Álvaro Cunqueiro - Merlin Y Familia

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El viejo Merlín de las historias de Bretaña hace posada en Galicia. Allí llegan las gentes en procura de sus saberes mágicos. Un conjunto de historias y presencias que surgen de las crónicas del medievo, de las leyendas gallegas y bretonas, creando un retablo de gentes hermanadas en el gozo vital con la carga de humor que conviene el hecho de vivir.

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– Señora doña Teodora -le dijo mi amo muy cortés-, ya estáis en vuestra casa de Miranda, donde todos sentimos que os hubiese muerto amor tan fiel como teníais en las arenas de don Portugal. Esta que aquí veis es nuestra ama doña Ginebra, princesa de Bretaña, éstos son mis familiares, y éste es mi paje Felipe, que os lo pongo de pasamano para cualquier recado. Y esta tina perfumada es vuestro lecho, y ahora me pongo a despacharos las proclamas que queréis, y la tinta está hecha para poner vuestra cola de luto doble.

¡Oyerais la voz con que aquella hermosísima señora hablando ya cantaba! Hay pájaros que tienen el canto misterioso, pero no hay comparación que valga. ¡Quién la oyere por las mañanas en vez de la alondra!

– Ya os veo a todos doloridos por el bien que perdí, ¡y en verdad que no hay amor como el de un portugués! Mi doña Ginebra, señora mía, vuestras manos beso, y vuestra señoría, don Merlín, saludo, y a toda esta familia, y al paje de pasamano que me ponéis. Y es mucha, en verdad, la prisa que traigo, que el día de San Lucas quiero estar a la puerta del monasterio de Lucerna con el cabello cortado.

Y al decir esto pasó ambas manos por el dorado y largo pelo, y fue como pasar el arco del violín por las cuatro cuerdas bien afinadas.

Pues traía tanta prisa, pasaron los dos caballeros portugueses a cenar a la mesa de doña Ginebra, y su paje y yo quedamos de antecámara, mientras mi amo daba los últimos toques a los preparativos del teñido. Dijo doña Teodora que de cena no quería más que un poco de merluza cruda por lo abierto, y de postre una cucharada de sal y un vasito de licor café, y yo y su paje, que se llamaba Teófilos, y también era griego, la servimos en bandeja de plata, y ella, de cada y cuando, me sonreía de tan dulce modo que me apretaba el corazón. Y cuando acabó de cenar sugirió que quizás estuviera más sosegada en la tina, y yo no sabía para dónde mirar cuando se quitó la larga falda y la ceñida blusa, y apareció doña sirena tal y como vienen estos hermosos engaños en las historias. Además, que fue la primera mujer que yo vi desnuda, y aunque no quería, mis ojos se iban a aquellos pechos blancos y tan felices, a su alegre botoncito rosa y a las venillas azules que los surcaban. Teófilos ya debía de estar acostumbrado, pero para mí aquello era una fiesta entre alegre y temerosa. Y aún tuve que acercarme, e imitando a Teófilos, prestarme a que nos pasase sus brazos por los hombros, e hizo una gracia con la larga cola brillante para entrar en la tina a descansar. Siempre que de este paso me recuerdo, me parece que me acaricia el cuerpo aquel suave calor que ella prestaba. Y fue bueno y decente, digo yo, que una vez en la tina, se pusiese una pelerina de astracán que tapase tanta galanura.

Llegó mi amo con los escritos preparados, que eran un bando al Tribunal de la Puente Matilde, una restitución a los sobrinos de un boticario de Génova, y una profesión de fe cristiana, y sólo faltaba la firma de doña Teodora, que la echó muy rasgueada, y añadió en latín lo que el señor Merlín le recitó.

– Todas las sirenas -dijo sonriendo a mi amo- tenemos la misma letra, porque todas aprendemos en la escuela de las planas de Iturzaeta.

Y como llegase la hora del teñido, le pasamos a doña Teodora para dentro de la tina una banqueta, de modo que, sentándose en ella el agua le cubriese solamente la cola colorada, y andando en estos adobos me fijé, tanto por pecador como por curioso, y vi que doña Teodora no tenía ombligo. Don Merlín responso y amonestó al agua, en lengua de la que no entendí verbo, y seguidamente vertió polvo de oro sulfatado, cuatro mezclas de corteza de nogal, extracto campeche y crémor tártaro, y con la varita de plata batió durante una hora, y pasada ésta, echando una puñada de sal, dio el teñido por rematado.

– Quedará -le advirtió a doña Teodora- un negro brillante que llaman en Italia "cuervo de Nápoles", y en el bordillo de cada escama, un hilo de oro lucido. Desde que murió don Amadís, y se puso de luto perpetuo doña Oriana, no se vio pésame de tanto respeto en el mundo. Ahora conviene que paséis toda la noche en el tinte, y a la mañanita podéis partir, camino de la noble ciudad de Lucerna.

Mandó doña Teodora a Teófilos que le diese a mi amo una bolsa que con sonante dinero traía.

– Ya sé que no pago tantos favores como se me hicieron en esta casa, pero en la bolsa va, en florines torneados, cuanto dinero me queda de la fortuna antigua, no ganada por la gracia de este cuerpo fácil, sino herencia de una prima mía, nipota que fue de un cardenal de Roma, y de la que habréis oído hablar, porque su tío le concedió el monopolio de las aguas tiberinas.

Agradeció mi amo el regalo, Teófilos se tumbó en el arca a echar una sonata, y don Merlín y yo nos fuimos a nuestros lechos, tras hacer una gran reverencia a la famosa sirena. Y mentiría si dijese que pude dormir aquella noche con aquella fiebre continua e inquieta que se me puso en el cuerpo: un sentir loco que me mordió muchos días, y aun ahora que viejo voy, por veces me distrae, y me vuelvo porque me parece que escucho en el agua que pasa aquel manso decir cantor que ella tenía, y medio en verso, y a mí mismo, loco, burlándome, en la ocasión me pregunto: ¿qué me quieres, Amor?

Todavía no amaneciera cuando ya estaba yo dispuesto, y con la montera nueva, y la doña Teodora vestida, pero se pusiera una falda abierta de paño merino que dejaba ver desde la cintura a la medía luna final la graciosa cola de luto doble teñida, y cual mi amo dijera, bordeaba las escamas un hilo de oro lucido que muy bien le sentaba. Y el señor Almeida y la excelencia Novas ya montaran, y José del Cairo y mi amo ayudaron a asentar a doña Teodora en su mula, y le pasaron una manta envolviéndole la cola, y subió a la grupa Teófilos con el paraguas, que seguía lloviendo. Los portugueses gastaron las sólitas lusitanas cortesías, doña Teodora volvió a cantar las gracias y la triste despedida, y al balcón salió la señora doña Ginebra a decir adioses con un pañuelo bordado. Mi amo se dio cuenta, cuando se fueron, que yo quedaba con algo de pesadumbre, y que algún hilo del engaño de la sirena me ceñía el cuello.

– Sosiega, sosiega, mi Felipe -me dijo palmeándome en la espalda-. No se cogen truchas a bragas enjutas, y estas brevas de mérito, ¿qué le van a pedir a un galán como tú más que la vida? No quería yo verte comido de los peces en una playa de la Arosa.

– Además -añadió José del Cairo, que siempre hablaba sabidor y sentencioso-; además que por la cola repolluda que tiene, de ser mujer como las otras, seguro que tendría las piernas gordas.

Dijo, y escupió, como asqueando. Y yo rompí a llorar.

El Viaje A Pacios

Dispuso mi amo de ir a Facios, que se quedara en aquella posada encamado un amigo suyo que venia hacerle visita, y era un don suizo tratante en bolas de nieve, que muy hermosas las traía en la maleta, como se verá. Y fue la cosa que lo tomó un trasudor viniendo de camino, y pensó que un ponche doble de ron lo pondría nuevo como de troquel, pero le continuaba la fiebre alterada y ya llevaba una semana en el lecho. Me preguntó don Merlín si viera alguna vez bolas de nieve o países de cuadro en que nevase, y yo le dije que no, que solamente viera la nieve en el campo, a no ser en el "Teatro Ideal" del Valenciano, en el San Froilan de Lugo, en el que imitaban la nieve con harina cuando aullaban los lobos a la puerta del hidalgo don Cruces, que moría con espasmos en el medio y medio de la función, y hasta el final no se sabía que lo envenenara una sobrina carnal.

– Pues entonces -me dijo don Merlín-, te voy a hacer el regalo de este viaje a Pacios, y ya le diré a mosiú Simplom que te enseñe todo su escaparate.

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