Ramón Sender - Siete domingos rojos

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Siete domingos rojos (1932) es una de las primeras novelas de Ramón J. Sender (1901-1982) y también una de las más vigorosas de su extensa producción. Con abundantes dosis de reportaje, con no pocos ingredientes extraídos de su propia circunstancia personal, el autor traza las líneas maestras del anarquismo español en el periodo republicano, Samar, el protagonista, recuerda al propio Sender tanto por la pasión con que se inmiscuye en las luchas sociales de su tiempo como por el afán reflexivo mediante el que pretende distanciarse del torbellino de la historia para entenderlo mejor. Conviene recordar que hasta ahora no se había reeditado la primera versión de la obra. En los años setenta, fue publicada en varias ocasiones pero siempre con importantes modificaciones con respecto al texto original, como bien pone en evidencia la presente edición crítica.

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– Ya estarás tranquilo. Fau te había echado la vista, no ahora sino desde antes de la República. A veces te encontraba en el portal. Yo salía y te metía en casa, y entonces él escupía, chascaba la lengua y se marchaba con un palmo de narices.

En casa de la Lucrecia da gusto estar. Hay más claror aquí de noche que allí a las doce del día. Y eso lo hace la limpieza. Luego ella, como tiene marido, ya no siente ganas de ser más que otra. De joven la mujer necesita tener cerca el recuesto. La señora Cleta aún no es vieja, y como no lo tiene está desazonada. Cada vez que va a la iglesia y agarra un cirio se pone a morir. ¡Yo me río mucho cuando las veo así, tan finas y sin calzones que planchas!

La casa de la Lucrecia se la hizo el cabo antes de casarse. Compró a plazos el terreno allá en las quimbambas, y como es albañil en menos de un año estaba levantada. Tiene un piso, falsilla y sótano. Desde entonces han ido haciendo más casas entre la suya y nuestro barrio, y ahora ya está junta con las demás. El cabo no es que sea cabo sino que lo dice la gente, porque cuando cortejaba a su novia estaba en el servicio militar, era de caballería y venía por el barrio con un sable muy grande. Es buen mozo y era muy amigo de mi pobre Germinal. Yo hago buenas raigas con los dos y en cuanto he venido me he puesto un mandil y he comenzado a faenar por la casa. No había nada que hacer, sino la cena, pero he ido por agua, he pelado patatas, y hasta me he llegado a mi casa a buscar unas cebolletas enanas que son gloria pura. Los agentes fumaban en el patio:

– ¿Qué hay, abuela?

– Y se reía el de las gafas. Luego, para que no me hablaran, he estado espantando perros o llamándolos con el chuflo hasta que he vuelto a salir. Pero son gente sin conciencia y todo les da igual. La noche está fresca y el cielo bien cuajado de estrellas. Cuando volví a casa de la Lucrecia estaban dentro Gómez, Graco, Santiago y Buenaventura. Luego han llegado Bienio Margraf y Liberto. En las dos esquinas más cerca de la casa había dos hombres de los nuestros que estaban a la centinela. Han hablado todos con prisa. Liberto abre y cierra los ojos mucho cuando está callado y luego no pestañea mientras habla. Elenio es muy marchoso y no escucha lo que le dicen porque parece que lo tiene todo pensado y sabe lo que tiene que decir en toda su vida. Ellos dos y el cabo hablan de que hay que “trasladarla” con los mayores cuidados y celarla religiosamente. Ya hay sitio dispuesto. Entonces el cabo dice: -¡No hay manera! ¡Esto es un jubileo! Se marchan dejándole dicho el lugar de la reunión para más tarde.

Ahora veo que Graco y Santiago tienen la pistola al lado, encima de un banco y que no se separan del costado de la puerta. Me asomo intrigada y no veo nada. El cuarto no tiene, más que una cama, un lavabo, dos estampas de la libertad y la revolución como las que tengo yo en casa. Miro debajo de la cama y no hay más que un orinal y las zapatillas viejas de Lucrecia. Como veo que nada me dicen nada pregunto, pero no es por falta de ganas. Yo siempre había tenido muy buena idea de estos compañeros. Formales, poco habladores y con buena fama. Yo me lo represento al cabo como a mi Germinal. Siempre en lo suyo. Pero no podía pensar todo esto. Por lo visto el cabo es alguien. Lo cuidan -a él y a su compañera- como cuidaban antes a los reyes, y no parece sino que en lugar de la cama de matrimonio está la divina custodia. Las dos centinelas que hay afuera no dejarán pasar a ningún sospechoso. ¡Que vengan los perros, que vengan! Al gafitas ése querría yo ver aquí.

Han entrado dos que no conozco y se han sentado donde los otros. Los de antes se han marchado mirando el reloj y guardándose las pistolas. Al salir me han dicho: -Animo, abuela. Ya las pagarán. -¡Dios os escuche!

La Lucrecia pone en la mesa un jarro, pan, cinco platos. Los dos de las pistolas se acercan con el cabo y se sientan. Me dejan a mí el mejor sitio y yo protesto:

– Nosotras, después. Ahora coméis vosotros; Lucrecia y yo cuando hayáis acabado.

El cabo dice que no. La Lucrecia trae la cena de una vez, se sienta también y por lo que veo comemos todos a un tiempo. En casa no lo hacíamos así. Primero son los hombres y una ha venido al mundo para servirlos. Me han dejado el puesto más principal, aunque sé que no lo hacen por mí, sino porque soy la madre de Germinal. La cena es corta, de casa pobre, pero sabrosa, y como Lucrecia y el cabo se llevan bien es una gloria mirarlos a la cara y verlos tan contentos. Los dos que estaban en el banco, guardando la puerta del dormitorio, han comido bien. Luego encienden un cigarro y vuelven a su puesto. Hablan ahora los tres y el cabo dice con mal talante:

– ¡Lástima que no haya más remedio que liarse a tiros!

– Tontería. Sólo se convencerán cuando les pongamos el pie en el cuello.

Después de cenar me entra soñera. Pero temo que si me duermo me van a despertar en seguida a tiros. Parece que no ocurre nada, pero lo cierto es que entre los gestos y las palabras se ve que esta noche tiene aquí su misterio. El cabo pasea, nervioso:

– ¡Esto es la rehostia!

Para darle la razón entran dos individuos. Uno es cojo y me parece que lo he visto alguna vez pidiendo limosna. Lleva barba canosa y representa unos cincuenta años. El otro no es viejo pero tiene una cara que da espanto. Hablan con el cabo y pasan al dormitorio. Yo me asomo poco después y en el dormitorio no hay nadie ni tiene puerta ninguna de salida:

– Rediós; esto es cosa de brujas.

Pero ni Lucrecia ni el cabo se preocupan. Entra la gente, desaparece, y aquí no ha pasado nada. Vuelvo a sentarme y me adormezco. La mesa se pone de medio lado, se inclina y cuando va a ponerse patas arriba yo doy un respingo. Lucrecia recoge los platos y yo le digo que espere un momento y fregaremos las dos. En cuanto doy tres cabezadas ya estoy despabilada y puedo faenar como si tal cosa. Pero esta vez me parece que me voy a quedar roque.

El cabo me dice:

– Aquí nadie ha perdido tanto como usted.

Pero mientras los veo a todos afanados en vengar a mi Germinal, parece como si mi hijo no hubiera muerto. Lo malo será cuando todo esto se acabe y vuelva a hacer la vida de siempre. El cabo dice que eso ya no será nunca.

– ¿Por qué? Yo he visto muchas cosas en este mundo y no tengo tanta confianza. Hay que matar a mucha gente y para eso hay que llevar uniforme. Con chaqueta y gorra no podréis matar más que a algún guardia.

Les cuento que salí dispuesta a volar la ciudad y luego tuve que ir dando las bombas a los compañeros de mi hijo. El cabo suelta a reír. Se me ríe en las barbas, y yo, por no contestarle, me voy a la cocina. Lucrecia no quiere que la ayude y me envía a la cama; como si fuera un vejestorio inútil. Yo me quedo ayudándola. ¡Estaría bueno! Irme a dormir ahora cuando desde hace cuarenta años soy la última que se acuesta en casa y la primera que se levanta. La cama es para los viejos y yo aunque lo parezca no lo soy.

– Entonces no se acostará usted, tía Isabela.

– ¿Por qué?

– Toda la noche habrá gente en casa.

Como ven que no pueden conmigo me dejan que ayude en las últimas faenas. En el cuarto de al lado se oyen voces. Yo me siento y vuelvo a cabecear. De vez en cuando oigo pasos y me despierto. Entran más obreros. Algunos, viejos que más les valdría estar en la cama. Uno, sobre todo, que arrastra los pies y tiene los ojos llorosos y le tiembla la mano. Todos pasan al dormitorio del cabo. Yo rezo para no dormirme del todo. Saco el rosario y voy pasando cuentas: “Por el hijo, que gloria tenga”. Cuando me acuerdo que están los agentes en mi casa, no puedo seguir rezando. “¡Hostia bendita!” “¡Si los cogiera donde cantan las perdices!” Dios dijo: “perdonad a vuestros enemigos”, pero nada habló de los agentes de policía y de los guardias. Mi hijo cayó en la calle con la cabeza llena de ideas buenas. Yo no puedo rezar para que Dios lo perdone. Estoy segura de que no necesita que lo perdone nadie. Tampoco él tenía nada contra Dios y no lo acusaba ni lo perdonaba. De igual a igual, ninguno iba contra el otro. Yo rezo porque tenga paz y gloria en el otro mundo como las tenía en éste. Aunque luchaba y aunque lo mataron, él siempre tuvo paz porque no le vi que pensara una cosa hoy y otra mañana ni que dijera una cosa e hiciera otra. Y la gloria yo me la figuro como un lugar donde todo el mundo tiene que comer, hablan bien de uno y lo estiman y lo respetan. Por eso mi Germinal tuvo paz y gloria aquí y voy a rezar este otro “misterio” para que no le falten allá.

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