– No está mal -afirmó el sargento-; pero analicemos no solamente las ventajas sino también los inconvenientes. Es decir, apliquemos la lógica. Primero este fuego es o no un incendio de bosques; personalmente afirmo que no. Para serlo le falta ímpetu y extensión. Segundo: la lluvia podrá o no apagar el fuego; si después de aceptar su consejo lo apaga, habremos perdido una noche y quizá no encontremos luego a nadie. Tercera y última: si hago lo que usted propone, ¿dónde pasaremos la noche?; el fuego es un vecino peligroso…, ¿o no dormimos? Conclusión: ojos bien abiertos, seguir adelante y rogar para que esta lluvia dure y aumente bastante, y si falla la lógica, pues, ¡a correr se ha dicho!
– Como usted mande -subrayó Araujo, como quien lanza un amén. En el fondo agradecía la transferencia de responsabilidad que implicaba su sugerencia. Imitando a sus compañeros, se cubrió con la negra capa de caballería.
Avanzaron, cruzaron el arroyo de agua helada, mientras la noche era iluminada confusamente por el resplandor del fuego que amenguaba y la lluvia tornaba a caer despaciosa, pero persistente. Desembocaron a la altura del aserradero y a la escasa claridad pudieron contemplar las estibas de tablas listas para ser transportadas; los troncos cortados y la sierra montada sobre una rústica plataforma. Un poco más adelante dieron con la casa de Videla.
Por los intersticios de las tablas culebreaban lenguas de fuego, pero la madera verde y la humedad del agua demoraban la destrucción. Los ranchos cercanos, semiquemados, no denunciaban ninguna presencia humana. En el escenario solitario y abandonado reinaba el silencio. De la hojarasca acumulada se escapaban columnas de humo y los árboles próximos eran apenas muñones ennegrecidos y humeantes. Al fin se apearon.
El sargento y sus dos honores entraron en la casa y todo el horror de la muerte alcanzó sus ojos y sus narices. Olor de la sangre y de la carne quemada. Visión de la hecatombe en honor de un ídolo sanguinario.
– ¡Mi madre, qué carnicería! -exclamó el sargento deteniendo a su gente. Araujo sentía cómo las piernas se negaban a sostenerlo y se iba al suelo.
Para ser la primera vez que contemplaba un muerto, éstos se le ofrecían multiplicados. El cuerpo chamuscado de Videla en su lecho, con aquella zanja en el pecho; el del decapitado Ramón desplomado a su costado; el del galés contra la pared con la cara negra por la acción del fuego y el de Camperutti, en el centro, de espaldas, todavía fluyéndole la sangre por el vientre abierto; el ácido olor de las ropas convertidas en jirones, por donde asomaba la piel carbonizada, formando arrugas y protuberancias asquerosas. Toda una escenografía infernal, inmóvil y nauseabunda. Pero sobrepasando y dominando el macabro conjunto, se destacaba la horrible cabeza de Ramón, con la cabellera calcinada por las llamas, la boca torcida y las cuencas negras de los ojos, mirándolos desde un universo de sombras y silencio. La cabeza parecía interrogar al vacío formulando una pregunta que jamás sería contestada.
– ¡No se queden ahí, vengan! -urgió el sargento por decir algo que le desatase el nudo de espanto que lo atosigaba-. ¡Pateen esas tablas, ahoguen el fuego con trapos!… ¡No, no se acerquen! Traten de no mirarlos… ¡Uff, qué olor!… Está bien así; vengan, vamos a ver si encontramos a los que hicieron esto.
Salieron tosiendo y apretándose las narices. Afuera bendijeron en silencio a la lluvia y al aire mojado; a las gotas de lluvia que caían sobre sus rostros y a los belfos calientes de sus caballos.
– Araujo, traiga de mi mochila la linterna -ordenó el sargento-. Habrá que rastrear con cuidado los alrededores. Por suerte el fuego no podrá continuar con tanta agua. Usted, Silencioso, venga conmigo, y usted, Araujo, cuide los caballos y… cuídese usted también. Trate de ordenar un poco ese techado; hay leña y eso parece un fogón. Arréglelo como para pasar la noche. Y acuérdese de que tiene un arma para usarla…
– Está bien, mi sargento…
– Si encuentra algo bien, me silba -rezongó el sargento, alejándose indignado.
El haz de luz de la linterna recorría ya las paredes semiquemadas de los ranchos de los hacheros y peones, y el sargento se metía, pistola en mano, entre los restos humeantes, pateando con rabia los trapos y enseres. En el tercero realizó el primer hallazgo; un cuerpo de bruces. El Silencioso le dio vuelta la cara.
– Está vivo… -afirmó, luego de examinarlo atentamente con la linterna-, pero borracho.
– Bien, arrástrelo hasta el techado… Yo sigo por aquí.
El siguiente descubrimiento también fue un hombre. Lo encontró guiándose por una queja ronca. El peón, un tipo rechoncho, barbudo, mal entrazado y feo como una pesadilla, se quejaba de una herida en la cabeza, según pudo comprobar el sargento.
– ¡Eh, vos! ¿Qué hiciste aquí? ¿Por dónde se fueron los otros?
– ¡Y qué sé yo!… La tierra es ancha… -respondió el herido, intentando ponerse de pie.
– Bueno, ¡andando, filósofo! ¿Cuántos dijiste que eran?
– Yo no dije nada.
El sargento se sulfuró:
– ¡Pues ya lo estas diciendo! La farra concluyó, ¿estamos? ¡Mírame!…
– ¡Ah, policía! Usted mande, patroncito… Unos veinte somos, pero no hicimos nada, ¡se lo juro!…
– No, si todos esos acuchillados se cortaron jugando -atajó el sargento-. ¡Cuidado, amiguito! Avance hasta donde lo abarque mi linterna o lo tumbo…
En el techado donde Jorgelina había por unos días oficiado de ama de casa para Videla y su gente, se reunieron al rato los hombres de la patrulla y sus prisioneros. Los sujetaron a un poste. El herido no se quejaba y el borracho por momentos rezongaba, maldecía, parecía despertarse y luego volvía a amodorrarse, profiriendo palabrotas cada vez que la luz de la linterna le recorría el rostro.
– Está bien así -aprobó el sargento-; y ahora escuchen…
En ese instante el gendarme Araujo dio un salto hacia el bosque, y a la carrera hizo un disparo contra las sombras.
– ¡Oiga! -gritó el sargento-. ¿Por qué tira?
– ¡Lo vi…, lo vi!… -explicó excitado Araujo, volviendo con el arma en la mano-. Pasó entre los árboles y se escurrió como un bicho…
– Pero, ¿a quién?… ¿Qué vio?
– Un hombre…, al menos eso me pareció. Una cosa enana y arrugada. Por un momento la luz de la linterna le rozó la cara… ¡en seguida desapareció!
– Venga acá; nadie debe moverse del grupo. Parecen andar locos sueltos esta noche y no quiero que se contagien… Usted, use el fogón, queme unos troncos y haga un poco de mate con agua de la caramañola… Vamos a descansar hasta que amanezca. ¡Ah!… Escuche, Araujo: alguien tiene que vigilar a esta gente, así que mañana usted se quedará aquí… No, no me interrumpa; se quedará lo mismo. La primera guardia es suya y hasta que aguante…
El Siútico desconocía los límites del mallín, a pesar de que en el pueblo había sabido de su existencia. Casi al mismo tiempo que el coronel escapaba de la cabaña con María y Jorgelina, él hundía sus pies en la ciénaga, y allí cayó y se levantó cien veces, sorteando todos los obstáculos, animado por su fantástica necesidad de humillar la altivez de Montoya. Reiterando, sin sospecharlo, la travesía de aquél con las muchachas, avanzó paso a paso sin sentir la oscuridad ni la lluvia que lo cubrían y sin que ni por un segundo titubeara su desatinada voluntad.
Atravesó el incendio y soportó la lluvia, estremeciéndose con ramalazos de fiebre, siempre guiado por su instinto o su destino ligado al del hombre cuya aniquilación o exaltación constituía la meta de su atormentada y rencorosa pasión. No podían detenerlo el temor de la noche ni de lo desconocido y ni siquiera el espectáculo del campamento destruido debilitaron su determinación. Por azar dio primero con la cabaña del coronel y algunos objetos debieron resultarle familiares y lo afirmaron en su búsqueda. Para el Siútico aquello no era, en realidad, una búsqueda, sino el partir hacia un encuentro que debía acontecer en algún punto impreciso, pero inevitable. Entonces se resolverían todas las dudas y las cosas volverían al orden natural, y Marta de Montoya descansaría en paz. Sólo entonces él habría alcanzado el centro de la razón; él alcanzaría sólo entonces su lucidez y ascendería a regiones donde no existen la violencia y sería amado, porque, aunque nadie lo creyera posible, él poseía un alma sedienta también de un poco de amor, y el amor le había sido negado y, en cambio, al otro, que pagaba tanto amor con vejaciones, le habían sido concedidos los dones del honor, la riqueza, la insultante prepotencia de la fuerza y aquella animal atracción por la cual las mujeres se estremecían y los hombres de cualquier lugar se doblegaban ante él como muñecos…
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