El poseía ahora algo del fuego robado al dios, pero todavía, por una suerte de reverente temor, evitaba ensayar el ejercicio de su potencia. Entonces: ¿hacia dónde volverse?; ¿a quién pedir una decisión que él ignoraba?; ¿por qué lastimaba a sus ojos la luz de la vida generosamente dispensada a Luciano Montoya?; ¿tendría todavía ahora (solitario y vencedor), que arrastrarse subyugado por el recuerdo de su patrón?; ¿por qué ella demoraba su mensaje y escondía su fulminación?
Pero aun consumido por ceremonias alucinantes, el cielo o el infierno permanecieron mudos; todo era silencio, soledad y desesperación.
Y entonces, un desconocido, desplomando su embriaguez sobre la sucia mesa de un boliche del pueblo, había enviado la señal largamente esperada. Con referencias incoherentes había mencionado los bosques, un aserradero en la montaña, una actividad secreta y la presencia de un tal Montoya. La revelación fue oída por los gendarmes y negligentemente interpretada; escuchada por jornaleros taimados y alguna vez cómplices de iguales empresas. Sólo para el Siútico fue clara su significación: el ímpetu de Montoya se había detenido, el último acto del drama debía consumarse…
«¡Ah, mi señora Marta, la hora ha llegado!… Es preciso que yo reciba su mensaje… Es preciso que él no concluya victorioso esta dura jornada… Todo debe serle revelado antes de que muera; los actos monstruosos, el escarnio, la rabia… Debe ser denigrado y escarnecido hasta que su alma estalle como la nuestra. Bórreme usted el último rasgo de amor o de piedad… Muero con él, ¿comprende mi señora?; muero con él a cada instante… Presiento sus dudas y su tormento y también sé que me espera. Mi alma es potente, pero mi brazo desfallece sin su ayuda… ¡Oh, tinieblas infernales, cómo esconden el rostro de mi señora!… He gritado su nombre por los desolados territorios de la memoria; he suplicado por la señal que guiará mis pasos hasta la derrota de su enemigo: yo estoy pronto, pero mi ánimo flaquea todavía…»
En el universo creado por su desvarío, los fantasmas concluían por rodear al Siútico, y entonces él se aislaba en su cuarto, se encerraba con ellos, en una atmósfera depresiva, asfixiante, que él pretendía favorable y allí permanecía yacente, esperando recibir la energía que le faltaba a través de la imagen evocada de Marta Montoya: creía ver rostros, escenas; creía escuchar los febriles gritos, las imprecaciones del coronel, sus accesos de furor; oía músicas extrañas y el viento en la estancia sureña, el rumor de las calles recorridas con la familia en Buenos Aires y el heterogéneo mundo donde él había sido testigo y juzgador silencioso. Pero por más que indagaba en el convulso desfile, la imagen de la señora le era negada. La locura de amor y repulsión infeccionaba su mente perdía la noción del tiempo; las pasiones crecían en su alma poco a poco como un tejido venenoso.
La claridad del día se filtraba en el cuarto cerrado, palidecía el fulgor de la lamparilla eléctrica; las velas se habían consumido y la estearina derretida formaba chorreras gris-amarillentas sobre la madera.
Afuera alguien cuchicheaba o rezongaba ante la puerta cerrada. Luego golpearon sobre ella llamándolo y por fin entraban en la pieza.
El dueño del hotel y la sirvienta observaron sobresaltados el espectáculo que se les ofrecía. Al acercarse a la cama contemplaron el rostro cuyas arrugas parecían no tener edad. Los ojos del Siútico permanecían abiertos, pero él no los veía.
– ¿Estará muerto? -preguntó asustada la mujer.
El hotelero meneó la cabeza.
– No lo creo -respondió-; pero que está loco de remate, sí lo creo -palmeó las mejillas apergaminadas-; ¡eh, despierte!…
Un enigmática mueca, una conjeturable sonrisa animó vagamente el pálido rostro. En el último instante antes de su desmayo, la visión de Marta Montoya se había hecho presente.
Luchando contra su temor, la mujer ensayó el ademán de levantar la cabeza del Siútico.
– ¡No, no lo toque! -exigió el hotelero, sujetándola.
– ¿Por qué? -quiso saber ella, secretamente aliviada.
– Me repugna… No sé por qué, pero no puedo soportarlo. Parece un mono arrugado… ¡Hay que ver los tipos que vienen por aquí! Será mejor avisar al doctor. Estoy seguro que hace días que no ha comido nada… y, además, se pasa todo el tiempo encerrado… ¡Vea qué desorden! ¡Las velas!… ¿Qué significan esas velas?
La aprensión se convertía en terror supersticioso. En silencio retrocedieron hasta la puerta entreabierta.
– ¡Apúrese, llame al médico! -ordenó roncamente el hombre.
Antes de que el hotelero concluyera la frase ya la sirvienta corría hasta la calle.
«¡Ese maniático…!», murmuró él, cuando, luego de cerrar la puerta a sus espaldas, regresaba al salón. «Si vuelve en sí, lo echo… ¡No lo soporto más! O está loco o tiene alguna enfermedad vergonzosa…, por las dudas voy a avisar a los gendarmes…, aquí pasa algo raro.»
Antes de salir se bebió un trago de caña y, convenciéndose a sí mismo que debía dar parte a las autoridades, se apresuró a abandonar la casa. Detrás de él quedaba flotando el miedo.
El médico, el hotelero y la sirvienta regresaron simultáneamente, pero cuando penetraron en el cuarto del Siútico, encontraron la cama vacía. El Siútico había desaparecido llevándose la camioneta. Contrastando con la lúgubre escenografía, sobre la mesa de luz se desparramaban algunos billetes. El hotelero pensó, recontándolos aliviado, que, después de todo, el Mono Arrugado se había despedido generosamente.
Por su parte la gendarmería no disponía de un vehículo para perseguir a. fantasmas o locos.
– Vamos a poner las cosas en claro -dijo el sargento mirando severamente a los dos gendarmes que componían la patrulla-. Esto no es un paseo… si descubrimos por el Boquete un aserradero clandestino, habrá que cuidarse de las balas. Ahora, monten, y en marcha…
Como tenían que eludir el mallín, abandonaron el camino del lago y empezaron a repechar las laderas del monte. Desde el Oeste se levantaba una pequeña columna de humo.
– ¡Y que sea justamente en domingo! -rezongó el más joven de los soldados.
Poco a poco, los mejores hacheros contratados por los Fichel habían cobrado los pesos duramente ganados y, uno a uno, recelosos y alerta, partieron cargando sus hachas y enseres. Cruzaban la frontera y se escurrían hacia los pueblos del Oeste en procura de sus hogares, de sus mujeres y de sus hijos, o simplemente en busca de una vinería donde aliviar su carga de tristeza y brutalidad.
La actividad se había concentrado alrededor de la sierra y el transporte; no podían cargar troncos enteros por las dificultades que presentaba el sendero hasta llegar al Hito Pirehueico (lugar de agua y nieve). Allí se impacientaban los dos primos contando los días que faltaban para marcharse ellos también y cerrar aquel magnífico negocio. Se felicitaban por la perfecta organización. Ni siquiera el más optimista de ellos hubiera soñado con una ganancia tan generosa y sin riesgos de ninguna clase.
– ¿Te das cuenta, Otto? -argumentaba Max, rebosando satisfacción-, con capital, buena paga y método, hemos logrado obtener una fortuna. Dentro de pocos días estaremos en Valdivia; luego al barco y, Auf Wiedersehen!
Otto agitó sus manos regordetas y chasqueó los labios.
– ¡Ojalá sea pronto, primo!… De noche sueño con Hamburgo, Bremen, Berlín; ¡ah, volver a la patria!
Max contempló a su primo con asombro.
– Pero, querido… ¿Tú piensas en ir allá, justamente ahora?
En la tarde del domingo, el aserradero clandestino dormita ocio. Como llamaradas verdes, estridentes cotorras asedian los ciruelillos que adornan un rincón del arroyo Boquete. En la hondura del bosque, pájaros carpinteros de penacho carmesí y plumaje enlutado, guarnecen el silencio con clavos sonoros. Bajo un cielo celeste zozobra una nube lechosa. Un perfecto silencio de cristal opalizado penetra en la montaña…
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