ÁLVARO CUNQUEIRO
ÁLVARO CUNQUEIRO
DE SANTOS Y MILAGROS
Selección e introducción de
Xosé Antonio López Silva
Prólogo de
César Antonio Molina
COLECCIÓN OBRA FUNDAMENTAL
© Fundación Banco Santander, 2012
© De la introducción, Xosé Antonio López Silva
© Del prólogo, César Antonio Molina
© Herederos de Álvaro Cunqueiro
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ISBN: 978-84-16950-39-3
CÉSAR ANTONIO MOLINA
LA MELANCOLÍA DE LA FICCIÓN
«NADIE FUE MÁS HÁBIL en huir de las prisiones de su tiempo», nos dice Álvaro Cunqueiro que le comentó su gran amigo y mentor Rafael Sánchez Mazas al hablarle de Fanto Fantini. Un homenaje a quien tanto lo protegió y con quien compartía su amor por Italia y, sobre todo, por la Italia del Renacimiento donde se desarrollan las historias asombrosas de la Vida y fugas de Fanto Fantini de la Gherardesca (1972). Sánchez Mazas era un magnífico escritor que, durante los años anteriores a nuestra guerra civil, fue el corresponsal en Roma del periódico ABC. Sus crónicas no sólo eran de carácter político, sino que muchas de ellas eran viajeras, literarias y ensalzadoras del gran patrimonio arqueológico, arquitectónico y artístico de aquel país tan próximo al nuestro.
A través de esta frase que el autor del relato atribuye a su amigo, «nadie fue más hábil en huir de las prisiones de su tiempo», Cunqueiro también se está definiendo a sí mismo. El escritor gallego, mediante la creación literaria, huyó de las prisiones de la vida, de las prisiones de su tiempo. ¿Cuáles eran? Las materiales lo persiguieron tenazmente durante algún tiempo y lo condujeron a un exilio extraordinariamente creador en su pequeña ciudad natal de Mondoñedo. Pero siempre las más penosas fueron las espirituales. A Cunqueiro no le gustaba el tiempo en que le había tocado vivir, demasiado moderno, demasiado materialista, demasiado tomado por los medios audiovisuales de comunicación de masas. Él era, sobre todas las cosas, un narrador oral, un contador de historias con una memoria apabullante. Memoria verdadera o, por lo general, memoria fingida, inventada, creadora de ficciones sin fin. De ahí que muchas de sus «novelas» acaben abruptamente. El relato oral es siempre inacabado, indefinido, queda pendiente de ser retomado en lugares o tiempos distintos. A Cunqueiro, como a su personaje Paulos Expectante de El año del cometa con la batalla de los cuatro reyes (1974), muchas veces le pasa que «sí sabía comenzar las historias, de cuya maraña no salía». Cunqueiro disfrutaba en medio de esa maraña a la que los editores ponían coto apremiándole las entregas. ¿Para qué acabar las historias? Historias surgidas de su experiencia personal, de su rico entorno imaginativo pero, la mayoría de las veces, procedentes de la propia literatura. Cunqueiro fue un maestro de lo metaliterario, de la interpolación, de lo ácrono. Sus personajes surgen del mundo grecorromano medieval o renacentista, pero se mueven ya por geografías distintas y diferentes que, en muchos casos, son coincidentes con la nativa de su resurrector. Argos, Tebas, Corinto, Venecia, Damasco o Bagdad acaban siendo todas Mondoñedo. Le ceden su exotismo a esta última, que las abarca en una nueva, semejante y diferente a la vez. «El país a donde viajé tiene forma de palma de mano, con sus colinas, y las rayas son ríos. Yo entré en él por el que llamaremos dedo índice, considerando que puesto en mapa, de norte a sur, el país es la mano izquierda. En la tercera colina del índice, antes de llegar a la palma, hay un bosque de alisos y abedules, y a orilla del camino, una fuente. Una mujer llenaba de agua una herrada, cuyos aros de cobre brillaban con la caricia del sol naciente. Levantaba la niebla y se veían los anchos llanos. Apartó la herrada para que yo bebiese aquel delgado hilo que salía por uno de los tres caños que los otros no daban, que era tiempo de estiaje» ( El año del cometa ).
Más allá del siglo XVI Cunqueiro se sentía extranjero, exiliado, ajeno. A veces algún personaje de sus obras se escapa hasta el siglo XVIII, finales de este siglo, el del neoclasicismo, el de la Ilustración, pero rápidamente retorna al tiempo pasado. No es que el autor desconociera lo restante, su literatura, su arte, ¡por supuesto que no!, sino que su espacio natural eran aquellas otras centurias donde surgieron los mitos, las leyendas, los héroes y las historias conformadoras del imaginario humano. De ahí que sus héroes, heridos por la nostalgia, sean Orestes, Ulises, Simbad, Merlín y tantos otros. Cunqueiro conocía a la perfección la tragedia clásica, los libros de caballerías, la obra de Shakespeare y la de Miguel de Cervantes, así como al Dante y la literatura renacentista. No es que la conociera solamente sino que la había asimilado como propia, la había rumiado, y de ahí su reinvención. Steiner, en La muerte de la tragedia , comenta que «por una enorme y misteriosa fortuna, Shakespeare escapó a la fascinación de lo helénico. Su manifiesta inocencia con respecto de logros clásicos más formales puede explicar su majestuosa naturalidad. Resulta difícil imaginar cómo podría haber sido Hamlet si primeramente Shakespeare hubiera leído la Orestiada , y sólo se puede agradecer que el final de El rey Lear no muestre conciencia de cómo se arreglaban las cosas en Colono».
Álvaro Cunqueiro, tanto para Un hombre que se parecía a Orestes (1969) como para la obra teatral en gallego O incerto Señor don Hamlet, príncipe de Dinamarca (1958), había leído a Homero, a Esquilo y a Eurípides a la vez que a Shakespeare. Y no sólo leído, sino que se sabía fragmentos de memoria que le gustaba recitar cuando en algún momento se hacía oportuno. Cunqueiro siempre fue un lector voraz de una memoria prodigiosa. Voraz de la literatura clásica y también de la contemporánea. Prueba de ello, en este libro donde se recogen muchos de sus escritos relacionados con las vidas de santos, es el artículo titulado «De San Patricio, Sartre y otros» (1975). Además de hablarnos del santo irlandés que por el verano se iba de viaje, «cogía su sombra con las manos, se la ponía de sombrero, y así caminaba fresco bajo ella. Gustaba salir en una barca al mar, y los vientos venían a él, se arrodillaban, y le preguntaban cuál quería usar en su vela», le adjudicaba el don de lenguas y el de disponer de una vista que alcanzaba varios kilómetros. Y del santo irlandés salta en el tiempo para hablarnos de Sartre, el filósofo francés con quien seguramente poco compartiría de sus gustos y literatura, aunque el existencialismo, sobre todo camusiano, no le sería ajeno. Cunqueiro nos dice que san Patricio fue siempre un niño apresurado, que jugaba con campanas, y lo equipara con Sartre, que, para él, fue siempre un adulto, lo ha dicho él mismo: «He sido un adulto en miniatura. Yo era un falso niño. No he escarbado nunca en la tierra ni buscado nidos, ni herboricé, ni lancé piedras a los pájaros. Los libros han sido mis pájaros y mis nidos, mis animales domésticos, mi establo y mi campiña». Cunqueiro se refiere a Las moscas (1943), de Sartre, y da una pista para su Orestes. En esta obra se puede leer aquello de «¡Soy libre! ¡Ah, cómo soy libre! Y qué soberbia ausencia de mi alma… Voy de ciudad en ciudad, extraño a los otros y a mí mismo». Sartre recrea en ella el mito de Electra y Orestes. Electra obsesionada por cumplir la justicia. Orestes regresa a Argos bajo otro nombre y se reencuentra con su hermana relegada a la servidumbre. Él se enamora de ella y ella lo convence para la venganza. De un ser pacífico, Orestes se convierte en violento. La venganza se cumple y ambos ya no serán libres de su propia culpa, que los distanciará. Homero, Esquilo, Eurípides, Shakespeare (en este caso en ausencia), pero también Sartre, Camus, Beckett. «Lo dicen Orestes y Sartre», añade Cunqueiro, «y ya Francis Jeanson en su Sartre, por él mismo ha hecho notar que el drama, su drama, comienza a partir del momento en que Orestes, o Sartre, tiene necesidad de la mirada de otro, indispensable mediador entre él y él mismo».
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