Luis Gasulla - Conquista salvaje

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El único indicio del vasto incendio que asolaba los bosques milenarios lo ofrecía el sangriento resplandor que flotaba detrás de las montañas, coronándolas con una singular claridad. El reflejo, vivo y radiante sobre el cielo inmediato, se amortiguaba luego diluyéndose de nube en nube. Sobre las pampas centrales semejaba todavía un prolongado crepúsculo bermejo. Más allá el fuego se denunciaba apenas en un leve centelleo, igual al indeciso crecer del día. Desde las costas del golfo Grande, podía vislumbrarse el horizonte cortado por los cerros desiguales, en el que resplandecía un aura pálidamente rosada diluida por el gris violento del humo que ascendía pesadamente al cielo. Pero pasando las mesetas del Senguerr las señales del desastre se multiplicaban; lenguas de fuego sobrepasaban las alturas que guardaban el gran lago Escondido y el humo formaba un techo sombrío sobre la región de las pampas, donde el sol, perdido en un cielo de cenizas, fatigaba su curso. Grandes bandadas de avutardas huían al sur y al este, aumentando con sus gritos discordantes el desconcierto del éxodo. Gallardas bandurrias volando sumamente bajo, casi rozando las anchas hojas de la nalca1, las seguían, y en un plano más elevado los solitarios cisnes se unían en el vuelo. Garzas rosadas en inseparables parejas batían con ritmo sus alas incansables. Igual a un guerrero altivo y desdeñoso que desafiara la hecatombe, un águila blanca, deidad sagrada de los indios, planeaba en ceñidos círculos sobre el dilatado incendio, manteniéndose a una gran altura como una atalaya del cielo.

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Pero el viento se calmaba poco a poco. Como ocurre al atardecer, perdía su fuerza y se tendía sobre el valle y las mesetas atenuado, casi suave, en contraste con su furia anterior. Junto con esa paz otra nueva nacía en el alma de Frida Lunder; retornaba en ella la razón y se aquietaba sensiblemente. Se pasó las manos sobre el rostro y dijo mirando angustiada a su marido:

– Créeme, Wilhem, no puedo soportarlo… ¡el viento!… Me arrebató a mi hijo, ¡a nuestro hijo! ¿Cómo quieres que me resigne, que lo sienta venir sin enloquecerme?

Lunder no supo qué responder; recordaba ciertamente el trágico fin del pequeño Guillermo. Buscaba entonces un lugar apropiado para poblar, pues la presencia de los galeses en Rawson y Trelew, resultaban para él, fugitivo de los británicos, especialmente deprimente. Fue así bajando por la costa hacia el sur y, en las cercanías de cabo Raso, un terrible ventarrón arrastró una tarde a su hijo, momentáneamente descuidado. La muerte se cerró para él en el fondo de un desfiladero. La pérdida del hijo trastornó a la joven esposa, y sólo la venida de Blanca, ocurrida al año siguiente en el cabo Raso, definitivamente elegido por ellos, logró muy lentamente equilibrar el espíritu de la madre, pero sin que su odio hacia el viento disminuyese nunca.

Los minutos pasaron, mientras el viento, también fatigado de su incesante fluir, se calmaba, semejando su paulatino sosiego el detenerse jadeante de una gran bestia hastiada de galopar las mesetas.

Alguien lo llamó desde afuera. Frida, agotada y liberada al mismo tiempo de su oprimente malestar, se adormecía con los labios fuertemente apretados.

4

Afuera halló al capataz esperándolo. El hombre, a pesar de su aire impasible, parecía inquieto o intrigado, Lunder se llevó el índice a los labios indicándole silencio y lo acompañó a la galería exterior.

– ¿Sucede algo? -preguntó.

– Llegaron los hombres que mandó don Mateo… recién no más, señor -informó éste.

– Pudo atenderlos usted mismo -rezongó Lunder malhumorado.

– Es que… -empezó a decir el capataz y se detuvo indeciso.

– Vamos, hombre, desembuche ¡caramba! -le urgió su patrón comenzando a impacientarse.

– ¿Qué le pasa?

– Bueno vea, patrón, esos hombres vinieron como huyendo… -se largó Juan.

– Será el viento a lo mejor…

El capataz contestó entonces, como picado por el tono zumbón…

– A no ser que al caballo indio y a los fardos que traen también los empuje el viento…

– ¿Caballos y fardos, decís?… -Lunder era ahora todo oídos.

– Sí, pues, como lo oye -respondió Juan-. Usted sabe que Antonio se volvió con los caballos desde los cerros. De allí los otros siguieron a pie y ahora tienen un caballo cargado de fardos, que seguro son pieles de zorro; alcancé a verlos de lejos… y…

– ¿Dónde están? -interrumpió Lunder. -El polaco se quedó a orillas del río, cuidando el caballo. Bernabé está en el galpón, con don Ruda; parecen muy cansados y sin embargo apurados por irse…

– ¡Vamos allá!… -ordenó don Guillermo y el capataz lo siguió sin más comentarios.

Blanca volvió al lado de la madre, vigilando el agitado duermevela de la enferma. A ratos tomaba sus manos heladas y las acariciaba con ternura entre sus dedos ágiles y fuertes. Sus manos, al contrario de las de Frida, eran cálidas, con finas venillas insinuadas bajo la epidermis. Los cabellos rubios como los de su madre, tenían reflejos dorados y, cruzados sobre su cabeza en dos largas y opulentas trenzas, semejaban un esplendoroso casco de guerrera antigua. La frente combada y tersa, la nariz palpitante de vida y juventud y los bellos ojos verdeazules como las aguas de los lagos, sombreados por largas pestañas, bajo el arco perfecto de las cejas. Los labios rojos con algo de altivo y travieso al mismo tiempo y orejas pequeñas en las que brillaban como sangre los aretes diminutos. Extraña y magnífica niña en quien la mujer empezaba a reinar con soberanos atributos. La agreste naturaleza no la rozaba con su salvaje fuerza; ella misma era un poco la hija de las praderas; y los ágiles huemules y el viento retador, sus compañeros.

Blanca, nacida en el Chubut, conoció desde niña los azares de una vida andariega y audaz. Podía decirse de ella que hasta su nombre constituía un símbolo. Al nacer, viéndola tan blanca bajo la luz de una primitiva lámpara, que escasamente alumbraba el lecho rústico como todo el rancho pampeano, mientras afuera la tierra era un solo manto nevado, su padre la llamó así, temblándole los labios en una rara manifestación de ternura. Y así fue bautizada cuando por primera vez el padre Bernardo llegó hasta su hogar en gira misionera. Blanca creció como un pino joven, ágil, derecha y fuerte, rubia la cabellera y blanca la piel. Walkiria austral, ligera como el viento, cimbreante y alegre. El viejo araucano, maestro y baqueano en los frecuentes viajes en busca de pastos para las invernadas, la apodó Quila, igual al bambú cordillerano, aguantador de tempestades. Y ella, digna de aquellos hombres audaces, vio en el verano embravecerse los ríos montañeses, rugir el viento silbador en las mesetas inhospitalarias, cubrirse de nieve los cañadones. Admiró los inmensos bosques, sin que la dura existencia diaria restase una sola de sus gracias. Comparable a las leyendas de las vírgenes araucanas, era la gracia triunfando sobre la fiereza del medio. Tal vez disparó una carabina antes de saber las primeras letras, pero a los dieciocho años resultaba imprescindible ayudando a su madre, y la más excelente camarada de su padre, a quien admiraba como a un rey de las pampas. Competía con él en destreza, ya se tratase de armas o caballos. Jinete como un hombre capaz de guanaquear sin descanso al par del más aguantador. Creció libre como un pájaro hasta los quince años y entonces sus padres, temerosos ante las codiciosas miradas de algunos peones y viajeros ocasionales, que se turbaban o enardecían ante aquella virgen atrevida y sonriente, decidieron enviarla a la tierra de sus padres. Sin embargo Blanca no pasó de Buenos Aires y allí, irreductible, declaró sus intenciones de volverse. Ni ruegos ni amenazas torcieron su decisión y regresó después de un año a su casa. Más hermosa y femenina, gracias al contacto con la civilización, pero también más enamorada de su tierra, de sus valles sin fin, de sus verdeantes praderas.

Ahora, ensimismada en imprecisos y fugitivos pensamientos, no advirtió la entrada en la habitación de María, que era en la casa, más que una sirvienta, amiga y custodia de Blanca. Al verla, ésta le preguntó:

– Dime, ¿quién ha llegado? Hace rato que oigo idas y venidas por la galería…

– Han vuelto los hombres que mandó don Mateo a la cordillera ¿y sabe una cosa, niña? -contestó y preguntó al mismo tiempo la mestiza con aire misterioso.

– ¿Qué, María?… Si no me lo dices…

– Pues parece que su papá está muy enojado con Bernabé y el polaco, ese del nombre tan difícil… -María daba largas a su explicación con esa intuitiva picardía criolla que juega con los interrogantes, pero Blanca, asida por obscuros presentimientos, nacidos de las insinuaciones de Sandoval y la repentina indisposición de su madre, no aceptaba misterios y apartaba de sí las marañas inútiles que ensombrecían su alma, como nubes de tormenta en un cielo ominoso. Con energía ordenó a la mujer:

– ¡Déjate de rodeos y dime ya qué ha ocurrido!

María miró a Blanca con extrañeza y todavía comentó burlonamente.

– Ya veo… cada vez que anda por aquí don Sandoval usted se pone nerviosa…

– María, ¿cuándo tendrás formalidad? Si no me cuentas lo que tenías que decirme, tanto vale que te vayas ahora mismo.

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