malo, porque si no hubiera matado él lo habrían hecho otros y porque nunca había asesinado a título personal, sólo por dinero. Pero cuando le preguntaron por su mujer y su hija lo reconsideró. Había algo que sí lamentaba: que nunca más fuera a poder abrazar a su hija, por quien lo había hecho todo. Y entonces el asesino lloraba.

– Qué espectáculo patético -comentaba él mismo-, el Carnicero llorando.

El final del documental nos sumió a los tres en una melancolía agravada por el bourbon. Me levanté y fui a asomarme a la ventana. Al otro lado del Hudson, como siempre, se veía la monótona línea de edificios de Nueva Jersey, pero ya fuera por el alcohol o por una súbita necesidad de sentir algo semejante, se me hizo hermosa aquella imagen separada por el río. Después de un instante de silencio Raúl tomó la palabra:

– Me acuerdo de una noticia que venía en el periódico, hace un año o menos. Un tipo de Detroit que se había acostado con no sé cuántas niñas y que pedía que le castrasen. No os vayáis a creer que se sentía culpable. En definitiva, sostenía, a las niñas les gustaba, y a veces hasta se lo habían pedido, pero era consciente de que en nuestra sociedad había algunos tabúes y de que a causa de ellos su conducta resultaba un poco marginal. El caso es que se organizó una polémica del demonio, no por el dilema moral de cortarle las pelotas o dejárselas, sino porque el tipo no tenía dinero y quería que se lo hicieran en la seguridad social, que no cubre esa operación. La mayoría de la opinión pública lo rechazaba sin más, pero apareció gente dispuesta a donar el dinero. Supongo que al final lo harían.

– Jingle balls, jingle balls, jingle and go away -sentenció Gus, imitando la melodía del villancico, al tiempo que hacía sonar los cubitos de hielo en su vaso. Acto seguido, ahogando la risa, anunció-: Tengo algo que deciros. Me voy de Manhattan. He alquilado un piso casi de verdad, en Brooklyn.

– ¿En Brooklyn, nada menos? -se espantó Raúl.

Yo no dije nada. La declaración de Gus, caída de pronto en mitad de aquella desmayada celebración navideña, fue como una iluminación. Desde hacía varios días andaba buscando un remedio, algo que me desviara de la senda cegada en que me había metido sin darme cuenta. Con el torpor a que me abocaba la embriaguez, y al mismo tiempo con una certidumbre que acaso no habría sido posible estando sobrio, se fraguó en mi ánimo una resolución irrevocable: también yo debía irme de Manhattan.

2.

Brooklyn

Fuimos a ayudar a Gus con su mudanza, y así conocí Brooklyn Heights. El canadiense había conseguido un apartamento en Pierrepont Street, un tercer piso con dos habitaciones, cocina casi normal y cuarto de baño susceptible de acoger a más de una persona a la vez. El barrio, de edificaciones de tres o cuatro alturas como máximo, alineadas a lo largo de calles no muy anchas y llenas de árboles, es verdaderamente tranquilo y guarda el ambiente de la zona pudiente de Brooklyn que fue a principios de siglo. Ahora vuelve a serlo, en parte, por los yuppies que se trasladan desde la isla. Entre Clark Street y Atlantic Avenue se levanta una pequeña ciudad donde hay iglesias, colegios, lavanderías, tiendas de comestibles. En el centro, en Montague Street, está la calle comercial, por donde se ve pasar a las familias y a los ancianos como en la calle mayor de cualquier pueblo. Y al frente, dando al East River, se halla el paseo de Brooklyn Heights Promenade, sobre los muelles, desde el que se tiene una de las más gloriosas perspectivas de Manhattan. Una placa recuerda que aquella zona lo fue de fortificaciones a fines del siglo dieciocho, y que el mismísimo George Washington tuvo allí su cuartel general durante la batalla de Long Island. Por Gus me enteré de que los alquileres, aunque superiores a los que pagábamos en nuestras ínfimas madrigueras de la parte más innoble del Upper West, no resultaban prohibitivos. A través de una agencia inmobiliaria del barrio fui a ver varias ofertas. Finalmente me quedé con un apartamento en Hicks Street, un segundo piso con dos ventanas al frente. Cuando le dije a Raúl que yo también me mudaba, mi amigo opinó, con desinterés:

– Lo tuyo al menos lo entiendo. Tú no tienes que viajar una hora todos los días. Pero yo no pienso moverme. Ya me he hecho al poco sitio y no me gusta nada madrugar.

Mi mudanza a Brooklyn tuvo el efecto de abrir una segunda época de descubrimientos. Durante los meses anteriores casi no había salido de Manhattan, y aunque ésta fuera una isla muy particular no dejaba de producir esa sensación de insularidad que a veces lo era también de un cierto ahogo. Me gustaba de Brooklyn Heights el día a día sosegado, semejante al de ciertos barrios céntricos de Madrid en los que no hay oficinas ni zonas comerciales masivas. Cuando despertaba, al entrar el sol en mi habitación, me quedaba un rato ante la ventana, viendo pasar los camiones de reparto o espiando la actividad en la casa de enfrente. A través de sus ventanas seguía el inicio de la jornada de un par de jubilados o el de una muchacha de melena muy rubia que siempre llevaba camisetas y ropa interior negras. Entre las ramas peladas de los árboles, durante el invierno, la veía moverse de un lado a otro de su habitación, con sus largas piernas blancas que destacaban contra el luto de su ropa, y mientras hacía la cama o se preparaba un café me embargaba la paz ensimismada de aquella intimidad sorprendida.

Después iba a tomar un café con vainilla y un bagel con jamón a un modesto local de Atlantic Avenue, donde podían leerse gratis los periódicos del barrio. Iba allí porque el café era bueno y estaba muy caliente y porque uno podía quedarse durante una hora, si quería, sin que nadie le molestara, leyendo las noticias siempre estrictamente locales de aquellos periódicos: Un taxista cae desde el puente de Brooklyn y sobrevive. Otros días, cuando deseaba algo más nutritivo, me iba al Teresa´s, un local polaco en Montague Street. Allí podía pedir pantagruélicos desayunos y devorarlos rodeado de los jubilados del barrio, que también tenían buen apetito. Entre los muchos ancianos del Teresa´s, me fue inevitable tener contacto con algunos. Cuando estaban solos y se aburrían se dirigían a quien tuvieran más cerca, y alguna vez ése resulté ser yo. Aquella sociedad de retirados, por lo demás, era de una resignación admirable. Casi todos vivían solos, porque no habían tenido hijos o porque los que habían tenido los habían perdido o les habían abandonado. Disponían de ingresos para su sustento, aunque sin excesos, y en su vida no había otro aliciente que el Teresa´s y la televisión, si es que ésta podía llegar a esa categoría. Cada poco desaparecía uno de ellos, y cada uno de los que quedaban le veía irse sabiendo que podía ser el siguiente. Pero no había desesperación y se guardaba el recuerdo de los caídos. En una pared colgaba un poema al puente de Brooklyn escrito por uno de los que ya no estaban. Debajo se leía una petición al difunto: Norman, tú llegaste allí primero. Guarda una mesa para nosotros. Todo nuestro amor. El club del desayunos del Teresa's.

Aunque no todas las partes de Brooklyn pueden recorrerse sin miedo, y algunas, como las que había atravesado a mi llegada con el taxi, no invitan a ser recorridas, al cabo del tiempo fui delimitando una amplia extensión por la que desarrollaba mis excursiones. Todo era más humilde que Manhattan, pero también más próximo, y no dejaba de haber oportunidades. Podía ir al cine de Court Street, un cine de barrio barato en el que la programación era bastante digna. Para comer y cenar había decenas de opciones, sin alejarse demasiado de mi propia calle. Para pasear tenía los alrededores del Borough Hall, el Prospect Park o el cementerio Greenwood. Y si quería refugiarme, disponía de la monumental biblioteca pública o del Brooklyn Museum.

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