Luis Gasulla - Culminacion De Montoya

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Culminacion De Montoya: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Nadal 1974
"Culminación de Montoya", Premio Eugenio Nadal 1974, posee -dentro de una concepción clásica-un valor universal y permanente por el drama humano en que se inspira y una visión trágica de la existencia, presidida por la más inexorable fatalidad. El héroe mítico -héroe al revés, al decir del autor- es el coronel Montoya, aristócrata de raza y militar profesional, descendiente de una vieja estirpe de conquistadores, quien al no encontrar una empresa heroica en la que volcar su coraje, ha consagrado todas sus energías en su propia destrucción, hasta ser degradado y expulsado del ejército. Su voluntaria condena le lleva a un confinamiento en los remotos bosques del Sur en busca de un infierno donde purgar la muerte de su hijo y el suicidio de su mujer, de los que se cree responsable. Torturado por el venenoso resentimiento de un viejo asistente, simbólica encarnación de sus demonios familiares, arrastrado por el instinto de autodestrucción, Montoya encuentra en el generoso sacrificio de su vida una posible redención. La atención del lector se mantiene en suspenso dentro de un ambiente fascinante y angustioso.

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– María, ¡querida!… ¿Qué hice? -susurró tomándole la mano.

– No ha sido nada, créeme; estabas dormido y yo insistía -dijo ella, olvidando el dolor del golpe.

Montoya se puso de pie y acarició la mejilla de la muchacha.

– Qué bruto soy. Debiera romperme la cabeza… Hacerte esto justamente a ti -se disculpó- Lo siento, de veras que lo siento.

La humilde dignidad de María era quizás el único sentimiento que respetaba. Se sentía lleno de odio contra sí mismo.

– Otra vez me emborraché, ¿no es cierto? -dijo, pateando rabiosamente la botella caída a sus pies-. Pero, ¿qué apuro había en despertarme? Al fin no me pagan tanto como para no tomarme un día por mi cuenta. Voy a lavarme un poco… ¿hay café?

Sin esperar la respuesta salió llevándose el cubo para el agua. Llenó el cubo, ahuecó las manos y se frotó la cara vigorosamente. El agua estaba fría y su contacto lo estremeció. Maquinalmente caminó hasta ocultarse detrás de un viejo tronco calcinado. A juzgar por la altura del sol debía ser casi mediodía. Un poco más y su vejiga hubiera estallado.

Para borrar del todo su involuntaria brutalidad entró en la cabaña comentando con forzada animación:

– ¿Sabes que encontré al Chilenazo? Lo dejé en su rancho… Espero que lo tome con calma. Ahora ya está enterado.

Pero María no lo escuchaba. Con gesto ausente le tendió un jarro lleno de humeante café.

– Bueno, vamos a ver, ¿qué te sucede? -preguntó él, rodeando su hombro con el brazo libre.

Realmente María era la imagen de la desesperación.

– Jorgelina se ha ido con el capataz -dijo de un tirón.

Montoya tragó el líquido sin importarle que le quemara la garganta.

– ¡Eso faltaba!… ¡Pero qué c… se habrá creído! La va a hacer polvo ese cretino… -Inconscientemente la cólera lo arrastraba a remedar los porteñismos de Ramón. El puñetazo que dio contra la viga que sostenía el armazón de la cabaña le hizo sangrar los nudillos-. ¡Esa zorrita traicionera! No pensará que Videla la recibirá con la marcha nupcial… -se volvió lentamente-. Y bueno, María: ¿qué podemos hacer?

– Tienes que traerla, Luciano. ¡A vos te escuchará!

Montoya se resistía a admitir el conflicto que había provocado la irreflexiva actitud de Jorgelina. Pocas veces en su ajetreada existencia se había sentido tan desconcertado. ¿Se estaba acaso cumpliendo su reclamado destino y ahora él era el instrumento y no el inspirador de los hechos?

– Querida, ¿por qué habría de escucharme precisamente a mí?

María se retorció las manos.

– No lo sé; pero vos no sos un peón… Tienen que respetarte.

– Eres una mujer admirable -exclamó Montoya, abriendo los brazos, totalmente desarmado-; tú crees que a ellos les importa algo quién pueda ser yo… tienen armas, yo tengo hachas y el machete de Gerónimo… Tienen a Jorgelina y aun suponiendo que ella quiera regresar, no la soltarán. ¿Con qué argumento se la reclamo? Porque decir Videla es incluir a toda la pandilla. Tu razonamiento es simple y honesto, pero absurdo.

– Luciano, trata de comprender; ella es una criatura -insistió María.

– ¡Vaya con la criatura! No te equivoques… Yo no soy un héroe ni un perro San Bernardo ni un samaritano rescatando pecadoras hundidas en el fango del vicio. Sabes también que me opuse a que vinieran conmigo. Yo tengo que atravesar mi propio infierno y pagar por mi propio pecado o lo que sea… ¡Oh, qué difícil es pretender que entiendas!

(¿Por qué le venía a la memoria el Agrónomo? ¿De quién venía la apelación?)

– Sé bien lo poco que valgo -dijo María, abatida-, pero; ¿qué hacer, Dios mío?… No puedes abandonarnos.

– María, inocente y pequeña María… Piensa que si me pasa algo, precisamente ahora, tendrían que soportar cosas peores de las que puedas imaginar. No soy un desalmado y sin embargo… -de pronto se serenó-. Bueno, está bien; al menos lo intentaré, ¿de acuerdo?

María se desplomaba en sus brazos. Apretada contra él el universo se llamaba Montoya.

Pero el coronel Luciano Montoya no buscaba en realidad ninguna gloria sino su propia aniquilación; cualquier otro motivo contrariaba su designio. Amar a María, dejarse amar por ella era amontonar más dolor y confusión. Si perdía la certeza en la inexorabilidad de su destino, éste jamás lo liberaría de su pesada carga.

– Al fin era inevitable -dijo, acariciando los hombros de María-. Hay aquí demasiado sol y demasiada soledad para una muchacha como tu hermana… No le ofrecimos alternativas. Debí estar loco al consentir que viniera.

– No digas eso Luciano… En cualquier parte hubiera sido igual. Pero cuando pienso lo que hicieron con la mujer de Gerónimo… Murió de miedo, Luciano, estoy segura.

– Es posible -admitió él-. Entre tanta locura sólo nos resta doblegarnos o morir. -Hizo una pausa-. Bueno, ahora esperaremos hasta la tarde… A lo mejor se arrepiente y vuelve sola.

Sabía que era una tonta mentira. Videla no iba a soltar un bocado tan exquisito. Se sentía oprimido. De pronto el bosque adquiría los contornos de una prisión. Muros verdes se cerraban sobre ellos, hostiles e implacables, en un mundo donde había sido abolida la más remota esperanza.

Videla tuvo la suficiente habilidad como para afectar indiferencia ante la presencia de Jorgelina.

– ¡Hola! -exclamó al verla llegar seguida de Jones-. Veo que sos puntual. -Abrió la puerta y le señaló el interior-: esto es todo…, trata de mantenerlo en orden. Además tendrás que cocinar para cuatro al mediodía. Por la noche mi gente se las arregla… ¡Y bueno, pasa! ¿Qué estás esperando?

– Sí…, sí señor -dijo Jorgelina, intimidada y decepcionada.

«¿Ese era el comienzo de su esperada aventura?»

En relación con las restantes cabañas, la vivienda de Videla alcanzaba la categoría de casa. Las planchas de madera armadas como grandes tejas del techo sobresalían lo suficiente para formar un alero hacia el frente. La galería se proyectaba a lo largo, ofreciendo una superficie sombreada. La distribución era sólida y simple: dos piezas corridas, una ocupada por Videla, la siguiente para los guardianes y formando martillo un gran cuadrado destinado a despensa y depósito. El moblaje: mínimo, rústico pero macizo, estaba fabricado con madera y caña colihue. Las abundantes tablas ensambladas en vivo, exhalaban todavía la fragancia de sus resinas olorosas, mientras el dibujo de sus vetas suplían las imperfecciones del artesano. Curiosamente aquella rusticidad contenía una pequeña fortuna en maderas finas.

Se cocinaba afuera, bajo un techado de cañas, sobre un hogar de piedras traídas del arroyo y amontonadas con escasa habilidad. Cubos y ollas colgaban de los cuatro postes. Detrás de la casa se destacaba un cubículo de un metro cuadrado. Aquel aposento expuesto a la vista como una garita carcelaria constituía todo el lujo sanitario que ostentaba la construcción. Las moscas, criaturas universales, zumbaban dentro y fuera del retrete, borrachas de sol y de inmundicias.

En aquellos límites quedaba encerrado por el momento el dorado reino de Jorgelina González.

Ya fuera que se considerara como una virtud o un defecto, Jorgelina poseía una voluntad empecinada. Una cosa se hizo para ella evidente: el solo hecho de introducirse en los dominios domésticos de Videla, había producido un cambio perceptible en los hombres del campamento. Hasta Ramón escondía su despecho aparentando una forzada indiferencia. Camperutti transfirió a ella de inmediato la obsecuencia dispensada hasta entonces al capataz. Del impenetrable Jones era aventurado incluso suponer que pensara. A veces daba la impresión de un muñeco sin emociones ni espíritu.

De la peonada que a esas horas fatigaba los senderos como un rebaño anónimo, con las manos sudorosas engarfiadas sobre los mangos de las hachas o las cuerdas de remolque de los rollizos, ni valía la pena preocuparse; cuando regresaran morderían en silencio su despecho, reprimidos y agobiados por la prepotencia del capataz. A Jorgelina se le antojaba que ahora, de una manera indirecta, sobresalía por encima de opresores y oprimidos. Y ese pensamiento la llenaba de un orgullo pueril. Sólo que ignoraba el precio que tendría que pagar por su triunfo. Aferrada al presente se atareó en su trabajo y como la casa, el moblaje ni la comida le exigían una atención muy esmerada, al promediar el día se dispuso a aguardar a los hombres sin excesiva inquietud.

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