Luis Gasulla - Culminacion De Montoya

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Culminacion De Montoya: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Nadal 1974
"Culminación de Montoya", Premio Eugenio Nadal 1974, posee -dentro de una concepción clásica-un valor universal y permanente por el drama humano en que se inspira y una visión trágica de la existencia, presidida por la más inexorable fatalidad. El héroe mítico -héroe al revés, al decir del autor- es el coronel Montoya, aristócrata de raza y militar profesional, descendiente de una vieja estirpe de conquistadores, quien al no encontrar una empresa heroica en la que volcar su coraje, ha consagrado todas sus energías en su propia destrucción, hasta ser degradado y expulsado del ejército. Su voluntaria condena le lleva a un confinamiento en los remotos bosques del Sur en busca de un infierno donde purgar la muerte de su hijo y el suicidio de su mujer, de los que se cree responsable. Torturado por el venenoso resentimiento de un viejo asistente, simbólica encarnación de sus demonios familiares, arrastrado por el instinto de autodestrucción, Montoya encuentra en el generoso sacrificio de su vida una posible redención. La atención del lector se mantiene en suspenso dentro de un ambiente fascinante y angustioso.

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En el borde de la barranca Montoya gritó todavía para advertir a la muchacha y se zambulló de cabeza en el lago. En el fondo el lecho de piedras pareció rozarlo, pero al fin volvió a la superficie tosiendo al escupir el líquido helado que había tragado. Vio al Chilenazo hundirse definitivamente, arrojando chorros de sangre espesa por los agujeros de su cuerpo y sintió en la boca el gusto atroz del agua sanguinolenta. Cerca de él Jorgelina se abandonaba desfallecida a la atracción del abismo.

Arrastró el cuerpo exánime hacia la orilla. Los pocos metros se le antojaron leguas infinitas. La extremadamente baja temperatura del agua lo entumecía con rapidez y el cansancio entorpecía sus brazadas. Respiró con ansia y de pronto sintió que sus pies tocaban las piedras del fondo.

Se desplomó agotado sobre el estrecho borde del lago. A dos metros la barranca mostraba su carne de tierra, piedras y raíces. Jorgelina, con la boca entreabierta, yacía como muerta. Uno de sus brazos se aplastaba contra la gruesa arena oprimido por el peso del coronel.

Con un esfuerzo doloroso él se puso de rodillas y respiró largamente, extrañándose de continuar aún con vida. Al arrojarse al lago había olvidado que uno de los pocos deportes que nunca había aceptado era el de la natación; nadaba poco y mal.

Siempre había protestado que semejante ejercicio correspondía a los peces y ahora se asombraba de haber sobrevivido. Cuando miró de nuevo a Jorgelina, su inmovilidad lo alarmó. Sin preocuparse por el cuerpo juvenil que ofrendaba su inerte turbación, practicó con ella movimientos respiratorios confusamente recordados. Pero la cara de Jorgelina se cubría de un velo violáceo y perdía calor rápidamente.

Montoya luchó con denuedo para devolver a la vida aquel cuerpo exangüe; llegó un momento en que sus propios brazos cayeron sin fuerzas y su cerebro amenazó estallar por la tensión nerviosa a que lo sometía. Ya ni sabía exactamente qué estaba haciendo y si servía de algo el hacerlo, pero persistía, con obstinación mezclada de rabia y angustia. Nebulosamente pensaba en María clamando por su hermana: ¿acaso acabaría llevándole un cadáver para calmar su pena? Montado a horcajadas sobre el cuerpo de Jorgelina, con las ropas chorreando agua helada, no alcanzaba a sentir cómo el fino cuerpo volvía a ser invadido por la vida, hasta que de pronto el estómago duramente comprimido se contrajo, el pecho se irguió recorrido por punzadas dolorosas y con un gemido agónico, Jorgelina comenzó a vomitar… Después abrió los ojos, se quejó débilmente, contempló la figura borrosa de Montoya y sintió su cuerpo aprisionándola sin violencia; reconstruyó los fragmentos de su mundo asaltado por la locura y la muerte y lloró, lloró como si un río de lágrimas le creciera en el pecho que volvía a respirar. Poco a poco sus mejillas se tiñeron de color y la sangre saltó del corazón con recobrado ritmo para recorrer sus venas y aclarar su conciencia. Entonces advirtió su total desnudez y se sintió desamparada y triste.

– Tienes que intentar otro esfuerzo, muchacha -le dijo Montoya eludiendo la visión indefensa-. Haremos un rodeo porque el campamento se ha convertido en un infierno… ¿Puedes caminar? Toma: anúdate a la cintura mi camisa; está mojada, pero algo es algo… Dame la mano y vámonos.

Por los alrededores del campamento, la peonada, ebria y descontrolada, se entregaba a todos los excesos. Algunos se arrastraban apuñalados por sus propios compañeros, en la lucha por despojarse mutuamente los objetos robados en la casa. Despechados por no encontrar el dinero que creían en poder de Videla, vagaban indecisos y recelosos. Alguien había arrojado fuego contra los muebles y las llamas comenzaban a alzarse sin que ninguno pareciese siquiera darse cuenta.

Montoya veía a través de los árboles las siluetas vacilantes y obligaba a Jorgelina a ocultarse detrás de las matas. Sin embargo la vieron y la exclamación del peón atrajo a dos o tres tan ebrios como él.

Entonces Montoya apretó sin piedad la mano de la muchacha y le exigió toda su desfallecida energía para alcanzar su cabaña. Corrieron los dos, enganchándose con las ramas bajas, desgarrándose la piel de los brazos y las piernas contra las espinas de los arbustos. Jorgelina era quien más padecía, pues herían sus pies descalzos las piedras filosas y las ramas caídas, las bayas y las mil agujas del suelo. Sus hombros enrojecían y el cabello mojado le tapaba a veces los ojos, pero estaba tan aterrada que se dejaba arrastrar sin tener conciencia exacta de sus pasos.

Un grupo de peones se convocaba en la linde del campamento en llamas; señalaban en dirección de la cabaña de Montoya, se incitaban con lascivas evocaciones a la desnuda imagen de Jorgelina y se prometían placeres largamente postergados.

– ¡María…, María! -gritó Montoya al acercarse a la casita-, vengo con Jorgelina… ¡ábreme!

Penetraron y al instante Jorgelina se desplomaba en los brazos de su hermana. Montoya atrancó la puerta y después, tambaleándose extenuado, se derrumbó en la cama.

– Un minuto más y reviento… -dijo, tomándose la cabeza con las manos-. Atiéndanme las dos: no tardarán esos forajidos en emprenderla contra nosotros; no podemos perder tiempo con lágrimas, hay que salir de aquí cuanto antes.

Buscó en un rincón la última botella de whisky y bebió con avidez. El líquido atravesó su garganta como un río de fuego y le devolvió algo de la perdida energía, pero sentía que el frío atenazaba sus miembros agotados. La antigua náusea volvió a repetirse. Cuando empezaba a quitarse las botas empapadas, tuvo un mareo y cayó de rodillas sobre el piso.

– ¡Luciano! -exclamó María, reparando en el estado del coronel-. ¿Qué tenes, decime?… Deja que te ayude… Pero, ¡estás ardiendo de fiebre!

– Ya pasará, no te preocupes -protestó él. Sin embargo se dejó desnudar y frotar y vestir, mientras oleadas de frío y calor lo recorrían. Las pequeñas heridas producidas por las espinas latían como si por ellas se abrieran paso sus más delicadas raíces nerviosas-. Tenemos que irnos -rezongaba tercamente, pero continuaba postrado, sin entender claramente qué sucedía a su alrededor.

Jorgelina, recuperada ya, y María se atareaban tratando de reanimar aquel cuerpo vencido.

– Ya empezamos de nuevo -se quejó amargamente Jorgelina-. Cada vez que estamos en apuros, él se enferma…

– ¿Pero vos tenes corazón o una piedra en el pecho? -la interrogó su hermana, negándose a admitir lo que oía-. El se ha jugado la vida como todo un hombre para salvarte… Está ahí comido por la fiebre, muriéndose tal vez y tenes el coraje… ¡Oh Dios, qué mala eres!

– Sí, claro, querida hermana…, él es el gran salvador: ayudó a vivir a ese bruto de Gerónimo y mira la barbaridad que hizo. Ahora Videla ha muerto sin poder defenderse., porque estaba conmigo, ¿entendés?… Yo era su mujer y lo quería: todo era mío y lo he perdido… ¿de quién debo tener lástima sino de mí misma? ¿Para qué me sacó del lago?… ¿para qué? Ahí afuera están todos ésos esperando como perros para despedazarnos… ¿para qué me salvó?…

Estaban en efecto pugnando por entrar. Se escuchaban sus voces roncas profiriendo obscenas invitaciones a las mujeres. Se podía adivinar sus conciliábulos siniestros y las lúbricas incitaciones. Una botella vacía fue a estrellarse contra la pared y la siguieron golpes sordos contra la puerta. Después resonó un balazo y el griterío de los borrachos aumentó la confusión.

Sacudido por ramalazos de fiebre, Montoya luchaba desesperadamente por salir del caos. No sabía si la creciente oscuridad era la noche que nacía o su cerebro que vacilaba. Le parecía deslizarse en círculos hacia un abismo vertiginoso.

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