Lorenzo Silva - El Ángel Oculto

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Impulsado por una serie de acontecimientos que él interpreta como señales -la muerte de su perro, la infidelidad de su mujer, un hombre vendiendo pañuelos en un semáforo, un sueño- el protagonista de esta novela decide dejarlo todo e irse a Nueva York, con el vago designio de iniciar algunos estudios o, simplemente, a esperar algo que haga cambiar su vida.
El hallazgo casual de un libro escrito por Manuel Dalmau, un español emigrado a Estados Unidos a principios de los años veinte, le proporciona el primer indicio de cuál era la verdadera finalidad de su viaje. Sus tentativas por localizar al autor le llevarán a conocer a una mujer que le fascina, pero también le involucrarán en una trama de amenazas y misterios. Cuando por fin conozca a Dalmau y las razones que le impulsaron a abandonar España, su destino se verá inexorablemente ligado al del anciano, en un viaje interior que le hará comprender los poderosos vínculos que nos unen a los nuestros y a la tierra que nos vio nacer.

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El grupo que componíamos resultaba bastante pintoresco, y más entre la muchedumbre de hispanoamericanos y africanos que llenaban el vagón de metro. Gabriel venía a ser un sudamericano de rasgos suaves, su mujer era una rubia anglosajona común, Raúl y yo teníamos el ambiguo aspecto europeo de los españoles, Gus era muy pelirrojo y Michael el negro más ceremonioso y atildado que pudiera concebirse. Los demás pasajeros nos observaban con recelo, barruntándonos extranjeros y al mismo tiempo sin terminar de ubicarnos. Pero aquel recelo no llegaba a ser hostilidad, tal vez por la presencia de Gabriel, o tal vez porque Raúl y yo habláramos ocasionalmente en español. A propósito del idioma presencié una escena enternecedora. Una joven hispana iba sentada al extremo de la fila de asientos, con una niña de unos cuatro años que podía ser su hija. La niña no paraba de preguntarle algo, en inglés, y ante la negativa de la madre a responder, amenazaba con convertir la insistencia en rabieta. La madre trataba de contemporizar, pero cuando la niña fingió que iba a echarse a llorar, se rindió y dijo al fin, en español:

– Pájaro.

La niña, que un instante antes parecía estar al borde del llanto, se echó a reír ruidosamente. Un momento más tarde volvió a la carga, y esta vez pude entender la pregunta:

– And Rabbit?

La madre apenas se resistió, y tradujo:

– Conejo.

Esta vez la niña se desternillaba. No eran pocos los hispanos que preferían que sus hijos no hablaran español, para que eso no sirviera para discriminarlos en el futuro. Pero en la forma en que la niña exigía y la madre se sometía a la exigencia se advertía, esperanzadoramente para la lengua, cuan difícil iba a ser exterminarla. En ese momento pensé en los que reprochaban a los hispanohablantes de Estados Unidos sus anglicismos, algunos sin duda estupefacientes. A mí cada vez me costaba más censurar estas desviaciones, porque cada vez estaba más persuadido de que el idioma vivía en ellos como ya no vivía en nosotros. La vida florece en la dificultad y se apaga en la complacencia. Y al florecer puede deformarse, hasta convertirse en otra cosa. En cualquier caso, la vida nunca es objetable.

Las estaciones que fuimos atravesando durante el trayecto no estaban muy concurridas, pero al bajar en Roosevelt Avenue los andenes eran un hervidero de gente. En su inmensa mayoría eran hispanos y el castellano se oía por todas partes. Los signos del metro tenían el mismo diseño que en Manhattan, y cuando bajamos a la calle los coches eran americanos, en las matrículas ponía New York y las placas que mostraban los nombres de las vías públicas eran verdes y terminaban en ST o en AVE. Pero eso era todo, porque el bullicio que se desarrollaba en el corazón de Jackson Heights tenía bien poco de estadounidense. A ambos lados de la avenida se erguían construcciones de poca altura, inundadas de rótulos publicitarios, que formaban una especie de zoco partido en dos por la cicatriz descomunal de la vía elevada. Allí se alineaban sin solución de continuidad bares, peluquerías, supermercados, despachos de pan, puestos de fruta y un sinfín de otros negocios. Bajo el entramado de hierros, sin hacer caso del estrépito periódico de los trenes que surcaban su lomo y le arrancaban chirridos y chispas, palpitaba una ciudad moruna e indígena, mediterránea y selvática. Por ella pululaba una multitud de hombres ociosos, mujeres que echaban a andar deprisa o se paraban de repente, niños inciviles, viejos inquietos. Todo el mundo despreciaba los semáforos y se desplazaba indistintamente por las aceras o sobre el asfalto. De algunos comercios salían a todo volumen ritmos de salsa, que la gente seguía o pasaba por alto con la misma naturalidad. Ante estos comercios se apilaban las cintas magnetofónicas pero en ninguna parte se vendían discos compactos, porque los clientes no tenían con qué reproducirlos. En las tiendas de ropa había tangas de leopardo, bragas de color fucsia, sostenes puntiagudos sobre troncos de maniquíes de plástico brillante. Algunas de las mujeres que uno se cruzaba llevaban prendas no menos estruendosas, siempre ceñidas, sin preocuparse lo más mínimo de las bandas de grasa que se enrollaban en sus cinturas.

Allí ofrecía sus servicios el Indio Amazónico, adivinador de futuros en el horóscopo y en los caracoles y puntual solucionador de cualquier problema, por intrincado o recalcitrante que pudiera resultar, según detallaban sus exhaustivos folletos:…para dominar enemigos, para viajar sin riesgo, para retirar enfermedades postizas o hechizos, para los hijos desobedientes o borrachos, para las hijas mal casadas, para dejar los vicios, para localizar tesoros enterrados, para proteger de robos carros y apartamentos… Por doquier se anunciaban abogados capaces de arreglar papeles de residencia y también proliferaban otras industrias orientadas a los emigrados, como los establecimientos para remitir dinero o los centros de conferencias video telefónicas.

Durante el breve itinerario que seguimos por Jackson Heights, por primera vez acaso en todos los meses que llevaba en Nueva York, fue como si estuviera en casa. Muchas circunstancias me alejaban de aquellas personas, desde su casi exclusiva ascendencia india (que ponía en entredicho la eficacia del mestizaje de razas de la conquista) hasta su precaria situación. Pero había algo recóndito, aunque no fuera la sangre, que compartíamos gracias a los hombres de mi tierra que habían atravesado el océano siglos atrás. Viendo cómo se daban la vez en la panadería, cómo manoseaban el género o charlaban sin embarazo, me parecía recuperar intactas las escenas del barrio de mi infancia.

Después, ya en el Little Colombia, nos colocaron cerca de una mesa enorme donde se celebraba un banquete de comunión, y me vino el recuerdo de que yo también había hecho la comunión y se me había dado un banquete semejante. En él mi abuelo se había sentado a mi lado, como estaba al lado del niño el abuelo de aquella fiesta colombiana en Queens. Los asistentes al convite componían una linda estampa. Nadie hubiera dicho que aquél fuera el mismo barrio en el que según los periódicos se ametrallaban con regularidad.

Cheryl, como casi todos, encontró la comida colombiana sobreabundante, aunque apreció que la preparaban con gracia. Era una estadounidense atípica, más abierta que la media, tanto como para haber desposado a un hispano, lo que no era poco. Sin embargo, en un momento de la conversación que tuvimos en torno a la mesa, y a raíz de un comentario inocente de Raúl, sin lugar a dudas el menos proclive a la patriotería de todos los reunidos, estalló un pequeño incidente a propósito de prejuicios nacionales.

– En todo caso, ahí tenéis el ejemplo de Filipinas -afirmó Cheryl, con suficiencia-. Si todos hablan inglés es porque nosotros enviamos maestros y les enseñamos a leer, lo que no habíais hecho los españoles.

Vi a Raúl mirar al techo. Como repetía a menudo, estaba convencido de la inutilidad de salir al paso de un yanqui cuando proclamaba alguna de las cien mil facetas en las que los Estados Unidos eran más (grandes, fuertes, rápidos) que cualquier otro país sobre la tierra. Yo no sostenía una teoría diferente, ni si hubiera reflexionado habría adoptado otra postura que la suya, pero de pronto algo me ardió dentro y repliqué a Cheryl:

– Lo que dices es discutible. Y además, los españoles tenían que ir de Cádiz a Manila en barco de vela. Vuestros maestros iban desde San Francisco en vapores y más tarde incluso en aeroplanos. Los esfuerzos no son comparables.

– Tampoco os interesó. Los españoles siempre fueron por el oro y a explotar a los indios.

La observé fijamente. Nada me causaba más fastidio que erigirme ante una americana en vocero de las rancias soflamas apologéticas del imperio español. Pero la cara de satisfacción de Cheryl me impedía callarme.

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