Los bravos de Videla comieron en silencio. Apenas si por algunos aislados comentarios se enteró Jorgelina del retorno de Gerónimo. Montoya había pues cumplido con los deseos de María. Sin saber por qué la noticia la disgustó. La devoción de María resultaba para ella sin sentido. Ella tenía del amor y de la entrega una idea truculenta, bastante confusa, pero siempre exaltada. Para Jorgelina el amor era tomar, no dar. Del banquete de la vida únicamente le habían ofrecido los desperdicios y si quería algo más tendría que arrebatárselo a sus poseedores.
Después de comer, Ramón, Camperutti y Jones se metieron en su pieza. El capataz se recostó en la galería.
Se demoró largo rato hurgándose los dientes con un palillo. Canturreaba una cueca de moda. Su mirada cachacienta parecía recorrer el claro ocupado por el campamento, los árboles que lo rodeaban y la ladera de los cerros que se entreveían como un telón lejano, pero una y otra vez se detenían sus ojos en la figura de Jorgelina, atareada en ordenar los escasos cacharros.
Un tábano vino a detenerse sobre su pierna y él, con un rápido manotazo lo aplastó. El sonido se agrandó en el silencio de la siesta. Jorgelina se detuvo sobresaltada. Videla la llamó.
– Acércate.
La muchacha vino hacia él, bastante segura de sí misma.
– ¿Cuántos años tenes?
– Diecisiete -mintió.
Videla se pellizcó el labio inferior con el índice y el pulgar. Sonreía incrédulo.
– Si vos lo decís.
Se demoraba adrede, imaginando el cuerpo de la muchacha sin aquellas ropas que lo deformaban.
– Bueno, anda y hacete una siesta… ¡Ah!… ¿Le dijiste al marido de tu hermana que te venías conmigo?
– No le dije nada -afirmó-. No estoy obligada a decirle nada porque ni siquiera es el marido de mi hermana…, ella es viuda.
Videla conocía el trágico episodio de la remolienda por boca de Max Fichel, pero el ofuscado resentimiento de Jorgelina convenía a sus propósitos.
Se puso de pie, acariciando el brazo de la muchacha.
– Sos una linda «cabrita» ¿sabes?… Entonces, nada de Montoya. Si se acerca por aquí lo botamos. Total, pronto termina el conchabo y volvemos a Aysén, o a Valdivia; donde más te guste…
Con el dorso de la mano rozó la piel suave de sus mejillas.
– Te va a gustar -le susurró ambiguamente.
Ella estaba demasiado fatigada para pensar qué era lo que le iba a gustar. Se echó sobre la cama del capataz sintiendo que el corazón le latía con violencia. La carrera de la sangre repercutía en sus sienes. Al fin se durmió.
Inexplicablemente esa tarde Videla renunció a la siesta y a la compañía de Jorgelina. Permaneció en la galería esperando, sin saber tampoco exactamente qué esperaba. A ratos sentía la necesidad de llamar a sus matones, como si un peligro impreciso lo acechara; a ratos eran el silencio y la soledad lo que lo ponía de mal humor. Pero no se decidía a moverse de su lugar. El estaba acostumbrado a enfrentar situaciones reales, pero ahora flotaba a su alrededor una atmósfera cargada de interrogantes. En ese terreno se perdía irremisiblemente. ¿Qué tramaría Montoya? ¿Se animaría a reclamar a su protegida? ¿Cómo tan fácilmente Jorgelina había aceptado su proposición?
«¡La pucha!… -murmuró-; ¡ése también necesita un escarmiento!… Mejor que no se meta conmigo.»
Como contradiciendo su secreto deseo, Montoya venía acercándose a la casa. Avanzaba directamente hacia él y Videla, sorprendido, maldijo su presunto descuido. No quería dar la impresión de temor ni tampoco que el otro se tomara ventajas sobre él. Sintió roncar a su gente y tanteó los tablones de la pared procurando enviarles un aviso. Montoya sólo traía un machete cruzado sobre los riñones. Sintió nacerle entre las cejas un sudor helado. Se fue irguiendo despacio. Montoya estaba a diez pasos.
– Quiero hablar con la muchacha -dijo.
Su voz sonaba un poco ronca.
– ¿Hablar? -preguntó Videla, apartando la idea de negar la evidencia. Prefería acabar de una vez-. No tiene ningún derecho sobre ella…
– ¡Vamos, Videla! Ninguno tiene derechos aquí…, somos todos unos ladrones. Pero hasta los ladrones pueden respetar algo; como a esa criatura por ejemplo. Su oficio no es el de rufián.
El coraje volvía de nuevo a Videla: «¿eran ésas todas las cartas que jugaba el argentino? Palabras…, palabras…». Se paró del todo, abrió las piernas, acarició la empuñadura del revólver. La cosa estaba clarita; él guapeaba. Estaba en lo suyo.
– Por partes don Luciano. Nada de insultarme… Ladrones, rufián, ¡qué música! Si quiere puede hablar con la muchacha… Ella vino por su voluntad, ¿entiende? Nadie la arrastró hasta aquí… ¡Eh, Ramón, Jones, muchachos…, vengan y díganle a don Luciano cómo tratamos a la «cabrita»!… -pegó un puñetazo contra la puerta de la pieza-: ¡Vengan aquí, c…!
Empezaron a salir, atropellándose en la puerta deslumbrados por la repentina claridad. Todos estaban armados.
Montoya los miraba salir y calculaba la cantidad de muerte que cada uno almacenaba. Imaginaba a Gerónimo, cercado por aquel círculo de ojos crueles, insultado por aquellas bocas que jamás pronunciaban una palabra de piedad.
– No se alteren; don Luciano sólo quiere hablar con la chica -se burló Videla-. Y yo digo: ¿quién se lo prohíbe?… Vos, gringo… ¡traéla!
No hacía falta. Jorgelina también había salido a la galería. Contempló a Montoya y se sobrecogió. Aún en ese momento, dominado por el número de los desalmados, solitario y fuerte, entrecerrando los ojos a causa del sol, era capaz de mostrarse sereno y desafiante. Los labios apretados, el duro mentón levantado. Como un gran león acosado, todavía ensanchaba el círculo ante los acosadores.
– María te pide que regreses -dijo el coronel-. Mañana nos volvemos al pueblo… Nada tienes que hacer aquí.
A Jorgelina se le formo un nudo en la garganta. La hora decisiva había llegado. Como un relámpago la asaltó el deseo de correr y esconderse en el bosque. Pero apretó los puños y saboreó su rebeldía.
– No volveré, ¿está claro?… Puede mandarla a ella, si quiere, pero no a mí…
– Ya la oyó, compañero -cortó Videla secamente-. Ella se queda por su voluntad. Nadie le va a tocar un pelo… Ahórrese líos y déjenos en paz…
– Usted no entiende, Videla -dijo Montoya, lívido de cólera-. Esta mocosa no tiene la menor idea de lo que hace. Conmigo no valen amenazas… Usted lleva demasiada ventaja ahora -abarcó con un ademán al grupo de los matones-; pero pagará por esto… No siempre tendrá la suerte de su lado.
No retrocedió; simplemente giró y echó a andar.
– ¡Déjenlo que se vaya! -ordenó sordamente Videla, atajando el paso de Jones-. Este no jode más a nadie…
Los cinco permanecieron inmóviles, contemplando al hombre que se iba. La galería semejaba un escenario, pero el invisible público se había petrificado.
El tiempo desmejoraba. Desde el Norte, el Sur y el Oeste se acercaban gruesas nubes bajas. Apenas algunas de ellas ocultaban el sol se sentía la mordedura del frío. Montoya caminaba, vacilando, hacia su cabaña. El desmonte concluía a los pocos metros y pronto se encontró en el sendero que la costumbre había delineado entre los árboles. Una rama espinosa le rozó la mejilla. La apartó con el brazo. Detrás de un coihue asomó la cabeza salvaje del Chilenazo. Lo entrevió como un destello de luz y sombra y se detuvo. El hachero lo llamaba.
– Otra vez usted -dijo Montoya receloso-. ¿Qué quiere ahora?
Gerónimo terminó por mostrar toda su andrajosa figura. Sus ojos brillaban de fiebre o de locura. La impresión de ansiedad servil había concluido por ser en él un reflejo estereotipado.
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