Star y yo nos hallábamos en la esquina de la casa de la señora Cleta, y al ver la que se nos venía encima hemos entrado y nos hemos ido al desván. La casa tiene un piso nada más y la entrada del desván está disimulada por una especie de artesonado que hay en el techo. Subimos por la escalera y una vez arriba recogemos la escalera y dejamos caer la trampa. Suenan en las calles las sirenas de las motos de la policía, los silbatos de los guardias y restalla algún tiro mañanero, alegre como un cohete. Es la redada. La hacen por la mañana porque saben que por la noche es inútil porque todo el mundo toma precauciones y no están en casa o están y aguardan a los de la brigada con el revólver. Entre las explosiones del escape libre de las motocicletas que suenan como ametralladoras, quedan ahogados los disparos y sobre éstos y la trepidación de los motores se elevan silbatos y sirenas. En el desván está el techo cubierto por filas de mazorcas rubias de maíz. Algunas se han desgranado y el gallo picotea con placer produciendo en el suelo un ruido seco. Star se alarma.
– Nos va a delatar.
Pero no hay cuidado, porque la señora Cleta no sabe que estamos aquí, y como se apresurará a decir que es viuda de militar y que su marido era del Cuerpo de Seguridad, lo más probable es que ni siquiera registren. Nos hemos sentado en un rollo de alfombras. De pronto veo los ojos de Star sorprendidos mirando a alguien a mi espalda. Yo, con la mano en el bolsillo de la pistola pregunto qué ocurre. Me vuelvo de pronto.
¡Hola, caballero”! Al principio creí que era usted don Fidel. Se le parece mucho. Puede que sea su espíritu reencarnado en este desván, con su mejor casaca negra y su chistera sobre la cara flaca de palo.
El desconocido meneaba los brazos y los pantalones huecos bajo el aire fresco de la mañana. El desván hacía esquina y tenía dos ventanas con frentes distintos, abiertas y sin maderas ni cristales. Yo me incliné. Por abajo corrían los cazadores, buscando la pieza anarcosindicalista. Todo el barrio estaba estremecido de alarma. Volví a inclinarme.
– Tengo el gusto de presentarle a mi joven compañera Star García, sola en el mundo pero anarquista, lo que quiere decir que la acompañamos y la ayudamos todos. Aquí te presento, compañera Star, a don Fidel, honra y prez de difuntos.
El viento levantó la manga derecha del espantajo y Star la cogió y la estrechó en su mano. De pronto la soltó, escalofriada y dijo:
– ¡Qué raro!
El gallo seguía picoteando. Los dos volvimos a sentarnos en el rollo de alfombras. El espantajo estaba bastante bien hecho, con algo de juez y de pastor protestante y al mismo tiempo un aire degenerado y escrofuloso. Lo habían puesto para que no entraran los pájaros a comer el trigo que había en un rincón y frutas coleadas y puestas a secar. Nos dedicamos a escuchar la tormenta de la calle. Por los rumores, las voces, los disparos, se sabía poco roas o menos lo que podía suceder. Star no tenía miedo, pero me cogió del brazo. No hablamos, pero cuando la miraba sonreía satisfecha. Llevaba su pistola blanca dentro de la boina gris y ésta doblada sobre la alfombra. Se la hice sacar y la manipulé. Estaba vacía.
– ¿No llevas cápsulas?
– No.
– ¿Has disparado ya aquella que te di, en la que firmasteis tú y Samar?
Adopta un aire muy grave y niega con la cabeza. Luego añade: -Si asaltamos el cuartel, la dispararé entonces.
– Pero necesitarás más.
– No. Con ésa me bastará.
El gallo da un salto, alarmado, y viene hacia nosotros murmurando. Parece que don Fidel le ha dado un puntapié. El viento habrá doblado el pantalón. Porque don Fidel está colgado del techo y aunque tiene unos palitroques dentro a veces se dobla y baila una especie de rumba bajo la corriente de aire de las dos ventanas. Su cara se ha quedado inmóvil de un aire cuando se disponía a mirar de medio lado al techo. Callamos un rato. El gallo mira de reojo a don Fidel y yo le digo al espantajo que nos cuente algo. La manga derecha se le dobla sobre el estómago. Zalemas en honor de Star. Y Star no las agradece. Hablamos de Samar. Reconocemos que está desmoralizado y que va perdiendo fe en el movimiento. En el fondo eso es egoísmo y ganas de tiranizarnos. Porque lo cierto es que si se hubiera aprobado su proposición, otra sería su actitud. Star dice que eso es natural.
– Hay muchas cosas naturales que no están bien.
Yo vuelvo con mi teoría de que lo natural resulta violento. Por ejemplo… Pero no quiero exponer ese ejemplo porque a lo mejor se figura que es con malicia. Ella se ha dado cuenta y lo quiere. Con malicia y todo. Pero no son estos momentos para divertirse. Hay que estar con un oído en la calle y otro en el piso de abajo. Las voces de la calle van llegando en oleaje creciente, acercándose, entremezcladas con disparos. Pasan sobre nosotros y siguen adelante, hacia el cuartel. Como enfrente está la casa de Star, desde aquí oímos chillar a la tía Isabela que les da lo suyo a los agentes. Con grandes precauciones y sin asomarme, veo desde adentro a la abuela en la calle insultando a la brigada entera. Ahora se le acerca un agente y la empuja hacia adentro. Lleva la pistola en la mano y le ha debido meter el cañón entre las costillas, porque se queja y tose. No tarda, sin embargo, en aparecer en una ventana, desde donde sigue insultando aunque con menos decisión y sin dejar de toser. Yo me fijo bien en el agente que la ha obligado a retirarse. Tiene cara de ternero y unas espaldas curvadas, casi jorobadas. No se me despinta. La brigada se corre hacia el cuartel y nuestro sector queda en silencio. Paseamos los dos a lo largo del desván sobre la alfombra que hemos desplegado para amortiguar nuestros pasos y tener más libertad de movimientos. A veces cruje levemente el pavimento y nos detenemos, asustados. Don Fidel, honra y prez de difuntos, sigue bailando. Yo quisiera hablar con él.
– ¿Es cierto que fusilaron a su tío, el general carlista? Puede que sí, pero no creo que fuera general. Sería sargento.
Don Fidel se estremece sacudido por la ira. Viene hacia mí y el viento le levanta una manga. Star retrocede instintivamente y la manga pasa rozándome la nariz. Se parece mucho a don Fidel tal como lo dejaron después de amortajado.
– ¿Qué pasa en el otro mundo, don Fidel? ¿O no es usted don Fidel?
No dice nada.
– ¿Es, quizá, el difunto marido de la señora Cleta?
Se alza una manga en el aire y se mueve de derecha a izquierda.
– Entonces es don Fidel, al que yo daba pases en la agonía con una toalla.
Vuelven los rumores, las voces. Parece que a la brigada la siguen algunos grupos de compañeros para liarse a tiros. Será cuestión de unas esquinas propicias y de cogerlos bien en la primera descarga. Ahora están los grupos cerca de nosotros. La tía Isabela, desde una ventana señala con la mano la dirección en que se han ido los agentes y habla en voz baja con alguien que desde aquí no se ve. Star se ha quedado junto al espantajo llamando al gallo con un poco de maíz en la mano. De pronto da un grito ahogado y viene corriendo. El espantajo le había echado los brazos al cuello. Ríe, pero todavía sobresaltada.
Volvemos a sentarnos, esta vez en el suelo. Star dice: -¡Qué solos estamos! En los desvanes hay una soledad como en los cementerios.
Yo miro alrededor. Bien. Es cierto. Le pregunto a Star: -¿Tú eres capaz de matar a alguien? ¿Sí? Matar sin odio es como nosotros debemos matar si viene a cuento. Eso no te debe preocupar. La razón detrás de la pistola. No la pasión, como en los matones de taberna.
– Y sin embargo a veces parece que hemos venido al mundo como ellos a matar o a que nos maten.
La guerra está declarada y hay que estar en uno de los campos, siempre movilizado, siempre vigilante y dispuesto. Esa palabra, “guerra”, apacigua a los compañeros pusilánimes. La moral de la guerra lo justifica todo. Es que necesitan todavía una moral religiosa para actuar revolucionariamente. A Star no le sucede eso.
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