Lorenzo Silva - El Ángel Oculto

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Impulsado por una serie de acontecimientos que él interpreta como señales -la muerte de su perro, la infidelidad de su mujer, un hombre vendiendo pañuelos en un semáforo, un sueño- el protagonista de esta novela decide dejarlo todo e irse a Nueva York, con el vago designio de iniciar algunos estudios o, simplemente, a esperar algo que haga cambiar su vida.
El hallazgo casual de un libro escrito por Manuel Dalmau, un español emigrado a Estados Unidos a principios de los años veinte, le proporciona el primer indicio de cuál era la verdadera finalidad de su viaje. Sus tentativas por localizar al autor le llevarán a conocer a una mujer que le fascina, pero también le involucrarán en una trama de amenazas y misterios. Cuando por fin conozca a Dalmau y las razones que le impulsaron a abandonar España, su destino se verá inexorablemente ligado al del anciano, en un viaje interior que le hará comprender los poderosos vínculos que nos unen a los nuestros y a la tierra que nos vio nacer.

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– Hay hechos que no pueden negarse -dije-. Los españoles persiguieron al principio a los indios con perros y hasta el final se llevaron todo el oro que pudieron. Eso es un hecho. Otro hecho, que vale lo que vale, es que antes de que acabara el siglo dieciséis ya había indios licenciados en las universidades españolas de Méjico y del Perú. Doscientos años después, tus antepasados seguían cazando a los indios de aquí como si fueran monos. Y eso también es un hecho y también vale lo que vale.

– Deberías darte una vuelta por el museo de Brooklyn -repuso Cheryl, contenida-. Estuvimos allí ayer, visitando una exposición sobre la conquista de Méjico. En ella se muestra cómo os ensañasteis con un pueblo que no conocía el hierro. Los hombres blancos que vinieron del oriente y que trajeron la enfermedad, os llamó un poeta indígena.

– El pueblo que no conocía el hierro levantaba ciudades y pirámides y tenía ejércitos de miles de hombres, contra los que se enfrentaron unos pocos cientos de españoles. Puestos a ensañarse, que tenga algún mérito -alegué, para provocarla. Pero también me arrastraba el aura de aquella otra época en que el desatino español había corrido parejo con el arrojo, cuando los hambrientos de Castilla, porque siempre son los hambrientos, habían salido a ganar el mundo, aunque fuera para desperdiciarlo y perderlo luego. Estar allí, en Jackson Heights, donde sobrevivían otros hambrientos, me acercaba a aquel origen y a aquella fiebre que los míos, gracias a los vientres satisfechos, habían olvidado sin que el olvido lograra ennoblecerles.

– Afortunadamente, Canadá carece de historia -intervino Gus-. Eso evita la diversidad de interpretaciones, aunque haya que soportar a una reina como la de Inglaterra.

Con esto se disolvió la polémica, en verdad estéril. Después de la comida tomamos el metro de regreso y admiramos de nuevo, esta vez acercándose y bajo el atardecer, la línea de torres de la isla opulenta. Volvíamos allí porque ése (o Brooklyn Heights, tanto daba) y no Queens era el lugar en el que nos correspondía dormir. Ninguno, y había que cargar con la culpa o la vergüenza que por ello nos tocase, estaba preparado para aceptar que le despertara el tableteo de un fusil de asalto en mitad de la noche.

5.

Primeras indagaciones

La primera tentativa de encontrar a Dalmau fue tan modesta como insoslayable. Siempre me habían fascinado los detectives que en las películas americanas localizaban sobre la marcha, en la sobada guía telefónica de cualquier cabina pública, al exacto Will Smith o a la mismísima Jenny Parker que andaban buscando. Daba igual que la guía fuera de Los Ángeles o de Nueva York, sólo había uno y era el bueno. En mi caso, no obstante, aquel resultado no era demasiado inverosímil. Dalmau no era un apellido corriente en Estados Unidos. Escasamente lo era en España. Sin embargo, y aunque recorrí todas las guías telefónicas que pude conseguir de todos los boroughs de Nueva York, por ninguna parte apareció el ansiado apellido. Este primer fracaso me hizo dudar acerca de la posibilidad de continuar mis investigaciones. Dalmau podía estar muerto, o podía no merecer la pena hallarle, si había de ser a través de diligencias mucho más costosas.

Durante varios días no me ocupé del asunto. Según progresaba abril, el tiempo se suavizaba y la ciudad volvía a ser placentera. Después de haberla soportado en la crudeza de su invierno, la benignidad de las mañanas en los despoblados senderos de Prospect Park creaba la ilusión de que nada era necesario, salvo dejar que el sol le calentase a uno la piel y que los olores de las plantas renacidas le adormeciesen. Pero Dalmau seguía ahí, agazapado, y pude constatar hasta qué punto cuando proyecté sin gran premeditación ni aparentes vacilaciones la siguiente maniobra.

Para ejecutarla me llegué antes de nada hasta Barnes & Noble, sucursal de Broadway con Columbus, que ya conocía como la palma de mi mano. Curioseando por los anaqueles de la librería había dado en cierta ocasión con una sección entera dedicada a guías para escritores. No era la única sección inexplicablemente grande para un español, ni en ésa ni en las demás librerías de la ciudad. La sección Gay/Lesbian, por ejemplo, ocupaba en casi todas el doble de espacio que la de narrativa inglesa. El caso es que el oficio de escritor resulta gozar entre los estadounidenses de un prestigio desmesurado, el suficiente como para justificar no sólo el tamaño de aquella sección, sino también la existencia de innumerables talleres de escritura. Por allí debían acercarse los modernos epígonos de aquel personaje de On the Road, de Kerouac, que desde un pasado azaroso en el Oeste había venido a Nueva York sólo para que le enseñasen a escribir. Tanta estima por la literatura me había parecido desde el principio una típica paradoja americana: en la misma ciudad donde se presume al viajero medio del metro incapaz de multiplicar por 1,5 y se le ofrece una tabla en la que se informa que un viaje vale 1,50 dólares, dos viajes 3 dólares y así hasta veinte viajes, 30 dólares, Robert Musil es un escritor casi popular, cuyos libros pueden adquirirse sin dificultades en cualquier tienda y se ven en manos de muchachas de menos de veinte años.

En una de aquellas guías para escritores, o aspirantes a serlo, donde se reseñaban con profusión desbordante premios, escuelas, editoriales y revistas, di sin esfuerzo con lo que me interesaba: la dirección en Nueva York de la editorial de Dalmau y el nombre de la editora jefe encargada de literatura extranjera. También averigüé cuál era el procedimiento para remitirles manuscritos, y ello pese a venir descrito con una multitud de abreviaturas para iniciados que el profano sólo podía descifrar con ayuda de una tabla escondida en una nota a pie de página. La última de aquellas abreviaturas, SASE (self addressed stamped envelope) ofrecía una pista elocuente. Sólo admitían manuscritos que vinieran acompañados de un sobre franqueado y con la dirección del autor, para agilizar y abaratar la devolución. Los demás los rechazaban sin leerlos.

La editorial estaba en la calle 50, y ocupaba parte de un edificio gris no demasiado atractivo. La información que proporcionaba la guía era lo bastante precisa como para detallar que la persona a la que deseaba ver estaba en el piso 11. Llegué hasta el ascensor sin problemas (no suele haberlos en muchos edificios de oficinas de Manhattan, salvo que uno vaya por ahí con una indumentaria amenazadora) y pulsé el botón correspondiente. En la planta había unas puertas de vidrio con el nombre y el emblema de la editorial. Las atravesé, di los buenos días a la recepcionista y pasé de largo ante ella. La recepcionista, que resultaba atender también el teléfono, titubeó un instante, dividida entre quien tuviera al otro lado de la línea y mi intromisión. Algo, acaso los libros que yo llevaba en la mano, resolvió la duda en favor de la llamada telefónica. Cuando quiso reconsiderarlo, si lo quiso, yo ya estaba dentro, tratando de encontrar en el relativo desbarajuste de aquella oficina el despacho o el hueco que ocupaba Melisa Chaves, editora jefe de literatura extranjera. En los cubículos que llenaban la parte despejada de la oficina, enterradas bajo los manuscritos que se amontonaban por doquier, había personas muy distintas, desde ancianos de pelo blanco de porte germánico hasta jóvenes negras con profusas melenas trenzadas. Casi todos llevaban gafas y muchos parecían sumidos en un sueño, ya estuvieran susurrándole al teléfono o pasando páginas mecanografiadas como quien pasara hojas de papel pintado. Los fui observando sin disimular. Nadie me impidió que me moviera por allí a mi antojo. Nadie me preguntó siquiera a quién estaba buscando.

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