Navidad sobre el Hudson
Aquella nochebuena la pasamos solos Raúl, Gus y yo. Luis se había apuntado a una de sus más o menos preceptivas veladas con compatriotas y Michael, el nigeriano, se negaba a mezclarse con nadie en aquellas fechas, nunca supe si por fidelidad a alguna creencia religiosa o sólo por llevar la contraria a todos. Cuando nos reunimos, en el apartamento de Gus, constatamos inmediatamente que ninguno de los tres tenía una estrategia para impedir que aquella noche nos acometiera el escozor de estar lejos de casa, que es una de las amenazas más proverbiales de la Navidad.
– ¿Qué tal si vamos a comer sushi al japonés de la Avenida A? -sugirió Gus.
– ¿Pescado crudo en nochebuena?
– ¿Tienes una idea mejor? Además, piensa que para los japoneses esta noche no significa nada. Con un poco de suerte no habrá dibujos de Santa Claus en las paredes.
Raúl se encogió de hombros. La Avenida A estaba en lo que llamaban Alphabet City. En otro tiempo había un dicho sobre lo que significaban los nombres, A, B, C y D, de aquellas avenidas: Aware, Beware, Careful, Dead. La Avenida A era sólo el principio, y aunque su aspecto no era demasiado halagüeño, tampoco resultaba excesivamente peligrosa. Con mi apoyo y la abstención de Raúl, la moción de Gus fue aceptada.
Bajamos en el metro hasta Times Square. Era temprano y a Gus le apetecía dar una vuelta por el centro antes de cenar. Raúl se dejaba arrastrar de mala gana por las calles llenas de gente, en gran proporción turistas y de éstos una parte considerable españoles. Rebasamos el Radio City Music Hall y llegamos hasta la pista de patinaje, al pie de la larguísima torre del Rockefeller Center. Varias decenas de niños daban vueltas sobre el hielo. Ante la pista, una placa recuerda el ideario del egregio John D. Rockefeller acerca del genio y el esfuerzo, con un texto que atestigua que él estaba seguro de reunir ambos. Al pasar Raúl la señaló y dijo:
– Debería haber un mandamiento que rezara: no estarás así de convencido de cosa alguna. Siempre que leo esa placa me dan ganas de vomitarle encima.
Un poco más tarde, Raúl y yo entramos en un locutorio telefónico. Eran las doce en España, hora adecuada para llamar a la familia. Mi madre me sonó compungida y mi padre dubitativo y abrumado. Mi hermana, que estaba con ellos, se autorizó una rápida incisión, como en ella era ya costumbre:
– ¿Qué haces allí que no puedas hacer aquí?
– No estoy seguro de poder persuadirte -repuse, cauto.
– Prueba.
– Lo que hago es vivir sin algunas verdades aparentes, que aquí no resisten.
– Dios mío. Prométeme sólo que no vas a hacerte lama o algo así.
– Descuida.
El restaurante japonés no estaba decorado con motivos navideños. En realidad, no estaba apenas decorado con motivo alguno. Tenía unos mostradores donde se veía el pescado y parecía más bien una tienda. Pedimos sopa miso y sushi. Raúl mojaba profusamente el rollito de pescado con arroz en la mostaza verde y le añadía jengibre. Ambos aditamentos tenían, para mi gusto, un sabor infernal.
– El jengibre sabe como huele el desinfectante de los cines viejos -observé.
– Eso es que lo has tomado poco -explicó Raúl, chupando los palillos.
Después de la cena, para bajarla, paseamos un poco por la Avenida A. Era nochebuena y quienes había en la calle a aquella hora sólo podían ser los que no tenían una familia con la que celebrarla, como nosotros, o los que se habían retrasado por alguna razón en unirse a ella. Se los distinguía, a estos últimos, porque iban corriendo y abrazaban paquetes contra su costado. Los otros no tenían prisa. Me fijé en tres hispanos que estaban ateridos delante de una licorería. Ya fuera por el frío o porque no tenían de qué, ninguno hablaba. Del establecimiento salió un cuarto con una bolsa marrón y se alejaron todos cansinamente avenida abajo, rumbo a una fiesta navideña, pensé, muy distinta de las que celebraban en sus países tropicales o del hemisferio sur. Al reparar en la licorería, Gus propuso comprar bourbon. Ni a Raúl ni a mí nos gustaba, pero no nos opusimos.
En el metro de vuelta iba a mi lado un hombre de unos cincuenta años, enjuto de carnes y con la barba gris punteándole el mentón. Llevaba un tatuaje en la muñeca, ropa azul de trabajo y sobre el pecho, en el lado izquierdo, el nombre de un garaje o un taller. El pelo que le quedaba, entre rubio sucio y canoso, lo tenía revuelto sobre la frente. Dormitaba y de cuando en cuando entreabría unos ojos azules y opacos. Con ellos miraba, se me antojó que con odio, a la muchedumbre de color que formaba el grueso de la población del vagón de metro. Aquel hombre que llegaba tarde a la cena de nochebuena vería en la televisión las casas de Miami o de Beverly Hills, y en ellas a muchos blancos que nunca cogían el metro. A él, en cambio, le había tocado ser algo muy próximo a la white trash, o basura blanca, término despectivo que toca a los blancos menos favorecidos y que resulta mucho más insultante que el peor que pueda imponerse a un negro o un chicano, porque a éstos se les supone la miseria. Junto a otras prendas que me apegaban a ella, Nueva York tenía aquellos rasgos de maldad formidable, que acaso contribuían, sin embargo, a ahondar tortuosamente la seducción. Bajo el velo artificial de la corrección política, con sus rebuscadas designaciones para cada grupo, afroamericanos, amerasiáticos, caucásicos, estaba la dureza sin remilgos de una segregación que sólo podía vencerse con un arma: el dinero. Aquel hombre de ojos azules carecía de aquella arma y por ello, aun siendo también blanco y anglosajón, no participaba del espíritu navideño con la misma unción que el presidente, por ejemplo, cuando cantaba con su familia frente al árbol y las cámaras, embebidos todos de amor al prójimo.
En el apartamento de Raúl, mientras vaciábamos con un poco de asco, salvo Gus, la botella de bourbon, estuvimos viendo un documental sobre un asesino múltiple que el anfitrión rescató de su videoteca. Ya lo habíamos visto otras veces. Mientras hablábamos del hombre del metro, en quien todos nos habíamos fijado, a Raúl se le ocurrió que era especialmente instructivo para aquella noche. Gus y yo nos mostramos de acuerdo.
El documental había sido rodado en la cárcel donde el protagonista cumplía cadena perpetua; acaso contra su deseo, había sido juzgado y condenado en un estado sin pena de muerte. El asesino, un hombre grande e insípido, comenzaba refiriendo cómo había descubierto el placer de la violencia, siendo muchacho, el día que había agarrado un bate de béisbol y se había desquitado de tres vecinos que le pegaban con regularidad ante las burlas y la pasividad de su padre alcohólico. Después había tratado de trabajar, pero sin mucha convicción. Nunca había querido ser, decía, uno de esos mierdas que andan todo el día bregando como borricos bajo la tiranía del jefe, y que luego no tienen con qué pagar el alquiler o dar de comer a su familia y se mueren podridos y reventados. De este modo se había hecho asesino profesional y había matado por dinero, a veces poco, a decenas de personas. Sus métodos eran los más simples, los que más ventaja le daban sobre la víctima. Había envenenado mucho, porque era lo más cómodo. Trababa conversación en la barra con el objetivo y en cuanto éste se distraía le ponía cianuro potásico en el café o en la hamburguesa. También había apuñalado, estrangulado y disparado en la frente, siempre a bocajarro porque reconocía no tener muy buena puntería.
– Matar es muy sencillo -decía- salvo que se quiera complicarlo. Tampoco entiendo por qué esa obsesión con el cadáver. A veces uno no quiere que lo encuentren, y entonces se destruye. Hay mil formas de hacerlo sin que deje rastro. Otras veces no importa que lo encuentren, y entonces se deja tirado por ahí, en cualquier sitio.
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