Lorenzo Silva - El Ángel Oculto

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Impulsado por una serie de acontecimientos que él interpreta como señales -la muerte de su perro, la infidelidad de su mujer, un hombre vendiendo pañuelos en un semáforo, un sueño- el protagonista de esta novela decide dejarlo todo e irse a Nueva York, con el vago designio de iniciar algunos estudios o, simplemente, a esperar algo que haga cambiar su vida.
El hallazgo casual de un libro escrito por Manuel Dalmau, un español emigrado a Estados Unidos a principios de los años veinte, le proporciona el primer indicio de cuál era la verdadera finalidad de su viaje. Sus tentativas por localizar al autor le llevarán a conocer a una mujer que le fascina, pero también le involucrarán en una trama de amenazas y misterios. Cuando por fin conozca a Dalmau y las razones que le impulsaron a abandonar España, su destino se verá inexorablemente ligado al del anciano, en un viaje interior que le hará comprender los poderosos vínculos que nos unen a los nuestros y a la tierra que nos vio nacer.

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– Es el mechoncito caído sobre la frente. Este Luis es un virtuoso. Vamos a echarle una mano -y elevando la voz, reclamó-: Eh, Luis, cuéntanos cómo son las top models en pelotas.

La petición de Raúl obró el efecto de captar la atención de todos los que estaban por allí. Una de las profesoras inquirió, insinuante:

– ¿Y de qué sabes tú eso?

Luis se encogió de hombros.

– Trabajo de vez en cuando en los pases, llevando la ropa de aquí allá y moviendo trastos.

– Gracias a su compañero de apartamento, que se dedica a la moda. Pero Luis no es homosexual -aclaró Raúl, por si importaba-, simplemente no puede pagar el alquiler él solo.

– ¿Y cómo son? -se interesó uno de los periodistas.

– Bien, resulta un problema, aunque no lo creáis -dijo Luis-. Yo, personalmente, lo paso de lástima. Para ellas tú no existes, y tú, en cambio, no puedes dejar de mirarlas. Casi siempre me tiro empalmado una semana larga después del desfile.

El detalle procaz terminó de prender a las profesoras. Raúl quiso cerciorarse de que remataba la faena:

– Conoce a algunas muy famosas. Luis ha ayudado a cambiarse a alguna de las mejores. Imaginadlo poniéndoles las sedas encima de la piel, con dedos torpes, mientras ellas contemplan el vacío. ¿Cómo se llama esa medio oriental tan alta de la última vez?

– No me acuerdo.

– La conocéis seguro -aseveró Raúl-. A ver, ¿dónde están los catálogos de Victoria's Secret? -exigió, levantándose a buscarlos.

– ¿De qué manejas tú con tanta desenvoltura los catálogos de Victoria's Secret? -saltó una profesora.

– Por Dios -protestó Raúl, desde la otra punta de la habitación-, el setenta y cinco por ciento de los lectores, por llamarlos de alguna manera, de los catálogos de Victoria's Secret son varones. Yo los recibo todos los meses, a nombre del antiguo inquilino, desde luego.

Al final, molestando a la anfitriona, se salió con la suya y vino con una pila de catálogos de venta por correo de ropa interior femenina. En ellos había multitud de modelos famosas, luciendo piezas de provocativa lencería. Cuando Raúl localizó a la medio oriental, que era en efecto muy conocida y de excepcional estatura, la exhibió a todos:

– Ésta. Nada menos.

Aquella noche Luis sedujo irreparablemente a las profesoras. Gracias a aquel juego, pudimos resistir la fiesta. A nuestro alrededor se reproducía, en pequeño y por tanto con una concentración superior y más gravosa de lo corriente, el ambiente del que tanto Raúl como yo habíamos escapado al marcharnos de Madrid. Unos y otros se exhibían sus respectivas profesiones, sus respectivas posesiones, sus respectivas persuasiones, y nadie estaba defraudado ni sentía que nada le faltara ni escuchaba a nadie. Aquella gente había viajado siete mil kilómetros y se había metido en mitad de Manhattan sin otra intención que continuar tan complacidos de sí mismos, o quizá complacerse un poco más aún. Nadie tenía miedo ni dudaba de lo que hacía o de lo que era, y mucho menos de lo que hubiera podido ser o hacer. Nadie inventaba nada, ni sospechaba que inventar fuera necesario.

Por las venas de aquellas personas, presuntamente, corría la sangre de los hombres desharrapados y obsesivos que habían surcado todos los océanos, que habían violado todas las selvas con sus hierros y sus armaduras y se habían ayuntado con todas las indias en el sopor de febriles noches sin luna; la sangre de hombres que habían ensanchado a fuerza de coraje y también de codicia el mundo. Aquellos supuestos descendientes, por el contrario, se limitaban a obedecer y a consolarse con sus ruines premios a la obediencia, incapaces de ver, en Nueva York como en Pekín, otra cosa que el reflejo de sus espejos cóncavos que achataban todo lo que se les ponía delante.

Cuando la velada tocaba a su fin empezaron a sonar sevillanas y canciones flamencas con acompañamiento de batería, y aquello fue el delirio. Mientras los veíamos bailar, Raúl, que ahora sí estaba borracho, brindó tristemente:

– Viva la madre que nos parió, a todos.

7.

Ciudad vacía

Una fría mañana de comienzos de noviembre, después de un desayuno copioso, resolví hacer un viaje sentimental. Bajé del metro en la estación de Canal Street y fui bordeando Chinatown y Little Italy hacia el Lower East. Alguna otra vez había atravesado por allí, pero sólo entonces me percaté de que el aire de la antigua zona de los italianos apenas perduraba en un par de calles. En ellas las trattorie se alineaban casi sin interrupción, con una significativa ansia por hacer patente su adscripción nacional mediante el despliegue de un gran aparato de banderas tricolores. El barrio chino, en cambio, se extendía silenciosamente. Con sus tiendas de comestibles y otros negocios insondables invadía antiguos dominios italianos. Caminé sin prisa por las calles desiertas, entre los almacenes sólo identificados por abstrusos caracteres orientales. De unos salían y en otros entraban camiones desvencijados, llevando y trayendo sus misteriosas mercancías. Sorteando la basura y los escombros, tuve una singular sensación de estar en ninguna parte, acaso en un escenario hecho de despojos de novelas y películas cuyo argumento nadie podría reconstruir.

Justamente era una película lo que me llevaba allí aquella mañana. En el Lower East estaba o había estado el barrio donde se habían instalado los judíos, en su mayoría centroeuropeos, que presagiando con privilegiada lucidez un siglo adverso habían emigrado a los Estados Unidos para esquivarlo. Allí sucedía la niñez de Noodles, el gángster con escrúpulos de Érase una vez en América, y allí regresaba él, treinta años después de perder a todos sus amigos, para cerrar una cuenta de traición y deshonor. Aunque sólo hubieran sido espectros en una pantalla de luces y sombras en movimiento, las calles y los edificios que trataba de recuperar aquella mañana componían un paisaje tan propio como el de los lugares que más había frecuentado en Madrid.

Como suele suceder, me fue difícil hallar entre los restos reales del viejo Lower East el embeleso del decorado cinematográfico. Podía reconocer similitudes en algunas casas: las escaleras que bajaban hasta la acera, los ladrillos negruzcos o los antiquísimos letreros en escritura hebraica que perduraban sobre un par de fachadas. Aún estaban allí las calles, las anchas y las estrechas, que a trozos evocaban aquellas otras más uniformes y bulliciosas de la judería de ficción que atesoraba mi memoria. Algunos comercios, incluso, se llamaban Stein. También vi algunas azoteas que habrían podido pasar por aquéllas en las que Noodles y sus amigos descubrían el sabor del pecado, con una muchacha casquivana cuyos servicios, merced al chantaje, sufragaba de mala gana un policía corrupto.

Pero sobre todos estos vestigios, más desenterrados que evidentes, prevalecía el desolado espectáculo de Delancey Street. Avancé por ella hacia el puente de Williamsburg, cubierto de oleadas de coches que venían hacia el centro. Era una calle inmensa, dejada de la mano de Dios, por la que vagaban los heroinómanos y se apresuraban los escolares tironeados por sus madres. Algunas de éstas, y sus respectivas criaturas, tenían facciones indias y hablaban español. En las intersecciones, jóvenes policías de uniforme azul e insignias de plata bruñida vigilaban con un ojo el tráfico y con otro a quienes pasaban por las aceras. Un hombre de unos cuarenta años, de híspida barba entrecana, se interpuso en mi camino:

– Hey, brotha, gimme a c'ple o' bucks.

Los neoyorquinos suelen apartarse lo más rápido posible de quienes les abordan en la calle. Las más de las veces son tipos acabados que no pueden dañar a nadie, pero nunca se puede estar seguro de que no lleven bajo el abrigo un puñal o un revólver, ni de cuáles son los estímulos que podrían moverlos a usarlos. De este modo se cumple para el menesteroso la mínima reparación de ser respetado, ya que no termina de cundir el mandato bíblico de amarle y socorrerle (aunque ciertamente no sea por falta de bondad sino de tiempo). Busqué rápidamente en el bolsillo de la cazadora y como no di con ningún billete preferí sortear sin más el obstáculo. La mala conciencia no me hacía perder el juicio hasta el extremo de pararme allí y sacar la cartera.

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