Ramón Sender - Siete domingos rojos

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Siete domingos rojos (1932) es una de las primeras novelas de Ramón J. Sender (1901-1982) y también una de las más vigorosas de su extensa producción. Con abundantes dosis de reportaje, con no pocos ingredientes extraídos de su propia circunstancia personal, el autor traza las líneas maestras del anarquismo español en el periodo republicano, Samar, el protagonista, recuerda al propio Sender tanto por la pasión con que se inmiscuye en las luchas sociales de su tiempo como por el afán reflexivo mediante el que pretende distanciarse del torbellino de la historia para entenderlo mejor. Conviene recordar que hasta ahora no se había reeditado la primera versión de la obra. En los años setenta, fue publicada en varias ocasiones pero siempre con importantes modificaciones con respecto al texto original, como bien pone en evidencia la presente edición crítica.

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Llevaba Emilia una varita, un junco verde, que había sacado no se sabe de dónde y jugaba con él.

– Sigue -ordenó.

– No puedo. Esa mariposa me recuerda a alguien y me tiene hipnotizado.

Ella de un golpe certero partió la mariposa en dos. Una de las alas temblaba en la mitad superior del cuerpo, que parecía un coselete minúsculo de metal. Samar le cogió la mano a Emilia, pero ya era tarde:

– ¿Qué has hecho, grandísima puta?

Se quejaba ella, en serio:

– No me insultes, Samar.

– ¿Qué has hecho?

– Ya me gustaría ser una gran puta -decía ella casi llorando-, pero solamente lo soy un poquito.

– ¿Qué has hecho?

– Un poquito nada más, como las otras.

Samar sentía temblar algo en el centro de su cerebro, como aquella ala amarilla y negra.

– Esa mariposa era más que un ser humano, para mí.

– No seas supersticioso.

– O más que un ser humano. Pero tienes razón, no hay que ser supersticioso.

– Menos mal que me das la razón una vez.

Y se puso a cantar entre dientes aquello de

… a rebatir con ué

y a chivirí macáaaaa.

Sin darse cuenta seguía en su canción el compás que marcaba el ala temblorosa -pendular- de la mariposa agonizante.

Un poco más tranquilo, Samar tomaba un aire doctoral medio en broma:

– Don Quijote gana la batalla final y también España la ganará un día si logra la síntesis colonial-castrense. Es don Quijote un ejemplo que nos sorprende cada día con alguna forma nueva de elocuencia. La vida de don Quijote fue una cadena de fracasos. Lo ridículo, lo absurdo, lo grotesco, se acumulan. Y al final, el hombre que se propuso ser el primer caballero del mundo lo ha conseguido, puesto que en cualquier extremo del planeta, en el Japón o en Sudáfrica, en la Patagonia o en el Canadá, cuando alguien quiere referirse a un individuo de un idealismo y de una generosidad sin límites dice que es un Quijote. Ganó su propia batalla don Quijote y la de los españoles. No todos los países tienen un arquetipo literario que pueda representar a sus naturales sin envilecimiento o sin alguna forma de disminución. Y sin caer en la petulancia arrogante. El Bourgeois gentilhomme de Francia avergüenza al burgués francés medio y sin embargo no tienen otro tipo y hay que aceptar que el retrato está bastante parecido. Aunque el francés tenga cualidades admirables en tantas otras cosas. Los alemanes tienen un doctor Fausto que ni siquiera es propio (es de origen británico). Pero bien mirado, ¿no se basa en un idealismo nebuloso con el que disfrazan un deseo de vivir la vida de los sentidos y de subordinarlo todo a ellos? Si Hamlet es el tipo nacional inglés (la mayor parte de los ingleses lo negarían), no es muy halagüeño para ellos. Si lo es Robinson, tampoco. En cuanto al ruso, si es Chitchicov de Las almas muertas, es un pobre diablo sin espina dorsal, pálido y carente de vigor lo mismo para aceptar la virtud como para la fatalidad del pecado o del vicio. Aunque Gogol sea un dechado de talento. Los españoles hemos tenido suerte con Don Quijote. Como la del Quijote, la nuestra será una victoria moral, producto de esa síntesis de la meseta alta y del valle, del castro y de la feraz ribera, con sus almunias, sus sotos o sus fábricas y talleres.

El ala de la mariposa había dejado de temblar. Los restos de vida que le quedaban en la parte superior del cuerpo se le habían acabado. Un ser como aquél, cuya vida natural duraba no más de dos o tres días había sido privado de más de la mitad de su existencia, tal vez.

– Oh, la gran… -fue a decir Samar otra vez, mirando a Emilia indignado.

Ella respondió, tranquilamente:

– Ya querría, pero sólo lo soy un poco.

Luego al oír disparos lejanos reaccionó y quiso vengarse:

– ¿Y tú? ¿Qué haces ahí? ¿Llorar por una mariposa mientras los otros se baten y arriesgan la vida y quizás la pierden?

En eso Emilia tenía razón y tuvo que callarse, Samar.

XXI. PLACIDEZ DE LAS MULTITUDES VIOLENTAS

Las grandes avenidas estaban desiertas, pero en seguida podían llenarse de multitudes y las autoridades lo tenían previsto con agentes y guardias en los lugares estratégicos, rondas volantes con motocicletas, y los mismos jefes que recorrían los puestos en automóvil. Había un silencio campesino, cierta paz virgiliana en las avenidas con grandes árboles.

Las comarcales, las regionales, las locales, los grupos, las células tendían sus redes dando noticias y recogiéndolas, enlazando con los enlacies que se les tendían y atemperando las iniciativas a las de los demás. En Madrid, de momento, no se preocupaban las multitudes sino de despertar de su embriaguez para impedir el esquirolaje o hacer el sabotaje más eficaz. Si para ello había que herir o matar, pues… ¿ qué remedio? El hambre no era como para ser tomada en consideración aún. Había casos aislados de miseria de los que hay en todo tiempo. Los parados seguían consumiendo los víveres de los almacenes saqueados, que estaban ocultos en lugares diferentes y de los cuales se hizo un inventario a grandes rasgos. Lo cierto es que todavía quedaban víveres para dos o tres días, sin regatearlos, y entretanto Villacampa ya le había echado la mirada a un almacén que tenía grandes pilastras de bacalao, cerdo en salazón y harinas finas. Ya se vería. Pero al mismo tiempo había que procurar armas y pertrechos. Porque eso de comer y tumbarse al Sol ya lo hacen los demás, y por otra parte si toda España había respondido no era menos cierto que el Estado había callado y se había concentrado en su fuerza lúgubre de hule negro y bayonetas para dominar la situación. Parecía haberse replegado, habernos dejado las calles, las plazas, el Sol de mayo. Pero no asaltemos ministerios, no vayamos sobre los bancos y los cuarteles. “Si queréis -parecían decirnos- podéis quemar una iglesia y retiraros.” Las iglesias no nos interesan. Vamos a la calle con una ancha sonrisa y navegamos en un triunfo imaginario. Todo es nuestro. Todo es de todos. La embriaguez de una multitud no es un vicio, como en los individuos. Es algo que se llama un “estado de opinión”, con el cual negocian gobiernos y fuerzas políticas. La embriaguez de nuestras multitudes es negativa. No se puede negociar con ella. Pero muchas negaciones hacen una afirmación, como en matemáticas “menos por menos da más”.

En la embriaguez bajo la tarde tibia hay ya tres tendencias señaladas, que corresponden a otros tantos sectores de la ciudad. En Vallecas, por ejemplo, quieren ir a jugarse la carta militar de las sediciones y llegar hasta donde se pueda. Tienen el criterio de que en el camino revolucionario no se pierde ningún esfuerzo. Todo se transforma y se asimila. Si eso falla hay que seguir, y cuando no haya más recursos hay que seguir aún, a la desesperada. En Cuatro Caminos son partidarios de organizar un frente acumulando todo el material que tenemos para ir en serio a la guerra civil. Si no se aprueba eso, prefieren volver al trabajo por ahora. Luego están los moderados de barrios bajos que, influidos por el espíritu socialista, quieren que se vuelva al trabajo, ya que la protesta por la muerte de Germinal, Progreso y Espartaco está sobradamente realizada y conseguida. En las reuniones clandestinas que se celebran -reuniones con delegados sin credencial, faltas a veces de representantes de organizaciones fuertes- se marcan esas tendencias. Pero entretanto es dulce adormecerse en la tarde de primavera y dejarse embriagar por el vino fluido de los presentimientos. Parecen próximas y seguras muchas hermosas cosas. Los comités están bastante firmes, siguen con pocas bajas. Quedan en la calle muchos compañeros capaces de intensificar el movimiento y darle más fondo. Más extensión no es posible ya. En la calle se encuentran obreros desconocidos y se paran a hablar: -¿No entráis aún?

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