– Vamos, Jones -ordenó Videla-. La visita ha concluido y tenemos mucha faena por delante. ¡Hasta pronto!
Nadie contestó su saludo. Montoya regresaba a la cabaña, llevando a la febriciente María asida por los hombros.
Si Montoya había pensado realmente en regresar al pueblo, la obstinación de Jorgelina le hizo desistir de su propósito. La tensión alcanzaba límites extremos. María se encerraba en un mutismo agobiante; Jorgelina afectaba ignorarlos y él agotaba metódicamente las botellas de whisky; caía por las noches en un sueño pesado y oprimente y por las mañanas partía para el bosque, obligándose a realizar una tarea que no le interesaba ni preocupaba. A veces, antes de partir, acariciaba las mejillas pálidas de María y hundía su mirada en los ojos húmedos de la mujer, intentando una frase de consuelo o de ternura, pero la serena tristeza de ella ahogaba sus palabras y se iba, solitario y, no obstante, acompañado por el amor de María.
«-Cuídate, volveré temprano.
»- ¿Tenes hambre?
»-Entra; hace frío…
»-Necesito que le pidas algo de harina a ésos… y carne.
»-Están carneando bueyes… Total, ya dieron lo suyo.
»-María, no te quedes ahí; no va a venir…, admítelo…
»- ¿Qué le hice, Luciano, qué le hicimos?
»-No estoy borracho; me eleva, ¿entiendes?… No quería traerte…, esto es el infierno, entré en una selva oscura, pero ya había perdido antes la esperanza.
»-No entiendo qué decís…, acostate, por favor…
»-Todo es confuso, María; no te sirvo de mucho.
»- ¿Cómo vamos a irnos, dejándola a ella aquí?
»¡Marta… Marta! ¿Desde qué universo me contemplas?»
Inconexos y monótonos transcurrían los días, insólitamente cálidos, como si el verano se resistiera a ceder ante el otoño inminente. La actividad se apretaba alrededor del campamento, y María y Montoya vivían su amor extraño y torturado.
En cambio, Jorgelina saboreaba el triunfo. Su ascendiente sobre Videla se extendía hasta los hombres que lo defendían. Resuelta y dominante, aplastaba cualquier resistencia y aun su acatamiento al capataz encerraba más cálculo que pasión. Pero de todos aquellos hombres que, de una u otra forma, alimentaban sus secretos deseos y tascaban el freno, nadie había sido subyugado tan absolutamente como Gerónimo Solórzano Vicuña y Montemuro, el ahora vilipendiado y humillado Chilenazo.
La primera vez, que se encontraron frente a frente fue en la misma pieza de Videla. El capataz cumplió su ofrecimiento y Gerónimo, soportando impávido el calvario a que lo sometían los guapos de Videla, pasó al servicio de Jorgelina, la imagen de Ángela en su extravío.
– ¡ La Bella y la Bestia! -comentó Ramón, recordando una película vista un domingo en el cine La Chinche, allá por Nueva Pompeya.
El gran cuerpo de oso amaestrado del hachero recibía los golpes y empellones absorbiéndolos como una esponja. A cada nueva afrenta desplegaba su eterna sonrisa estólida y aquella pasividad espoleaba a los rufianes a mayores abusos. Competían entre ellos en idear vejaciones inéditas para el infeliz. Inseguro y errático, el hombrón se prestaba al juego y hasta parecía complacerse en él; siempre sonriente en su papel de payaso, atravesaba la maraña de los matones y corría a cumplir los encargos caprichosos de Jorgelina.
A la segunda mañana se arrimó a la puerta del dormitorio, acarreando los baldes del agua en sus toscas árganas. Haciendo equilibrios golpeó la madera.
– Pasa, hombre -ordenó Jorgelina, muy segura de sí misma.
Sentía necesidad de enfrentarse a solas con el marido de Ángela. Era una mezcla de curiosidad y morbosa satisfacción; después de todo era también «su marido».
El Chilenazo empujó la puerta y se quedó contemplándola, alelado, los labios algo colgantes, los recipientes balanceándose en los extremos del palo. Jorgelina se le reía en la cara.
– Oye, bobo: ¿cómo harás para entrar así?
Como impulsado por un resorte el brazo sano del hachero se elevó, la palma de la mano abierta levantó por encima de la cabeza el travesaño con tal impulso que los baldes chocaron con los marcos de la puerta y el agua se derramó. Gerónimo se inclinó torpemente dejando los baldes en el suelo. Después volvió a inmovilizarse.
Jorgelina lo azuzó:
– ¿No querías entrar; qué estás esperando?
Gerónimo resoplaba como si hubiera llegado a la carrera. Algo maravilloso estaba sucediendo. Al fin dio un paso, luego otro y se plantó frente a la muchacha.
– Ángela -reclamó animándose repentinamente-; tenes que venir conmigo, te necesito… Vámonos antes que llegue el patrón.
Jorgelina levantó su mano.
– Quieto ahí; todos quieren llevarme a alguna parte, vivos y muertos… Mírame bien, Gerónimo: ¿soy yo tu mujer?
– Una sola vez, Ángela, una sólita… -insistía el gigante, ignorando la pregunta-, acordate cómo éramos antes.
– Es inútil, sos más estúpido de lo que yo creía. Mira; no soy tu mujer, no soy Ángela. Te conviene acabar con esa historia o se lo contaré todo a Leonel para que te eche del campamento; total no servís ni como peón…, sos un pobre loco.
Las narices de Gerónimo se dilataron peligrosamente.
– Sí que sirvo: yo solo puedo arrastrar un carro cargado… y puedo alzarte a vos con una mano… y puedo matar… ¿sabes?
– Bueno, si sos capaz de tantas cosas, empezá arreglando la pieza y no amenaces porque te darán una buena paliza.
De pronto Jorgelina tuvo miedo: la manaza de Gerónimo la había tomado por la cintura y la arrastraba hacia él. Pero en seguida estalló en ella la rabia y clavó sus uñas en la cara del hombre. Gerónimo la soltó con un gruñido de dolor. Sin hesitar la muchacha asió una fusta abandonada por el capataz y la descargó en el pecho del hachero.
– ¡Yo te voy a enseñar…, estúpido asqueroso! ¡ Toma, así aprenderás a respetarme!
Gerónimo no se defendía. La miraba y sonreía, atajándose los golpes con el brazo baldado, mientras era empujado hacia la puerta. Al retroceder tropezó con los baldes y cayó de rodillas.
Ramón acudía ya desde el fogón. Antes que el Chilenazo concluyera de erguirse, lo golpeó en el hombro con un duro palo de lenga ennegrecido y humeante, y el idiota se revolcó en la tierra de la galería.
El grito de Jorgelina lo detuvo cuando iba a descargar otro garrotazo.
– ¡Te digo que lo dejes, me basto sola!
Ramón se volvió cautelosamente. En sus ojos brillaba también una chispa de locura.
– Puede ser…, pero, por las dudas… -la estudió con descaro-. El tipo anda con un corso en el balero… ¿Quiere un consejo gratis?: no lo caliente más o va a tener problemas… Aquí no hay para elegir…
Gerónimo, sentado en el suelo, se pasaba la mano sana por el pelo revuelto.
– Vos hace lo tuyo -respondió Jorgelina-. A menos que quieras ocupar su puesto.
– Nunca se sabe, doña; pero el patrón me paga para cuidarle el sueño… y ahora también el suyo. Bueno: ¿qué hago con él?
Jorgelina no estaba dispuesta a ceder. Si lo hacía una vez no volvería a recuperar su ascendiente. Sin prestarle atención al porteño, llamó de nuevo al hachero.
– Anda y arregla la pieza, ¿entendés?
Gerónimo volvió a levantarse. Al pasar esquivó un sopapo insinuado por Ramón y se metió en la casa.
Dócil como un perro se dedicó a estirar las cobijas de la cama del amo y de «su» mujer.
El sol iluminaba el rostro acalorado de Jorgelina. Un gesto duro alteraba sus rasgos juveniles. En cambio, por la cara de Ramón corría una sonrisa picaresca que iba de los ojos a la boca. Se demoraba alrededor de la muchacha.
– ¿Qué hacías por aquí? -preguntó al fin Jorgelina-. ¿No estabas en el aserradero?
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