– ¡Ah, sí…! Qué quiere que le diga, no me gusta nada. Tendremos disgustos, como siempre que la Compañía se hincha. Líos con los indios que no van a querer largar la poca tierra que les va dejando y, no sé por qué, también con ustedes. En cuanto entre a alambrar, sus leguas se van a achicar bastante… ¿No le parece?…
– ¡ Ahí está la cosa!… ésos siempre con la misma treta; ya tendrán sus arreglos para tomar diez donde les dan dos ¡y que revienten los zonzos! Pero no ha de ser ¡qué diablos! Ya tienen bastante y es hora de hacer algo… -dijo Lunder de un tirón, paseándose encolerizado-. Si es necesario me iré a Buenos Aires a reclamar por sus abusos y…
– …Y cuando vuelva, no tendrá nada más que reclamar… ¡Le habrán quitado todo! -lo interrumpió Ruda-. Ellos, amigo, tienen la cabeza allá y las manos, bien largas y rapaces, aquí… Y el Sandoval ese con sus moditos corteses y sus zarpas… llevando y llevando…
– Que se cuide de meterse conmigo. Esa es mi tierra. Todo mi trabajo y mi esfuerzo lo he puesto en ella, junto con mi esperanza en el futuro ¡y la voy a defender contra él y contra todos! -dijo Lunder, casi a gritos. Excitado, no vio a su hija que lo llamaba desde la entrada del galpón. Ruda lo tocó en el hombro, señalándola.
– Ahí está su muchacha -dijo.
– ¿Qué pasa? -interrogó Lunder.
“Ya están discutiendo otra vez”, pensó Blanca contrariada.
– ¡ Papá, es necesario que vengas! Mamá está enferma…
– ¡No te inquietes; será lo de siempre ¡vamos! – la tranquilizó Lunder. Se volvió todavía a Juan, diciéndole:
– Si vienen los hombres que Sandoval mandó a la cordillera déles de comer. Si tienen ganas dígales también que su patrón los apura… Bueno, ¡vamos, hija!
Llegaron al dormitorio donde Frida Lunder se hallaba tendida en el amplio lecho, cubierto con un hermoso quillango de chulengos aristocráticamente trabajados. Frida, flor exótica arrancada de su centro físico y espiritual, era la eterna inadaptada, enferma de nervios y añoranzas. Prototipo de esposa y madre insensible a todo lo que no fuera una reminiscencia de su lejano y nunca olvidado pueblo flamenco. En su juventud fue una bella y robusta muchacha, y los años no fueron capaces de quitarle la frescura inmaculada de su alba piel. Ahora, a pesar de los muchos sinsabores de una existencia andariega tras el hombre sobre el cual giraba su vida, permanecía aferrada a sus invariables costumbres. Hogareña donde se encontrara, sabía crear el ambiente propicio y amable de la casa. En los dominios de la cocina no admitía rival en el arte de aderezar los viejos manjares tradicionales.
Tenía esa galanura espontánea de las gentes sencillas y en su vida íntima una adoración sin límites hacia Guillermo Lunder, a quien no sólo entregó la virginal inocencia de su puro cuerpo, sino todos sus pensamientos. Su espíritu no concebía otro amor que el de su marido y su hogar, ni otra tierra mejor que la de su cuna y después de veinte años en la Patagonia, vivía en la pasiva insensibilidad de los resignados, añorando íntimamente el terruño. Esta pasión por sus lares en una mujer tan ajena a las pasiones, ensombrecía muchas horas de su vida, sin contar que su parcialidad la tornaba indiferente o despectiva a muchas bellezas de la tierra que habitaban, y que, de simples aldeanos, los convirtiera, con trabajo y esfuerzo indudable, en hacendados si no opulentos al menos acomodados por cierto… ¡Encrucijadas del alma! Pero donde su espíritu se alzaba hasta el resentimiento y la máxima violencia era contra los embates constantes del viento del verano y del otoño. Entonces perdía la medida de sí misma y el sufrimiento deformaba totalmente su carácter.
– ¡ Maldito… maldito viento! -apostrofaba, tapándose los oídos para ahuyentar, vanamente, el silbido aterrador. Y cuando sus nervios, por lo general tan equilibrados, no resistían más la tensión lacerante, se encerraba en su pieza y, echada en el lecho, se cubría la cabeza para rendirse en un largo, incontenible y patético llanto. La melancolía la dominaba entonces a pesar de sus tentativas para combatirla. Frida temía al viento casi tanto como a la perspectiva de terminar su vida en aquellas pampas salvajes, lejos de la vieja casa paterna y de que sus huesos no llegaran jamás a reposar en el cementerio de su pueblo. Aquella obscura premonición se cumplió, y Frida Lunder nunca más admiró el amanecer en las colinas de su aldea natal florecidas de tulipanes.
Al penetrar Lunder y su hija en la habitación, Frida se quejaba, las manos oprimiendo la cabeza cuyos cabellos rubios brillantes comenzaban a encanecer.
– ¿Qué tienes, mujer? -preguntó Lunder yendo hacia el lecho-. Frida, respirando entrecortadamente, con la cara oculta entre las ropas no contestó.
– ¡Me dirás o no qué te pasa! -estalló el marido-. Mira, mejor déjanos un momento -indicó a su hija.
– ¡Papá, sé bueno con ella! -suplicó Blanca casi asustada.
– No temas; ya conoces a tu madre.
– Pero es que el viento le hace tanto daño a los nervios.
– Bueno, ya tuvo tiempo de acostumbrarse, En fin… Blanca salió cerrando con cuidado. El viento rasgaba el valle con su bramido largo de toro herido. De las gargantas de las rocas del oeste venía su lamento arrollador y constante, como si una enloquecida tropilla batiese sus cascos en el aire… jadeos, resoplidos, relinchos del viento salvaje… Aplastada por las mil voces tronadoras, la pobre mujer, desplomada en el lecho, se estremecía.
– Escucha, mujer, lo que te asusta es sólo viento, ¿me escuchas? Un poco de viento que ya pasa… Eso es todo…
– ¿Todo? ¡Aún puedes decir eso!… No puedo más… ¡No puedo más! De la mañana a la noche no escucho otra cosa que el viento… lo siento dentro de mí, me traspasa y así para siempre… ¡siempre! -Frida mezclaba a las palabras contenidos sollozos. Lunder, que conocía y soportaba aquellos sólitos arrebatos con mal disimulada impaciencia, exclamó:
– ¿Y qué quieres que haga? El viento solamente a ti te mortifica… es una obsesión… Levántate y verás que no muerde. El viento es un buen amigo con quien quiere serlo suyo. ¡Escucha!… ya se calma…
– Tú y tu pampa… ¿Es que nunca podré salir de este infierno? Me enfermo y muero cada día oyéndolo. Llevo veinte años soportándolo y sufriendo, pero no importa; hay que seguir en este desierto, porque sueñas todavía en tu tierra prometida.
– No es una promesa, Frida, y tú lo sabes. ¿Qué teníamos antes? ¡Nada! Únicamente temor y esperanzas. Aquí encontramos esta enorme libertad; no pide más que trabajo y un poco de paciencia.
Frida se había levantado a inedias en su lecho. Trastornada y febril, sus ojos parecían querer atravesar las paredes, siguiendo a los fantasmas con, que el viento la envolvía. Los cabellos rubios que comenzaban a platearse le caían sobre la cara. Un hálito cruel afeaba su rostro; la histeria hacía estragos en aquellas facciones de ordinario tan agradables… Insistía en su obscuro rencor.
– Ya no puedo tener paciencia. ¡Quiero tener un verdadero hogar! Una casa libre del miedo ¿entiendes? Te he seguido a todas partes con la esperanza de que al fin buscarías algo distinto…
– ¡Vuelves a lo mismo! -estalló Lunder a su vez-.
No saldré de aquí por un capricho. No lo oyes, acaso… es viento… ni se vuela el techo ni mata a nadie, ¡pero sigues temblando! Lo has tomado como un pretexto para zarandearnos a cada rato con tus quejas. Mejor harías en levantar tu ánimo, alejar esos fantásticos temores y poner todo tu entusiasmo en ayudarme. ¿No ves cómo Blanca es feliz aquí? ¿Por qué no tratas de serlo tú también?
– Yo desconozco a mi hija… -murmuró Frida con voz extraña-. Todo se da vuelta en esta tierra horrible… a veces creo que estoy enloqueciéndome… ¿Voy a terminar acaso como ese viejo loco de los pastizales? ¡Quiero irme de aquí, Guillermo! -Frida se encogía al hablar, como si el viento la golpease sobre la carne, a despecho de las sólidas paredes de su casa.
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