«Dicen que en el instante de la muerte es posible recordar todo el pasado; ver todos los rostros, revivir la existencia gastada -pensó el coronel-. Pero yo sólo veo esta cara horrenda.»
– No sirve para nosotros escapar, ¡eh, señor!; he vuelto y usted no pudo tampoco ir muy lejos… -dijo el Siútico-. Me atrevo a pronosticar que no irá más a ninguna parte… Sin embargo, tuve que correrle a la muerte… Se la huele por todas partes aquí… ¿Sufre? ¡Imagínese cuánto sufriría aquella pobrecita!…
Montoya quería revestirse de dignidad. Se sabía a merced del ex asistente, y el viejo orgullo se imponía en él; pero el dolor y la debilidad lo consumían.
– ¡Miserable!… Me ves agonizante y sigues babeando tus agravios…, ¡bestia infernal!…, hace tiempo debí aplastarte como a una araña maligna… Ahora déjame al menos morir en paz, engendro del diablo… Nada importa ya lo que digas…
Suquía se inclinó aún más sobre él. La voz de Montoya desfallecía por momentos.
– Claro que importa…, y no mezcle al diablo en sus negocios, coronel. El diablo es justo… Son su conciencia y su soberbia las que serán aplastadas: yo lo haré y no dejaré de usted nada para rescatar su memoria. Su estirpe es funesta y debe morir…
– ¿Por qué, por qué?
– ¡Todavía pretende ignorarlo! Ese ha sido el cáncer que nos corroe a los dos… Porque los dos sabemos la verdad y si usted tiene miedo de admitirla, yo se la diré, se lo aseguro; así el infierno lo acompañará adonde se encamina. Es bueno que pague por lo que les hizo a su hijo y a su mujer… Todas las humillaciones, los vejámenes y su soberbia irán confundidos, porque yo, el Siútico, lo arrastré a morir aquí, sufriendo como ellos sufrieron… Yo cargué durante mucho tiempo todo lo sucio de su vida, asumí toda la basura de su gloria…, ¡quédese con ella, no la soporto más! ¡El gran señor! ¡El poderoso patrón! Usted fue solamente un crápula con mucha plata. Un tipo vicioso que se creía con derecho para aplastar a cualquiera. Era muy cómodo meterse en un rancho y acostarse con una mocita, mientras yo, el hermano, tenía que callar el ultraje y esconder mi miedo y mi rabia, porque el padre de usted era el dueño del campo, de las ovejas…, de todo. Entonces comencé a odiarlo a usted y a su heredado poderío; a su prepotencia humillante. Después volví a estar junto al señor; ahora era el sirviente, el alcahuete que limpiaba sus botas y lavaba sus camisas. Las ropas que olían a hembras y a perfumes exquisitos… Yo quería a la señora, ¿entiende?… Ella era buena y no me miraba con desprecio y, en cambio, usted me usaba como si fuera un muñeco… Pero no todo pudo manejarlo, coronel, no todo…
Montoya intentó levantar la cabeza. Cada vez que era condenado quería estar de pie. Pero no pudo. A su alrededor flotaba una niebla grisácea y los párpados le pesaban como si hubiese velado durante noches interminables. Apenas si entendía el sentido de las palabras de Artemio Suquía. Pero, en cambio, percibía el odio encerrado en aquella letanía de agravios.
– No sé lo que hice entonces -murmuró débilmente-; pero es absurdo…, ¿porqué me secundaste, entonces?
– ¡Inmundo borracho! -aulló el Siútico histéricamente-: ¡los amaba!, ¿comprende? Y soñaba con vengarlos; soñaba sin cesar con aplastar tanta fuerza… Mientras tanto, todas las ventajas eran suyas; en medio del desorden y el escándalo, usted levantaba orgulloso la cabeza, desafiando con intemperancia la mansedumbre de los débiles como yo y tantos otros…
»Fue una madrugada, ¿recuerda? Todavía le duraba la borrachera anterior; usted reclamaba la presencia de Raulito. Quería llevárselo a Palermo, a cabalgar. ¡Cabalgar en la mañana húmeda y fría, guiado por un loco! ¡Pero si el infeliz temblaba hasta cuando escuchaba el sonido de sus pasos!
»Yo alivié el miedo del niño: lo precipité por aquella enorme escalera. En la penumbra rebotó sobre los escalones alfombrados con sus imprecaciones… Y con él rodó un mundo de vergüenza; y rodó mi odio por lo que me obligaba a consumar. Después lo enredé con declaraciones favorables ante el juez y reticencias ante sus indagaciones. Y su mente confundida terminó admitiendo la culpabilidad de la madre… Sí, usted terminó creyendo que ella lo había tirado a sus pies por despecho… Usted no cometió los crímenes, pero los había inspirado, y ya era culpable…
Un estremecimiento recorrió el cuerpo maltrecho de Montoya: «Es una pesadilla», pensaba. Pero la cara de Suquía se pegaba a la de él. Sentía su aliento ácido y el olor de la transpiración fluyendo del cuerpo desmedrado del Siútico, y la sensación de vacío y desesperanza secaba su garganta, ahogándolo. El martirio continuaba.
– ¡Cómo se ensañó entonces con la señora! Ella era ahora la víctima más a mano y las sospechas que yo alimentaba en usted servían admirablemente para su encono; en cambio, yo tenía un doble motivo para odiarlo: por lo que usted hacía y por lo que yo me obligaba a cometer para precipitar y apurar su derrota. Asistir al sufrimiento de la señora me era insoportable, pero ya no podía retroceder. Luego ella acortó sus grises días y usted, ebrio y aturdido, creyó ser el responsable. Fui testigo; sí, señor coronel, «yo sabía la verdad»…
«Volví a declarar… Por segunda vez el sirviente defendía a su amo, y otra vez dije "una" verdad, pero después deslicé en sus oídos discretas alusiones a mi fidelidad cómplice y envenené su existencia, atribuyendo a su embriaguez el crimen no denunciado… La duda destruye a los colosos… Usted no la había precipitado al vacío, pero, ¿acaso no lo había hecho antes una y mil veces con su vergonzosa conducta? La había herido con saña minuto a minuto, lastimando su dignidad, ensuciando su limpia vida. Con su muerte, el orden se desplomaba, el caos nos arrastraba por un canal infinito.
La vida se escapaba por las heridas de Montoya; a cada latido de su corazón, a cada acceso de tos, un flujo de sangre empapaba sus ropas, dibujándole un gran medallón rojizo. Un tábano zumbaba formando círculos frente a la cara de los dos hombres y el coronel luchaba para mantener levantados los párpados que parecían pesarle como piedras. El tábano rayaba el aire, mientras otros más, atraídos por el olor de la sangre, caían sobre los cuerpos del peón que agonizaba con la cara zanjada hasta el hueso y el del muerto. Un cielo plomizo aplastaba la bóveda contra los declives de las montañas que se esfumaban entre vapores de niebla azulina.
– ¡Marta, perdóname!… -musitó Montoya.
– ¿Qué, qué dice? -interrogó el Siútico-. Ella ya no puede oírlo… No oye a nadie.
Por la ladera se agrandaban las siluetas de los gendarmes. Algo gritaban, pero el Siútico estaba enclaustrado en su locura y nada lo distraía. Espiaba la agonía de su amo. Ahora que ya nada quedaba por decir se enardecía ante la insensibilidad del coronel. La venganza se amenguaba, se diluía, porque aquel cuerpo inerte no podía ya escucharlo. No tenía derecho a morirse sin sufrir todas sus revelaciones. El había soñado con desconcertarlo o enfurecerlo; con que hiciera algo terrible o vergonzoso, pero la extrema debilidad del coronel, la proximidad de la muerte, lo sumían en una pasiva resignación y, de una manera muy particular, le quitaba a su designio el bárbaro placer imaginado largamente en la soledad de su árido universo. La idea lo exaltó. Le invadió una rabia desconocida en él. A su fría y razonada locura le sucedía una desesperación demoníaca, como si una oleada caliente irrumpiese en los helados cauces de sus venas. Asiendo la cabeza del coronel por los cabellos revueltos, lo obligó a mostrar los ojos. Si no hubiera estado poseído por el odio (un odio irredimible), hubiera comprobado que la muerte ya descendía sobre aquel rostro demudado.
Читать дальше