Tuve ocasión de conocer a algunos de ellos en una fiesta que dio al poco de mi llegada un profesor hindú de astronomía, en su destartalada vivienda de la calle noventa y tantas. Era un piso de dimensiones respetables, propiedad de la universidad. Nada más entrar se nos exhortó a conducirnos con toda confianza, y a la vista había ejemplos de lo que eso significaba: gente apoyada en la pared con el pie puesto sobre ella, energúmenos dando saltos sobre lo que en tiempos prehistóricos debía haber sido un parquet, una cocina inenarrable donde todos derramaban todo. La música estaba tan alta como parecía permitir el aparato que la reproducía, y las ventanas habían sido abiertas de par en par, entre otras razones para que los invitados se pudieran sentar en ellas con las piernas colgando hacia dentro o hacia fuera, según les apeteciese. Si había vecinos, y nada hacía suponer que no los hubiera, o se habían hecho extirpar los tímpanos o tenían nervios de acero o se habían unido a la celebración, porque nadie vino a protestar en toda la noche.
Lo que se celebraba, naturalmente, era el comienzo del nuevo curso. Entre la muchedumbre que atestaba el piso predominaban los universitarios, docentes o no, aunque también había antiguos estudiantes. La indumentaria no era una ayuda para distinguir a unos de otros. Había quien llevaba corbata y quien vestía una camiseta gris con lamparones y un bañador estampado. Raúl debió notar mi extrañeza al respecto.
– Aquí cada uno va vestido como le da la gana a donde le da la gana -me informó-. En algún sitio puede que no te dejen entrar por eso, pero nadie va a juzgarte, como pasa en Madrid. Bajo una camisa rota puede vivir y pasearse un catedrático, si quiere. Esta sociedad tiene sus desventajas, pero ha superado algunas futilidades.
Casi inmediatamente, después de haberme presentado a una o dos personas, sólo porque se interpusieron en nuestro camino, Raúl me abandonó y se puso a bailar con una haitiana bastante estridente y tirando a obesa. Eso me obligó a arreglármelas por mis propios medios. Para facilitarme la tarea, fui a la cocina a hacerme con un vaso de ponche. El vaso hube de lavarlo, y el barreño donde habían preparado el ponche debían utilizarlo para guardar la ropa sucia, además de haber servido en alguna ocasión para hacer mezclas de yeso, como atestiguaban los restos que habían quedado adheridos en sus paredes. A pesar de todo me serví un vaso, y luego otro, y varios más hasta perder la cuenta, aunque no tantos como para perder la noción.
No era difícil trabar conversación con unos y con otros. Sencillamente alguien se volvía y te preguntaba quién eras y qué hacías y te contaba lo que era o lo que hacía, cierto o inventado, te importase (le importase) o no. Mi falta de práctica con el inglés no era problema, porque allí todos lo hablaban deficientemente, y a ninguno daba la impresión de atormentarle. Entre todos los personajes a quienes conocí aquella noche perdura en mi memoria una pintoresca rumana, de edad imposible de precisar entre los treinta y los cincuenta. Estudiaba o enseñaba literatura medieval escandinava, o cualquier otro saber increíble, y tenía una pronunciación atroz. Pasadas las presentaciones, me empezó a contar con gran intriga una complicada historia. Versaba sobre ella y sus compañeras de piso, con las que se había peleado por alguna razón que me pareció bastante peregrina. No obstante, asentí a todo con prudentes monosílabos. No creí que me correspondiera hacer ningún comentario, aunque no podía temer que ella se enfadara, dijera lo que dijera. Su cara y el tono de su voz eran los de alguien a quien todo le importaba un bledo.
– No sé -dedujo al final de su narración-, Rumania es un lugar asqueroso, desde luego, pero juraría que allí no estaba desequilibrada toda la gente. Era más tétrico, pero también más sencillo. A veces creo que podría volver a Ploesti. Otras veces me digo que es una debilidad pensarlo, que sólo me da miedo morirme en una acera de esta ciudad sin alma y que nadie quiera pagar mi entierro. Tampoco hay que asustarse tanto por eso, ¿no?
Su mirada quedó adormecida durante un instante, mientras le daba vueltas a aquella última idea. De pronto volvió en sí y me asaltó:
– Oye, ¿tú no compartirías apartamento? Puedo aportar unos doscientos ochenta, aunque a lo mejor algún mes tienes que adelantarme algo.
– ¿Quieres más ponche? -me escurrí, con presteza.
– ¿Cómo? Ah, no, más vale que no beba más por esta noche, gracias. Mi casa está muy lejos, en el maldito Lower East. En fin, perdona y olvida lo dicho. Es una estupidez -juzgó, con una expresión insensible.
A eso de las cuatro y media de la madrugada me reuní con Raúl, a quien le pregunté si venía conmigo de vuelta al apartamento. La pregunta, que hice por pura fórmula, era aparentemente ociosa, porque mi amigo tenía colgada del cuello a una rubia formidable, de rasgos eslavos. Ante mi asombro se la quitó de encima, se frotó los ojos y me dio una enérgica respuesta:
– De acuerdo -y en voz baja añadió-: Si te digo la verdad, las mujeres blancas me dejan frío desde hace años.
Cuando ya salíamos de la vivienda se nos acercó el profesor de astronomía, abrazó a Raúl y le sopló algo al oído. Con él venían otros dos, un nigeriano y un canadiense. Los tres estaban del todo borrachos y se aguantaban la risa a duras penas. Raúl adoptó un aire entre calculador y perverso.
– Vamos con ellos -me propuso-. Michael -ése era el nombre del nigeriano- ha tenido una ocurrencia espectacular.
Un par de minutos después estábamos los cinco en el coche de Michael (una rareza, porque allí casi nadie tenía coche) subiendo a toda velocidad más allá de la calle 120. Yo iba en el centro del asiento trasero y todos los demás en las ventanillas, con medio cuerpo fuera. Cuando empezamos a internarnos en Harlem averigüé, con estupor, en qué consistía la ocurrencia del nigeriano. Los cuatro, sobre todo Michael, que tenía una voz hosca y profunda, increpaban a los transeúntes con lindezas del estilo de:
– ¡Back to Africa, you bastards!
Algunos de los así aludidos se pasaban el dedo por el cuello, otros devolvían los insultos, otros nos tiraban latas o botellas. No sé hasta dónde llegamos, ni cómo no nos sucedió nada. Recuerdo que me mareé y que traté en vano de entender qué era lo que hacía entre aquella gente demencial que no tenía ningún fin en la vida. Pero también recuerdo que en cierto momento, mientras las luces de Harlem pasaban ante mis ojos, las broncas amenazas de sus habitantes resonaban en mis oídos y la brisa húmeda de la noche entraba en mis pulmones, me encontré a gusto, paladeando sin escrúpulo el caos y el sabor inaudito de aquella ciudad de criaturas insolentes y despojadas.
El efecto Krueger
Las clases comenzaron a mediados de septiembre, cuando apenas había acabado de instalarme en mi apartamento. El campus universitario resultaba de veras agradable, pero el director del curso era un sujeto de aspecto macabro, con grandes ojeras y gesto rencoroso. También tenía un defecto de dicción que movía a titubear entre la aprensión y la carcajada cuando recalcaba alguna palabra. En la clase había gente de todas las edades y procedencias. Éramos unos cuarenta en total, y todos escuchamos dócilmente la exposición del programa del curso, tomamos nota de la bibliografía y del método y pensamos que no habíamos hecho una buena elección. Entre los filósofos del siglo diecisiete sobre los que se desarrollaría el curso había algunos por los que era difícil sentir entusiasmo y otros cuya vida y obra podía resultar fascinante, siempre y cuando se tuviera alguna predisposición para ello. Pero ésa no era la cuestión. Con aquel hombre al timón nadie querría tomar ningún barco, así pusiera proa a Tahití o las Islas Vírgenes. Al verle y oírle interpreté en sus justos términos lo que Raúl me había contado por teléfono, cuando le había llamado desde Madrid para confirmarle que quería aquel curso y pedirle que me hiciera la reserva de plaza:
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