Hacia mediados de octubre, cuando ya había conseguido hacerme a los beneficios de aquella inacción atareada y de mi extrañamiento, como si ambos vinieran durando desde siempre, Raúl se dejó caer por mi apartamento con una invitación desusada:
– Ya sabes cuál es mi postura al respecto, pero se me ha ocurrido que a lo mejor te interesaba una reunión de la colonia española.
Ante mi asombro, Raúl me lo explicó. Su amigo Luis, el único o casi el único español con el que mantenía una relación estrecha, acababa de llegar de Madrid. Luis era escultor, y a juzgar por una pieza que le había regalado a Raúl, no del todo malo. Como todo artista, debía cultivar sus relaciones públicas, y una de las obligaciones que eso le imponía era la de asistir a muchas de las fiestas de españoles que se organizaban en Nueva York. A menudo llamaba a Raúl para que le acompañase, y aunque éste solía declinar la oferta, mi presencia le había inducido a no negarse categóricamente esta vez. En cuanto a Luis, Raúl, como tantas otras veces, me puso sobre aviso:
– Es un encantador de serpientes, aunque no lo parezca. Ya lo verás.
La fiesta, aquella fiesta, la daba quien hasta entonces había sido la corresponsal de una cadena de televisión, que se despedía de la ciudad. La enviaban a Caracas, lo que ella pregonaba como un reconocimiento a su capacidad para hacer periodismo de impacto y sus invitados interpretaban, con rara y descortés unanimidad, como una represalia en toda regla. Raúl y yo nos introdujimos en medio de aquel rebaño de la mano de su amigo Luis, quien estaba en condiciones de presentarnos a cualquiera de los asistentes. Luis era un muchacho (seguía teniendo cara de tal, aunque hacía mucho que había superado la treintena) de aspecto tierno y despistado, y quizá por eso no parecía caer mal a nadie. Gracias a él trabamos relación con la anfitriona, que era una histérica insufrible, y después con los demás. La razón por la que había consentido en ir a aquella fiesta no era ni podía ser otra que la curiosidad de ver qué pedazo de mi país vivía enredado en la maraña de Nueva York. Y la verdad era que no me hacía ilusiones al respecto. Más bien, siguiendo la doctrina de Raúl, trataba de instruirme acerca de los modales y el talante que debía evitar adquirir.
La mayoría de los miembros de la colonia eran aves de paso. Lo era la corresponsal, con tres años de estancia, pero otros lo eran todavía más: aventureros cronometrados que sólo venían para un año, con una beca para trabajar en un despacho de abogados o en la sucursal de un banco español. Se trataba de chicos y chicas de familia acomodada que pedían como regalo de fin de carrera a su padre, normalmente director de algo en el banco en cuestión, que la entidad les diera un puesto ficticio en su sucursal neoyorquina y les alquilara un apartamento, a ser posible en Park Avenue (en todo caso, nada por debajo de Greenwich Village). Después de algún tiempo sin oír algo similar, me hería los oídos la deformación grotesca del castellano que muchos de ellos utilizaban para comunicarse, como si tuvieran un bombón en la boca. Cuando empleaban alguna palabra inglesa, lo que solía ocurrir, la pronunciaban con amaneramiento, como si hubieran echado las muelas recitando a Shelley, que era la forma de demostrar que habían ido a colegios bilingües. Yo suponía que era un acto inconsciente, y los exculpaba, pero Raúl, mientras las miraba a ellas al escote (para que se sintieran durante un momento como animales, decía) juraba que lo hacían aposta.
También había un par de diplomáticos, estudiantes de arte dramático (entre ellos, una popular actriz de teleseries, que ostentaba una cómica mezcla de enfado y éxtasis cuando adivinaba que alguien la había reconocido), músicos, funcionarios de Naciones Unidas, un buen puñado de periodistas y tres o cuatro profesoras de literatura. Estas últimas habían sido enviadas por el Ministerio de Educación para difundir nuestra gloriosa lengua entre los salvajes que la amenazaban, ya fuera relegándola o empeñándose en hablarla en traducción servil del muy infeccioso idioma del imperio americano. A una de ellas Raúl la conocía de la universidad, y con ese pretexto nos unimos a su grupo. De todos los presentes, eran las que menos repelían. Cuando llegamos nosotros, la conversación transcurría acerca de la experiencia que una de las profesoras había tenido en Indiana, a cuya universidad de Bloomington había sido destinada durante un año, algún tiempo atrás, para poner en marcha el departamento de español. Sus juicios no eran benignos:
– Puedes llegar a acostumbrarte al clima, con dificultad, siempre que no tengas que andar mucho por la calle -aseguraba-. Mientras haya electricidad, no es mortal de necesidad que aquello sea como la tundra en invierno, porque pones la calefacción, o el infierno en verano, porque le das al aire y si cierras bien no entran los monstruosos insectos que vuelan en bandadas. Lo peor y lo que no tiene remedio es la gente. Se pasan el día estudiando o en el gimnasio, sin relacionarse con nadie. Por esos estados de Dios, y en parte me imagino que es por el asco de tiempo que hace, todos están solos. Un síntoma terrible es que les ponen a los niños televisión y teléfono en el cuarto, desde pequeñitos. Si además los enchufan a Internet, se olvidan de ellos para siempre.
– Hasta que cumplan dieciocho años y entren dando alaridos en el cuarto de los padres, con un machete en la mano y el cerebro enardecido por algún videojuego de laberintos -sugirió Raúl, abstraído.
– No me extrañaría -admitió la profesora-. El caso es que la gente viene a Nueva York y se cree que esto es Estados Unidos. Una mierda.
Una de las jóvenes becarias de lujo, que escuchaba el relato de la profesora, una mujer de mediana edad, con un indisimulado reparo por lo que contaba y por la dureza con que despachaba su veredicto, intervino temerosamente:
– Tampoco hay por qué desacreditarlo todo de esa forma. Lo que pasa es que es un país muy grande. Yo hice el COU en California, y allí todos eran muy cariñosos. Y si es por el tiempo, más fantástico imposible.
– Yo no desacredito nada, querida -apostilló la profesora-, aunque no haya vivido nunca en California. Sólo digo que a veces me moría de ganas de estar en la Plaza Mayor de Madrid tomándome una caña y picando unas aceitunas, y que aquí, por muy mol que sea el cotarro, también me pasa.
– Y ahora es cuando empezamos a hablar de la tortilla de patata y del lomo ibérico -se quejó Raúl-. Alto, imploro vuestra piedad. ¿Por qué no entonamos una canción que nos reconcilie con este país tan objetable y que sin embargo nos acoge?
La becaria cometió la imprudencia de seguirle:
– ¿Qué canción, por ejemplo?
– ¿Te sabes Strangers in the Night?
– Más o menos.
Pero antes de que la becaria pudiera hacer el esfuerzo de recordar la letra, Raúl atacaba con su voz más desgarrada:
– Strangers in the night, exchanging rubbers, this one is too light, let's try another, this one is too loose, it won't hold all the juuuuuuice…
– ¿Exchanging qué? -preguntó al vuelo la becaria, con un candor angélico, mientras las demás se desternillaban.
– Rubbers -repitió Raúl, con su habitual adustez.
– No entiendo -reconoció la becaria, agravando la carcajada general.
– Rubbers. En este contexto, cómo lo traduciría para ti, profilácticos. ¿Sabes lo que es un profiláctico? Eh, ¿alguien lleva un profiláctico? -gritó Raúl, saboreando su triunfo.
Este pequeño incidente sirvió para enemistarnos con una parte de la fiesta, lo que en parte se comprendía porque al vociferar, Raúl tomaba buen cuidado en afectar que estaba mucho más borracho de lo que verdaderamente estaba. Desde ese momento los becarios, los diplomáticos y la actriz nos evitaron. Quedaron un par de periodistas bastante ebrios sin afectación, los músicos y las profesoras. Entre éstas era difícil sembrar ningún espanto. Todas ellas eran veteranas de institutos públicos de enseñanza media, que era como decir de Iwo Jima. Acaso por una involuntaria añoranza de aquel pasado entre adolescentes, se las veía muy atraídas hacia Luis. Raúl me susurró al oído:
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