– Vaya -dijo ella con una cara de falsa atención.
– La España castrense nació hace más de veintidós siglos. La otra, la colonial se pierde en las nebulosas de la prehistoria.
– Hablas como un maestro de escuela -dijo ella.
– Lo que tú necesitas. Como todos sabemos la península ha sido siempre palenque de guerra. Estacazos por un lado y por otro. Durante la invasión romana se fueron creando campamentos castrenses en todas partes, sobre todo en Castilla. Castrum, castro, castillo, Castilla. Dos siglos de peleas -antes de Cristo- fueron dando a esos castros un aire semicivil y un estado de permanencia contra todas las razones naturales. Aquellos castros tenían interés estratégico, pero no estaban asentados en lugares de riqueza natural. No se fundaron pensando en crear riqueza española sino en destruir riqueza y vidas españolas. En seguir sacudiendo estopa.
– Eso lo creo aunque no me lo jures -dijo ella apartando una mecha de pelo y poniéndola detrás de la oreja-. La humanidad ha sido mala siempre, ¿verdad?
– Psss, de todo ha habido.
Samar seguía, no se sabe si en serio o en broma, sin dejar de mirar el mapa en relieve:
– Se atornillaban los soldados romanos en aquellos recintos cercados durante dos o tres generaciones y entretanto los pelaires, guarnicioneros, tundidores, panaderos, sastres, zapateros, fundidores, herreros de yunque, acudían al reclamo del oro y de la plata romanos y se quedaban también al socaire de las murallas donde se sentían seguros. Más tarde algunos de esos castros desaparecieron, pero otros no. Las guerras visigóticas de sucesión a hostia limpia y luego las de reconquista contra los árabes mantuvieron muchos castros en ejercicio. Durante siglos, también. Cuando la guerra de reconquista terminó, esos castros seguían viviendo por inercia.
– ¿Qué es inercia?
– Huevonería.
– Y eso ¿qué es?
– Tener la sangre gorda.
– Vaya.
– Es como los andaluces cuando dicen que hay años en que no tienen ganas de hacer nada.
– Ya veo.
– El castillo en el centro y en lo alto. Los artesanos y los pastores alrededor con algunos secarrales de magros provechos. Riqueza natural no la había, pero el hábito seguía manteniendo a la gente pegada a las altas murallas. Entre ellas se construyeron capillas colegiatas, catedrales, a veces empleando las piedras talladas de las fortalezas. Ya no había generales romanos que ordenaban y pagaban los servicios, sino un cura que hablaba de resignación y recogía los diezmos y primicias.
– Como en Ávila y en Zamora y en Ciudad Rodrigo -dijo ella, pensativa.
– No pocas ciudades de esas siguen malviviendo hoy en España, sobre todo en Castilla, gracias a la asistencia del Estado que envía regimientos, instala cárceles y oficinas de Hacienda y Gobernación y Justicia. La gente pegada a las piedras, como los lagartos, toma el sol, se rasca y espulga y reza. Pero casi siempre reza mecánicamente a un dios de cuya existencia duda. Reza por si acaso.
– Algunos creen, de veras.
– Sí, por ejemplo las putas. Todas viven en el barrio de la catedral y cumplen con parroquia en la Pascua. La permanencia hoy de esa España es tal vez el mayor problema y el que los abarca todos. Es una España colonial (del latín colonia, cultivo de la tierra) Un español colonial de Málaga o de Barcelona no se entiende fácilmente con el hidalgo de Ávila o Sigüenza. El “colonial” vive de su trabajo. El otro quiere vivir del cuento, del gesto o del aire. Y tal vez de la bragueta. Los castros de Castilla siguen hoy a la sombra de los castillos en los que no hay oro ni plata de Roma sino curas que hacen rogativas para que llueva sobre las espigas sedientas o sobre las retorcidas encinas. Como los diezmos no bastan los curitas reciben sueldo del Estado, igual que los policías y los verdugos. La España colonial, esa que se ve en los valles y en las riberas color ocre, hizo todo lo importante en la historia, incluido el descubrimiento y la colonización de América que, la verdad, no fue gran cosa porque los indios eran gente desnutrida y entontecida por el abuso de la coca o de la mariguana. La España castrense no hacía sino mantener el tipo, como dicen los actores. Desde entonces todo es hablar de un imperio que no existe y del “gesto”, del “desplante” y de la “petulancia” ibérica. De lo que no hablan es de la ruina económica ni de la esterilidad cultural. Ni del hambre ni del crimen secreto o abierto. Ni tampoco del descrédito exterior. Ni de los monopolios explotados por algunas órdenes religiosas disfrazadas, todavía.
– ¡Ya apareció el peine! -dijo ella.
Samar soltó a reír. Luego dijo contemplando el Mediterráneo amarillento:
– No seas borrica. Si quieres el futuro tienes que conocer antes el pasado y el presente. Calla y escucha. Los grandes soldados de nuestra historia fueron gente del pueblo. Los escritores que han dado a España leyenda y realidad, también. Y han sido siempre malquistos por la sociedad castrense. Su tozudez en adaptarse a esa España de los castros anacrónicos resultó inútil y por una razón u otra casi todos conocieron la persecución y la cárcel. Desde el granuja arcipreste de Hita y el santico iluminado San Juan de la Cruz, desde fray Luis de León y Cervantes hasta el cachondo Lope de Vega y el paticojo Quevedo -a pesar de sus pujos de caballero de Santiago-, sin hablar de los favoritos de la inquisición como los hermanos Valdés, Vives, Miguel Servet y tantos otros. Más tarde entre los románticos si no se suicidaron como el ceniciento Larra y en la generación siguiente el curdela Ganivet tuvieron que pasar por la emigración y la cárcel, entre ellos algunos aristócratas liberales como el duque de Rivas y Martínez de la Rosa, tontos los dos, uno en prosa y otro en verso. La república representa, a pesar de todo, la victoria de nuestra España natural. Todos los hombres de creación de nuestro tiempo fueron al principio republicanos. Entre ellos, naturalmente, los escritores. ¿Podía ser de otra manera? Y los que algo representan hoy han conocido igual que sus colegas del siglo xix y del siglo xvIII o xviI la persecución y la cárcel. En la cárcel o en el exilio o en ambos han estado el tontiloco Unamuno, Baroja, Valle Inclán y estarán Machado, García Lorca, Miguel Hernández si no los pasan un día a cuchillo, siempre lejos de los castros, es decir de los burgos podridos.
– Tienes una verba de hombre de pro. ¿Qué quiere decir hombre de pro?
– ¡Calla, coño! Cualquier español conoce a su compatriota como colonial o castrense por la manera de andar, de decir buenos días o de mear contra el mar mediterráneo. Mira el mapa y escucha. El panorama histórico no es, sin embargo, tan deslindado ni sus líneas tan correctamente definidas, ¿me oyes? Comprendo que en Cataluña hay elementos castrenses y que en Salamanca los hay coloniales, aunque también es verdad que a los profesores que se han atrevido a representar el pensamiento colonial en Salamanca (el Brócense, fray Luis de León y otros) les han dado más que a una estera. Los filósofos de acento colonial ya fueran castellanos (Juan de Valdés) o valencianos (Vives) tuvieron que vivir fuera de España por si las moscas. Como digo no todo es colonial en Cataluña. Es verdad que los catalanes han tenido también caballeros andantes, pero el caballero catalán se llamaba Tirant lo Blanc y es la antítesis del caballero Cifar y otros fundadores del género. Eso no quiere decir que las cualidades castellanas no aparezcan a veces en las riberas del Llobregat y las catalanas en las tenerías de Segovia. En todo caso ese contraste (sol y sombra) de lo colonial y lo castrense sólo se da en España, y se comprende si pensamos que de los veintidós siglos de historia documentada que tenemos nos hemos pasado diecinueve peleando dentro de nuestras fronteras. Los períodos de paz superficial relativa (siglos XVI, xviI y XVIII) han estado minados por una sorda lucha de ideas representada por las persecuciones de la inquisición y además tenemos guerras también dentro y fuera de España, en Europa y en América. Y en el siglo pasado guerras napoleónicas y guerras carlistas. Esos siglos de espada y lanza, mangual y trabuco hicieron de la geografía de España un mapa militar en donde las alturas tenían valor estratégico y los valles valor económico. Hay pocos valles en España que no estén dominados por un castillo al que han tenido que servir por deficiencia glandular.
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