Luis Gasulla - Conquista salvaje

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El único indicio del vasto incendio que asolaba los bosques milenarios lo ofrecía el sangriento resplandor que flotaba detrás de las montañas, coronándolas con una singular claridad. El reflejo, vivo y radiante sobre el cielo inmediato, se amortiguaba luego diluyéndose de nube en nube. Sobre las pampas centrales semejaba todavía un prolongado crepúsculo bermejo. Más allá el fuego se denunciaba apenas en un leve centelleo, igual al indeciso crecer del día. Desde las costas del golfo Grande, podía vislumbrarse el horizonte cortado por los cerros desiguales, en el que resplandecía un aura pálidamente rosada diluida por el gris violento del humo que ascendía pesadamente al cielo. Pero pasando las mesetas del Senguerr las señales del desastre se multiplicaban; lenguas de fuego sobrepasaban las alturas que guardaban el gran lago Escondido y el humo formaba un techo sombrío sobre la región de las pampas, donde el sol, perdido en un cielo de cenizas, fatigaba su curso. Grandes bandadas de avutardas huían al sur y al este, aumentando con sus gritos discordantes el desconcierto del éxodo. Gallardas bandurrias volando sumamente bajo, casi rozando las anchas hojas de la nalca1, las seguían, y en un plano más elevado los solitarios cisnes se unían en el vuelo. Garzas rosadas en inseparables parejas batían con ritmo sus alas incansables. Igual a un guerrero altivo y desdeñoso que desafiara la hecatombe, un águila blanca, deidad sagrada de los indios, planeaba en ceñidos círculos sobre el dilatado incendio, manteniéndose a una gran altura como una atalaya del cielo.

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Mas allá de las instalaciones de la estancia, hacia el sur, apenas protegidos por el faldeo de la meseta, se alzaban tapando de cualquier modo los agujeros practicados en el suelo, las miserables habitaciones de algunos tehuelches que vegetaban en las cercanías de la “población”. Mansos, desasidos de toda inquietud, se hundían en la tierra como queriendo reintegrarse a ella. El rancho del cacique era la única construcción hecha de barro, con paredes más o menos verticales, aunque en su interior no se advirtiese diferencia alguna con las otras. La condición humana parece perder su excelsa significación al enfrentarse con la máxima degradación de sus criaturas: la voluntad de aniquilarse.

Las cimas basálticas de las montañas brillaban fantásticamente, entre la niebla producida por la helada nocturna que aún persistía y que se elevaba como un fino celaje de los desfiladeros y abismos, para diluirse en las alturas al calor del sol. En las paredes del cañadón se retorcía el camino de los carros hasta perderse entre las primeras elevaciones.

2

En el galpón, junto a las brasas, restos de capón colgados del asador de hierro dejaban caer goterones de grasa, cuyo acre sabor impregnaba el aire. Los hombres hacían correr el mate amargo, mirando ausentes el fuego que moría. Las mujeres se habían retirado. Una mata de neneo arrastrada por el viento golpeó contra las chapas del galpón, sobresaltando a los perros que dormitaban, satisfechos, al calor de las brasas. En la quietud solitaria del patio las varas del carro estaban como despidiéndose del camino.

Aunque nadie la mencionara, una idea inquietaba los pensamientos de todos. Mateo Sandoval había dejado en el ambiente un hondo malestar inexpresable, no una amenaza cierta de presumibles peligros, sino esa indefinible desazón que produce en los viajeros la cercanía de un mallín, con su vacío mortal bajo un manto de césped encantador, o la sofocante atracción del menuco de aguas límpidas que esconde las arenas traicioneras.

Aquella innominada amenaza turbaba a hombres hechos a poner el pecho al viento, sin vericuetos, llanos campesinos de una tierra nueva que se entregaba ante el más fuerte y tesonero. Llegados de opuestos lugares, simples unos, cultos otros, pero todos sin distinción entregados al pleno goce de una libertad viril, en puja constante con la naturaleza… Dominándolos a todos don Guillermo Lunder, Wilhem, para sus familiares, concentraba su atención en un punto entre las cenizas. Rostro cuadrado y abundante barba rubia cubriéndole la quijada, agresivo mostacho y carcajada sonora. Alto y fuerte, su generosa estampa resultaba incongruente, cuando montado en el gaucho recado de superpuestos cojinillos, sobre un peludo y resistente caballejo, puro músculos y nervios, recorría las leguas de su tierra. Nadie como él amaba y comprendía el inexpresable embrujo que esconden las mesetas, las altas montañas, el viento ululante… Su alma tempestuosa y aventurera se identificaba con la naturaleza bravía. Su sed de libertad paradójicamente mezclada a una instintiva facultad de dominio sobre los demás, hallaba en aquellos parajes, apenas hollados por el hombre, vasto campo para sus arriesgadas empresas. Dominaba a los hombres, tanto como a los obstinados elementos, con su férrea y terca voluntad, que no reconocía más fuerza que la suya ni más ley que la de su arbitrio. Para una raza endurecida en la trágica lucha por la libertad, perdida al fin tras jornadas de sangre y heroísmo, era en verdad una novísima y embriagadora experiencia aquella ilimitada libertad, tanto de acción como de pensamiento. El campo sureño tenía al comienzo del siglo muchas leguas sin más vallas ni barreras que los ríos y las montañas; se podía galopar durante días sin tropezar con una presencia humana en las distancias de inalcanzables límites, en las mesetas sobre las que erraban libres las grandes manadas de avestruces y guanacos. En aquel ambiente fatalmente predispuesto a la dominación del más fuerte, Wilhem tenía que ser, sin oposición, un dominador. Su atavismo del clan lo impulsaba a agrupar en torno suyo una familia, hombres y mujeres dependientes de su voluntad, de su poder; y como la fatalidad lo privó de su hijo, contemplaba con orgullo desarrollarse en Blanca sus mismos característicos sentimientos, bien que afinados por una deliciosa femineidad innata y un cariño a la tierra que, a diferencia de los suyos, no consistían en necesidad de dominio, sino precisamente en una imponderable consustanciación que la hacía sentirse retoño de las mesetas, árbol nutrido y enraizado profunda y enteramente.

Pero Ruda, en cambio, era alto, sentencioso y noble de espíritu y, por añadidura, español como el Quijote. Con veinte floridos años, muy pocos pesos y muchas ideas socialistas, se vino un día de España, recaló en Buenos Aires el tiempo justo para enamorarse, sufrir un desengaño y gastar su modestísima fortuna. Cuando serenó su alma de tantos imprevistos contratiempos, se encontró de sobrestante o algo parecido en una destartalada goleta que hacía el heroico trayecto hasta Tierra del Fuego. Así, en 1878 Pedro se vio aguas al sur de su homónima, la San Pedro, llevando un lote de ovejas. Pero la pobre goleta de divino no tenía más que el nombre y el viaje fue espantoso. Amargado, nuestro héroe desembarcó en el naciente Puerto Madryn e hizo de todo por el diario sustento. Fue sucesiva o conjuntamente tendero, boticario, tenedor de libros y por último seducido por la leyenda del oro en Tierra del Fuego, se lanzó otra vez a la aventura; pero harto de oleajes y peces, fuese por tierra. Sin embargo el destino no quiso tampoco permitirle su arribo al Estrecho. Como iba con una tropa de vacunos para un fuerte estanciero de Punta Arenas, el viaje era lento por demás y las tormentas y sinsabores del camino deshicieron a la tropa; a él, por menos útil, lo licenciaron en la colonia galesa de Trelew. Un español en Trelew, galante y de corazón voluble, era una terrible carga de dinamita pronta a estallar y provocar una catástrofe; fue para su bien que lo invitaron gentilmente a liar sus bártulos, so pena de ablandarle los huesos con una tremenda paliza.

– ¡Qué se ha de hacer! -se dijo Pedro y se marchó otra vez, convertido ahora en arriero vagabundo. Así se le fueron muchos años de su vida, y aunque no aumentó sus pesos, se quedó para siempre en la Patagonia, prisionero como tantos de una inexpresable atracción que los ataba a las mesetas olvidándose de las ciudades muelles y lejanas. Pasados los cuarenta, más flaco que nunca, se afincó con unos pobres indios chubutenses y fue su maestro, curandero y oficioso abogado en sus eternos pleitos con sus vecinos y con el gobierno. Le pagaron comiéndose cuantas ovejas traía y criaba con inauditos esfuerzos.

Juan, el capataz, era un chileno con alguna proporción de sangre india en las venas. Lo llamaban Juan a secas, pues sus varios apellidos de honda raíz hispana, como un sello de fieros conquistadores, resonaban anacrónicos en tal sociedad. Por su parte a él le resultaba indiferente. Su árbol genealógico empezaba en él mismo y presumiblemente en él acabaría, como una planta nacida en el desierto y barrida por el viento sur. Después quedaban los otros; seres anónimos y silenciosos, esperando una oportunidad donde la había para todos, agrupados por la común necesidad, pobres de dinero pero ricos de esperanzas.

Lunder dijo de improviso encarándose con Ruda que, pensativo, miraba el río a través de la puerta abierta del galpón:

– ¿Qué piensa de todo esto?

Ruda se volvió lentamente, se echó atrás los cabellos revueltos y preguntó a su vez, soslayándose: -¿De qué?

– ¡ De qué ha de ser, hombre…! De lo que habló recién Sandoval ¿o no le interesa, pues?… -rezongó Lunder.

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