– Aunque la federación de grupos la rechace, yo la llevaré esta noche al comité revolucionario porque entiendo que es la única manera de encauzar los hechos.
Pero Gómez estaba indignado:
– ¡Vamonos!
– ¿A dónde vais? -preguntó Urbano.
– A que nos maten. Es lo único que en estas circunstancias se puede hacer.
Villacampa intervino:
– Eso sería darles gusto a nuestros enemigos.
Urbano le pidió una aclaración.
Samar le interrumpió con una mirada de reojo en la que venía a decir: “Nos comprendes y sabes que tenemos razón, que es lo peor. Pero temes a la revolución y quieres morir de viejo agitando tu melena en la utopía”. Se conocían. Samar aclaró a medias por Gómez, que no quería hacerlo. Dijo que eran incapaces de sabotear un acuerdo de un comité o una asamblea aunque hubieran votado en contra y que como el acuerdo era seguir en la calle sin consignas y liándose a tiros con todo cristo, eso equivalía a dejarse matar.
Salió asqueado. Con él se fueron -ya terminada la reunión y adoptados otros acuerdos secundarios- Liberto, Elenio, José, Helios y Gómez. Yo salí con ellos y con el gallo. Ya estábamos en la calle cuando de pronto llegó Villacampa corriendo. Miraba el gallo y tenía ganas de meterse conmigo, pero no encontraba motivo. Quizá le parecía que era darme demasiada importancia. Gómez decía a José y a Helios:
– Tened cuidado con Fau. No volváis a casa, que estáis vigilados.
Pero los dos querían volver para salvar los tipos de imprenta porque eran el único recurso que en la barriada tenían para manifiestos clandestinos.
– Llevando el molde hecho -decían- tenemos siempre una máquina dispuesta en alguna imprenta.
Quedaron, pues, en que volverían y en que irían después con Samar a casa de Villacampa a comer. Villacampa no estaba fichado y seguramente allí no había riesgo. Se marcharon. Liberto, Elenio y Gómez también se querían marchar a Vallecas para preparar lo que se hubiera de hacer al día siguiente en el cuartel. Liberto llevaba los bolsillos llenos de papeles. Era la Regional, la Local y el Comité revolucionario ambulantes. “Eso decía refiriéndose al proyecto de Samar- tiene que salir esta noche. Al llegar a la plaza de Manuel Becerra vimos alguna animación. Ya era hora, porque las calles daban la impresión de una ciudad abandonada o diezmada por la peste. Gómez decía:
– ¡Qué alegre está hoy Madrid!
Pero yo no concibo que pueda estar alegre sin tranvías. Los dos tipógrafos se despidieron allí y se marcharon. Villacampa se quedó mirando a un individuo que cabeceaba sentado en un portal. Cuando nos vio se levantó y vino con andares poco seguros.
– ¿Qué haces ahí, Casanova?
Se restregó los ojos y explicó:
– Esperando a un compañero que creo que tiene dos pistolas. He pasado la noche ahí, y que si quieres. ¡Coño, parece mentira el trabajo que le cuesta a un hombre conseguir un arma!
– ¿No asaltaste con nosotros la armería?
– Sí, pero no conseguí más que una de esas que empleaban los marqueses hace un siglo para los desafíos. Se carga por la boca y hay que llevar un saco al hombro con pólvora y plomo.
Villacampa hacía memoria.
– ¿Sabes quién tiene tres pistolas? Serafín Urbez.
Vive en el otro extremo de Madrid, pero Casanova sin chistar da media vuelta, se orienta un instante y echa a andar por una callejuela. Como tiene mucho sueño lleva la cabeza más adelantada que los pies y parece que va a embestir a las farolas. Seguimos bajando. La calle está en suave declive. Hay algunas tiendas entreabiertas y un garaje con el cierre a medio echar. Dentro se ve a algunos guardias civiles y una ametralladora desmontada.
A medida que bajamos, la calle se anima y las gentes parecen alarmadas. Tienen los oídos atentos a cualquier rumor. Hay pocos obreros. Es un día tranquilo y diáfano, como para confiarse y después del terror de la noche sin luz salir a ver lo que ocurre. Ha aparecido una edición oficiosa de “El Vigía” y la pregonan “con los graves sucesos de anoche y la declaración del estado de guerra en todo el país”. La compramos y Samar apenas la hojea, sin leer más que los epígrafes: “El criminal atentado de anoche” -sabotaje, víctimas-. “La opinión al lado del Gobierno” -declaraciones de Gobernación-. “Han sido descubiertos todos los resortes del complot.” Samar sonríe:
– ¿De qué complot? Si hubiera complot no existirían ya ni vestigios del Gobierno.
Señala una noticia con la uña del pulgar, ofreciendo el periódico a Villacampa.
– Mira. Han matado a Murillo.
Villacampa lee: “Resultó llamarse Murillo y ser un tipo muy peligroso en cuyas manos estaba el nudo central del complot”. Ríen Villacampa y Samar:
– Pobre Murillo. No sabía nada de nada.
Ha muerto en un motín, herido por una bala perdida. ¿Quiénes más caerán? ¿Caeremos nosotros? Samar parece adivinar nuestro pensamiento y dice:
– Lo bueno que tiene todo esto de diluirse y despersonalizarse en la masa es que no le pueden matar ya a uno, aunque nos partan el corazón.
Villacampa no quiere hablar de eso y me dice que en un día como hoy no debí salir vestida de amarillo -color de esquirol- sino de rojo. Samar aclara:
– Es que está enamorada de los tranvías.
– ¿De todos? -pregunta Villacampa pensando que soy tonta.
– Hombre. La verdad es que todos son iguales. Estoy enamorada, pues, de uno y de todos.
Villacampa me mira las piernas y tararea a media voz una canción de un fraile que regaló unas medias a una chica.
– ¡Vaya una copla estúpida! ¡Qué tendré que ver yo con los frailes! El caso es que le molesta que yo esté enamorada del tranvía.
– ¿Desde hace mucho tiempo?
– Desde pequeña.
Samar ríe:
– Eres pequeña ahora.
Yo les explicaría mi enamoramiento, pero no son momentos para hacer comprender estas cosas. Vi incendiar un tranvía cuando vino la república. ¡Pobre tranvía! Tenía una voz delicada, como una campanita.
Llega un rumor alarmado. La gente huye en todas direcciones. No se ve un guardia ni nos amenaza nadie. Quizás en la calle ya casi desierta aparezcan balas silenciosas, de esas que dan la vuelta a las esquinas y suben al tejado para herir a una cocinera en el balcón de un patio interior. Pero nos quedamos quietos. Cuando los alrededores quedan despejados aparecen dos niños de cuatro o cinco años junto a un montón de basura revolviendo con la mano y llevándose trozos de legumbre y cortezas de pan a la boca. Villacampa insiste:
– ¿Pero es verdad que estás enamorada del tranvía? Eso es del todo estúpido.
Samar contesta por mí y explica que cada cual puede enamorarse de lo que bien le parezca. De un tranvía o de una pistola, como le pasa a Casanova, o de unas tenazas de podar.
Yo no lo entiendo. Villacampa tampoco, pero el caso es que ahora, después de la explicación de Samar, quiero más al tranvía y que en este preciso momento llega uno calle arriba. Nos quedamos estupefactos.
– ¿Cómo es posible si no hay fluido?
Un obrero nos dice que han reparado las averías de esta línea y que tienen órdenes del Gobierno de salir. “Pero éste -añade escabullándose misteriosamente- no volverá sano a la cochera.” Efectivamente. Antes de que llegue a donde estamos nosotros se produce una explosión, y unos adoquines saltan en surtidor y caen sobre el tranvía. La vía queda levantada y el tranvía descarrilado y cojo, con una rueda girando en el aire. Corremos a refugiarnos en las esquinas próximas y el gallo se ha espantado tanto que me ha desgarrado con las patas la falda y tengo que ponerme un alfiler. Quedamos a la mira. En el tranvía iban dos guardias civiles que se han herido con cristales y esquirlas de piedra. Bajan como pueden. El conductor ha salido ileso, pero huye calle adelante, sin saber adonde. Por las calles afluentes vuelven los grupos amenazadores y algunos se acercan, pero otros recelan y miran calle abajo. Yo quiero al tranvía que no tiene culpa de nada. Percibo olor a gasolina. Van a quemarlo. Pero aún no se atreve nadie a acercarse. Le doy la pistola a Samar y en dos brincos atravieso la acera, salto el arroyo y me encaramo al tranvía. Al verme tan decidida vienen todos detrás, pero se oyen cascos de caballería más abajo. Y tiros. La gente se desparrama y yo me acurruco junto al motor. Más tiros. El tranvía se ha quedado solo y yo dentro de él. Algunas balas dan en los cristales y saltan hechos añicos. El gallo se me ha escapado y se sube a los asientos o a las ventanillas. Desde mi escondite junto al motor veo a Samar y a Villacampa con las solapas levantadas y el sombrero bajo, hurtando la cara y asomando la pistola. Tiran otros obreros desde todas las esquinas. Y los cascos de los caballos siguen sonando. La calle es blanca como una losa de cementerio. Y en el tranvía suenan las balas como si fuera el calor del Sol que desajusta las maderas y las hace dar chasquidos. Yo estoy con los ojos cerrados un buen rato. Lejos comienza a sonar una ametralladora. Cuatro o cinco tiros y calla. Luego vuelve a oírse otra vez y vuelve a callar. Por fin los cascos de los caballos suenan en mi alrededor y alguien me llama. “Me van a detener” -pienso-. Llevo mi pistola niquelada en la boina.
Читать дальше