Ahí está la patrona. Antes de que hable, le pregunto:
– ¿Quiere usted dinero?
– No.
– ¿Está harta de billetes monárquicos?
Se encoge de hombros, sin contestar. Yo me acuerdo de la tía Isabela y señalo el pasillo:
– ¡A la mierda!
Se va chillando. Eso que es tan natural, resulta violento. Luego viene el marido y antes de que hable le pregunto:
– ¿Viene usted a pegarme?
– No.
– ¿Viene a convidarme con café?
– Hombre…
Le señalo también el pasillo:
– Si viene usted a hablar, yo nada tengo que hablar con un macarra ¡Largo!
Y se va también. ¡Sí es lo natural! Pero esto resulta violento, ya lo veo. Es la tonta civilización, más tonta que Star, que ya es decir. Con la pistola en el bolsillo, los compañeros en la calle y la revolución en el alma, somos como Dios. También Él es violento con los terremotos y los volcanes. Todo lo demás es flojo, blandujo, viejo y huele a sudor de enfermo. Ahora vuelven a dar en la puerta con los nudillos:
– Pase.
Es la criada. Una pobre muchacha jovenzuela y guapa. Yo me encuentro hoy, después de estos días de andar a hostias con la policía como borracho. Si me acuerdo del interior del cañón de mi pistola, tan cristalino, esa borrachera se me sube por encima de la cabeza y me saca de mi traje dominguero y me deja en cueros con una estaca de pinchos -lo que llamaban antes un mangual - en la derecha. Ahí está la criada. Por lo visto no se atreven a volver los dueños. Está espantada, y me mira y me habla sin que le salga la voz de la garganta.
– ¿A qué vienes? Si fueras honrada serías compañera nuestra. Como estás embaucada por los curas, sólo sirves para barrer los cuartos o para que los huéspedes te muerdan en el culo.
La chica traga saliva con los ojos redondos. Otra vez lo natural resulta violento. Yo estoy impaciente:
– ¡Vamos a ver ¡ ¿Vienes a barrer o a que te muerda?
Más asustada aún, balbucea:
– Se muere.
– ¿Eh?
– Don Fidel.
Avanza poniéndose instintivamente una mano en el trasero. Al ver que me río, disimula y se estira la falda. Habla ahora. ¿Qué pasa con ese viejo?
– Que se muere.
¿Que se muere? ¡Vaya una ocurrencia! ¡Ahora que yo tenía que salir!
La criada se va con unos pasos muy rápidos y muy menudos. En la puerta se vuelve a mirar como si fuera a decir algo y no dice nada. Yo soy incapaz de conducirme así con los míos, pero con los otros algunos días no lo puedo remediar. Ese don Fidel es un viejo empleado de la Tabacalera que lleva cuellos y puños duros y que habla siempre de un tío suyo general carlista que fusilaron los liberales, y cuando yo lo ponía en duda me juraba que en su casa del pueblo tiene metido en una urna de cristal el calzoncillo todavía manchado de sangre. Tiene el mejor cuarto de la casa y odia la civilización. Querría matar a todos los anarquistas y comunistas y coge un berrinche cada vez que lee en los periódicos que una comisión de obreros ha ido a ver al presidente para protestar contra algo.
– ¿Por qué los recibe? -dice echando espuma por la boca- ¡Leña es lo que necesitan esos vagos!
Se ha mantenido soltero toda la vida porque así le parece que la familia le tiene por un pillete y también por miedo a los cuernos. De vez en cuando se gasta unos duros con una chica callejeante. A través de la pared de su cuarto, que está al lado del mío, le oí rezar un día en voz alta. Parecía que no estaba muy satisfecho de Dios:
– ¡Me dais la tentación y luego hacéis que coja blenorragia! ¡Con todos los respetos, Dios mío, eso no está bien!
Y ahora se muere. ¡Sí que debe ser divertido verlo morir! Cuando salgo al pasillo oigo maullar en la cocina desesperadamente. Parece que va en serio. Entro en su cuarto. Apenas hay luz. Las ventanas están entornadas y de un rincón, entre un burujo de sábanas, salen estertores malolientes, como si hubieran puesto a hervir una olla de coles. Respiro por la nariz y no hablo hasta que tengo los pulmones llenos de aire y me toca echarlo. La patrona y su marido están uno a cada lado. Me miran recelosos y ella me da disculpas como si al abrir minutos antes la puerta de mi cuarto me hubiera ofendido. Yo pienso que la violencia irá contra la cultura, pero como es natural la gente se somete y la acata. Ahí están esos hombres. A los dos les acabo de cantar las verdades y sin embargo… Claro que también entra en esto el respeto a don Fidel. La patrona, al retinarse para dejarme a mí el sitio al lado de la cabecera, ha cerrado sin querer la hoja de la ventana y el patrón le pide que abra más y me explica:
– El aire libre es un gran aliciente para la agonía.
Pero yo no sé qué hacer ni qué decir. Lo natural sería no haber entrado. Una vez dentro, lo natural es taparse las narices y escupir. Me cuentan en qué consiste la enfermedad y quieren convencerme de que pudo salvarse, cuando a mí me parece tan lógico que se muera. El patrón le da agua con una cucharilla. Yo le digo:
– ¿Para qué? Déjenlo que se muera de una vez si se ha de morir.
Le parece tan monstruoso a la patrona que se santigua y advierte:
– No grite, que se entera de todo.
– ¿Se entera de todo?
Y a continuación pienso para mi conciencia: “¡Qué cotilla!” La patrona lo llama:
– ¡Don Fidel! ¡Don Fidelito!
Tengo unas ganas de reír atroces, sobre todo cuando veo a la patrona limpiarse una lágrima. El patrón también lo llama: -¡Don Fidel!
Y de vez en cuando mira el reloj de oro del muriente que está sobre la mesa y la tabaquera, que asoma en un bolsillo de la chaqueta negra, y piensa que debe ser de plata. Los dos coinciden ahora en llamarlo, y don Fidel entreabre los ojillos cerúleos. Aprovechan esa oportunidad para decirle que estoy yo aquí y entonces veo la mirada mortecina que se posa en mis ojos. Él los cierra sin responder. Le han puesto un Cristo sobre el vientre, un escapulario junto a una oreja. De pronto se oyen voces en el pasillo y la patrona sale presurosa, dejándome en las manos una toalla con la que le espantaba las moscas y le hacía aire. Luego se vuelve a asomar a la puerta y llama al mando muy contenta. Debe ser la visita del cura que tanto les conmueve. Yo me quedo de pie al lado de don Fidel, con la toalla en la mano. De vez en cuando la paso sobre su cabeza, como la patrona, pero sin querer me acuerdo de los toreros y a cada nuevo pase digo en voz alta:
– ¡Dobla!
Luego de izquierda a derecha:
– ¡Dobla ya!
Tengo prisa por marcharme y él no tiene ninguna al parecer, la muerte le ha afilado el perfil, pero que si quieres. Salgo al pasillo y le doy la toalla a la patrona.
– ¿Y don Fidel? -me dicen con la esperanza de que se haya muerto.
Respondo marchándome:
– Tan pelma como siempre, señora.
Salgo a la calle. Un viejo carlista no es una persona. Ni un animal. No es nada. ¿Cómo voy a sentir que muera un tipo como ése, yo, que salgo a la calle a matarlos?
Es verdad que ellos también me la tienen jurada a mí, pero así es la vida y nosotros no la hemos hecho. Al menos, yo.
XIV. DIÁLOGO SOBRE EL AMOR Y LA MUERTE -AL ESTILO BURGUÉS- Y FIN DE LA DESTROZONA. (HABLA SAMAR)
Al entrar aquí llevaba una sensación ambigua, de cínico que ha perdido la moral y anda por la calle a cuatro manos. Luego, la ansiedad y la emoción de hallarme en casa de Amparo, y ya ante ella la reflexión de otras veces: “Puedo ir yo a la raíz del arco iris o el arco iris venir a mí. Pero de todas formas estaba en medio del puerto nevado -con nieve ardiente- y quería engañarme en vano. Yo había ido a las altas cimas, y cuando veía el Sol en los cristales del hielo iba hacia ellos deslumbrado por el iris de millares de pequeños prismas. “Viene el Sol aquí y se descompone y muere.” Luego escuchaba al viento y el viento sólo hablaba de soledad en la muerte lanzando quejas largas de un dolor cósmico. Me sentaba y soñaba con los prismas de hielo y sus alcázares. El frío me quemaba la piel. Sentía el viento en mis cabellos y en mi barba de tres días y encontraba un placer en las agujas que me traspasaban las manos amoratadas. Solo, arriba; solo y lejos, y alto con las nieves y los vientos. Entrar en el prisma helado y calentarlo con mi calor limpio, más fuerte que el frío de todas las cumbres, y soñar: “En el frío y en la blancura de este alcázar tiene que extinguirse la impureza de abajo, deben morir todos los miasmas, toda la podredumbre. Ella es limpia y diáfana como el hielo, y el sol de mi corazón lo asimila, lo descompone. Con él levanta sus alcázares. Pero el viento ruge abajo. El viento gime arriba. El viento habla de soledad en las alturas y de la angustia de tener que abandonarse a las fuerzas desconocidas. Eso que llaman la angustia cósmica.
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