Luis Gasulla - Culminacion De Montoya

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Culminacion De Montoya: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Nadal 1974
"Culminación de Montoya", Premio Eugenio Nadal 1974, posee -dentro de una concepción clásica-un valor universal y permanente por el drama humano en que se inspira y una visión trágica de la existencia, presidida por la más inexorable fatalidad. El héroe mítico -héroe al revés, al decir del autor- es el coronel Montoya, aristócrata de raza y militar profesional, descendiente de una vieja estirpe de conquistadores, quien al no encontrar una empresa heroica en la que volcar su coraje, ha consagrado todas sus energías en su propia destrucción, hasta ser degradado y expulsado del ejército. Su voluntaria condena le lleva a un confinamiento en los remotos bosques del Sur en busca de un infierno donde purgar la muerte de su hijo y el suicidio de su mujer, de los que se cree responsable. Torturado por el venenoso resentimiento de un viejo asistente, simbólica encarnación de sus demonios familiares, arrastrado por el instinto de autodestrucción, Montoya encuentra en el generoso sacrificio de su vida una posible redención. La atención del lector se mantiene en suspenso dentro de un ambiente fascinante y angustioso.

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Presa de un terror ciego, Jorgelina insistía:

– No podemos quedarnos… Salgamos y tal vez nos escuchen.

– Es imposible, hermana…, compréndelo. Vos lo dijiste antes: ¿tenes una idea de lo que esa gente es capaz de hacer con nosotras? Llevan meses sin otra cosa que trabajo duro y mala comida… Ya no hay nada ni nadie que los detenga… Ayudemos a Luciano; él nos sacará de aquí…

Pero Luciano deliraba:

– Esto se termina, María. Asunto concluido… No más…

Atormentada por aquella queja resignada, María se apretaba las sienes forzando a su cerebro a pensar con claridad. De improviso recordó algo y se precipitó a revolver sus escasas pertenencias, exclamando:

– ¡ Creo que quedaron algunos remedios!… ¡ Ayúdame Virgen Santísima a encontrarlos! Jorgelina; por ahí hay una botella de agua, ¡dámela!

Encontró las píldoras preparadas por el farmacéutico de San Martín de los Andes: podían o no ser eficaces, pero María no titubeó en aferrarse a aquella insignificante esperanza y sosteniendo la cabeza del coronel le hizo tragar un par de ellas. Al rato la respiración del enfermo se fue normalizando y a su mirada vidriosa volvió un destello de inteligencia. Oscurecía y arreciaba el desorden alrededor de la cabaña. Semejante a una pequeña isla azotada por el vendaval, la casa de troncos resistía en el centro de la furia la ciega oleada de borrachos, porque únicamente la ciega y torpe vehemencia de los peones dilataba el momento de la consumación. María no se animaba a encender una luz y los tres se iban desvaneciendo en la penumbra. Los reflejos del incendio llegaban hasta el interior como un crepúsculo bermejo.

En la oscuridad, en un intervalo de lucidez, el coronel Montoya ordenó secamente:

– Por atrás, ¡pronto!… Hay que quitar una tabla… El bosque está ardiendo…

XIII

Si alguien se hubiera cruzado en su camino, se habría sobrecogido ante la figura grotesca del Siútico prendido al volante de la Dodge como una enorme araña en el centro de su red. Su cuerpo esmirriado coronado por aquella cabeza estrafalaria, donde los ojos de poseído brillaban como dos puntos de fuego movible sobre el suelo calcinado y resquebrajado por un sol implacable, se estremecía y el temblor, transmitiéndose a las manos imprimía al vehículo algo de su locura. Por instantes derrapaba sobre la huella pedregosa y oscilaba peligrosamente, pero el instinto reflejo del experto mecánico lograba enderezarlo y la camioneta rugía embravecida devorando el camino. Nubes de tierra quedaban atrás mientras rehacía el camino recorrido antes, en una madrugada en que la carga de su alma sombría se le había hecho insoportable. Recordaba sus largas cavilaciones mientras Montoya se sumergía en la inconsciencia de la enfermedad y María le brindaba su abnegada devoción… ¿Iría acaso la muerte premiosa a arrebatarle su triunfo?… Ahora sabía que su revancha sólo había sido demorada y que debía regresar para ejecutarla.

Pasó sin detenerse frente a la casita del lago y tomó la senda que la circuía; el camino se estrechaba; la huella se retorcía y a veces se confundía hasta perderse entre las piedras y los árboles. Desde una altura contempló la lejanía verde y advirtió una densa humareda; creyó primero que serían nubes bajas descendiendo del Oeste, pues el cielo se encapotaba y el tiempo desmejoraba cada vez más, pero un examen más atento lo convenció de que era realmente humo. Al tomar el declive se sumergió de nuevo en la masa de árboles, hasta que éstos fueron raleando y por fin la huella se tornó intransitable. Cuando el vehículo se detuvo atascado por los raigones, lo abandonó, prosiguiendo su marcha guiado por el humo del incendio.

Como marchaban por los faldeos, los gendarmes de la patrulla tenían ante sus ojos casi permanentemente la amplia perspectiva del paisaje; podían observar (con aprensión apenas disimulada), cómo las nubes se aborregaban hacia el Oeste y allí se detenían, extendiéndose y preparándose para el ataque y cómo, en un punto impreciso del bosque, en dirección de la punta del Lolog, la columna de humo se ensanchaba, aplastándose perezosa contra el cielo, sobre las copas de los árboles, hasta semejar una niebla grisácea y pegajosa.

– Ojalá me equivoque, pero por el lado del Mallín Grande se ha declarado un incendio -dijo el sargento-. ¡Siempre pido anteojos de campaña y como si lloviera…!

– A mí también me parece un incendio… ¿Serán los obrajeros?

– A lo mejor… Son capaces de prender fuego al bosque para borrar las huellas. Bueno, muchachos, hay que apurarse… Vamos a cortar por el oeste del cerro Malo, vadeando el Nalca y nos metemos por la picada de la concesión de Van del Walt… ¿De acuerdo?

– Vamos a llegar de noche -dijo un gendarme.

– ¡Qué remedio, joven! A darle entonces… Entre el fuego y el agua no podemos elegir demasiado… ¿Ven esas nubes? Pronto tendremos encima la tormenta.

Apurar la marcha significaba apenas mantener el paso parejo de los caballos sin distraerse. El pequeño grupo se recortó un instante contra el cielo aplomado; el sol filtrándose entre las nubes centelleó sobre el metal de las armas y los arneses, resbaló sobre las ancas de los caballos y fue a hundirse entre el follaje del lengal.

Jamás recordarían las dos mujeres cómo lograron arrancar una tabla de la pared. Sin embargo lo hicieron; quizás en la desesperación tropezarían con algún objeto de hierro; quizá todo fue obra de las manos que sangraban cuando la densa oscuridad de la noche entró en la habitación. Salieron arrastrándose mientras arreciaban los golpes y el fulgor del fuego cercano les dibujaba en las espaldas latigazos de luz. En seguida se internaron en el bosque y avanzaron al azar. Al rato la humedad del ambiente dejó paso a la lluvia; una lluvia pesada y persistente que en el interior del bosque se convertía en un lagrimeo de los árboles. El humus del suelo se apelmazaba y los confines de la ciénaga parecían extenderse rápidamente, de tal modo resultaba difícil desprender los pies de la tierra.

Montoya deliraba; la momentánea lucidez había dado lugar muy pronto a una enorme lasitud y después a la inconsciencia. María intentaba sostenerlo, pero sus fuerzas eran impotentes ante la corpulencia del coronel aumentada por su debilidad. Montoya le había enseñado a transformar una manta en un poncho haciéndole una hendidura abotonada en el centro. María, antes de la fuga, atinó a cubrirse ella y también su hermana y al enfermo, pero al rato la lluvia había empapado la lana y la humedad penetraba por los hombros y las espaldas.

La lluvia caía lenta y parsimoniosa, con un monótono golpear contra las copas de los árboles; colmaba las ramas como pequeños frutos líquidos y al menor movimiento del aire estallaban sobre sus cabezas y era inútil encogerse; minúsculos arroyos corrían bajo sus pies buscando una salida hacia la ciénaga. El cielo era una plancha oscura y silenciosa; no brillaba siquiera la luz de un relámpago ni resonaba el trueno; únicamente la lluvia ocupaba la noche y el pensamiento de María. Extenuada se había detenido apoyándose contra un tronco semicaído. Jorgelina a su lado escurría el paño con que se había cubierto la cabeza. Montoya jadeaba sentado entre las ramas del árbol desarraigado.

– ¡Marta, Marta…! -canturreó de pronto-: es el fin, ¿sabes? Hace frío y llegó la negra noche; parémonos ahora…, ganaste, viejo bandido… Todo el cielo te pertenece… ¡Apártalo de mí, Marta!

– ¡Ahí lo tenes! -señaló Jorgelina, apretando el brazo de su hermana-. Vos te estás matando por él y escucha a quién llama. Ese es tu gran hombre…

– No sabe lo que dice. Yo también gritaría su nombre si él pudiera escucharme -respondió María-. Le prometí seguirlo hasta el fin y no voy a dejarlo. Vos hace lo que quieras; abandóname o quédate, pero no vuelvas a decir nada contra él. ¡Te lo prohibo! ¿Está claro?

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